100 años en metro por NY
Es la sangre que circula por el cuerpo de Nueva York. Los andenes de sus estaciones han visto bailar a Gene Kelly y Frank Sinatra, rodar escenas de acción de películas trepidantes y tocar a músicos callejeros. El metro que nunca duerme celebra su primer siglo de vida. Y la ciudad vibra con sus latidos.
Los extremos hacen de Nueva York una ciudad especial. El zumbido constante que emiten los compresores de los aparatos de aire acondicionado que cuelgan de las ventanas y el penetrante olor a basura que en pleno mes de agosto inunda sus calles conviven con la exclusividad de las tiendas de moda en Madison y la majestuosidad de sus rascacielos en Wall Street. El mismo contraste se aprecia en el metro. La locura domina sus túneles en hora punta. Pero el estrés se ve compensado con el perfil de Manhattan cuando los trenes vuelan sobre las vigas de acero en Queens y Brooklyn.
En ese entorno de contrastes, el metro de Nueva York cumple su centenario. Chantal Scott, empleada de la sociedad que gestiona la red de transporte público de la ciudad (MTA), se atavió el 27 de octubre con ropas de la época para celebrar el aniversario en la antigua estación de City Hall, remodelada para la ocasión y desde la que un siglo antes empezó a correr esta maravilla de la ingeniería moderna. En marzo de 1902, en el otro extremo de la línea, a la altura de donde se alza hoy la Universidad de Columbia, posaba un grupo de obreros durante la pausa del almuerzo. La ciudad y su metro han vivido, durante el tiempo que separa las dos instantáneas, momentos de gran esplendor y de dura depresión que le han dado carácter.
La obra del metro comenzó en 1900 y en ella trabajaron 12.000 obreros anónimos, aunque destacan tres protagonistas: August Belmont, presidente de la compañía Interborought Rapid Transit; John McDonald, contratista, y William Barclay Parsons, ingeniero jefe. Pero el parto del proyecto no fue fácil, y durante años se topó con las batallas de los políticos locales que debían dar vía libre a los 33 millones de dólares que costaba la monumental obra. Nueva York contaba entonces con 3,5 millones de habitantes, la mayoría concentrados en el este de la isla de Manhattan, y moverse en superficie empezaba a ser una aventura. La gente se desplazaba a pie o utilizando coches de caballos, carretas o trenes que expelían grandes cantidades de humo.
Los dirigentes locales comprendieron al final que la mejor solución a los problemas de movilidad que sufría la ciudad era dotarla de un medio de transporte ágil y eficaz como el que tenían en Londres. Ir desde Wall Street hasta Harlem llevaba horas, y se hacía imposible vivir en una zona de la ciudad y trabajar en otra. "El éxito comercial de la ciudad dependía de su capacidad de desplazar bienes y personas con eficiencia y en masa", explica Brian Braiker remontándose al siglo XVII, cuando Nueva York era conocida en el mundo como Nueva Amsterdam. La electricidad y el acero cambiaron todo de forma radical. Aunque no fueron pocos los que vaticinaron un futuro desastroso para el metro y la ciudad.
El primer tren echó a andar por las entrañas de roca de Gotham (Nueva York) a las dos de la tarde del 27 de octubre de 1904, bajo el eslogan "De City Hall a Harlem en 15 minutos". El alcalde George McClellan se acercó a la cabina del maquinista y, ante la sorpresa de los que asistieron a la inauguración, se hizo con los mandos del tren. Ese día usaron el metro 150.000 personas, que pagaron un níquel (cinco céntimos) para desplazarse por la ciudad. La línea original unía el Ayuntamiento de la ciudad (City Hall), la estación de ferrocarril en la calle 42 (Gran Central), Times Square y subía por Broadway hasta la calle 145, en un recorrido de 14,6 kilómetros.
La ingeniería acababa de hacer realidad el milagro que necesitaba la urbe para desarrollarse, y sin quererlo entraba en un periodo mágico para la ingeniería civil. El Flatiron Building se convertía, dos años después de iniciarse la obra del metro, en el primer rascacielos que se alzaba sobre la isla de Manhattan. Su estructura sirvió de modelo para que los arquitectos de la época construyeran edificios más altos y se hiciera un uso más eficiente del limitado espacio urbano. Y en pocas décadas, el nuevo tipo de construcción cambió radicalmente el skyline de la ciudad y la transformó en el Nueva York de hoy.
Y mientras la ciudad crecía en altura, el sistema de transporte ampliaba sus tentáculos por todo el subsuelo. En 1905 empezó la expansión de la red hacia el Bronx; en 1908, hacia Brooklyn, y en 1915, hacia Queens. Los últimos tramos hacia Harlem comenzaron a construirse en 1932. Para 1936, la mayor parte de la red estaba construida. "El principal logro del sistema", como explica Charles Sachs, del New York Transit Museum, "fue que ayudó a dispersar la población urbana" y "aceleró su crecimiento" hacia las zonas rurales más próximas.
Harlem era un pequeño suburbio en 1890. Para 1914, el 74% de los afroamericanos vivía allí. La población en el este de la isla se redujo un 63% entre 1910 y 1940, mientras que el Bronx, Queens y Brooklyn fueron creciendo a un ritmo frenético a la vez que se extendía la red de metro. En 1923, un millón de personas residía en el Bronx, que se convertía en el sexto núcleo urbano de Estados Unidos.
En 1946, el metro lo utilizaban ocho millones de personas, casi el doble de los viajeros actuales. Pero el precio del viaje se mantuvo en un níquel durante 42 años: una cantidad insuficiente para mantener los trenes en activo y las estaciones. Además, tras la II Guerra Mundial, el dinero público empezó a fluir hacia la construcción de autopistas, y muchos neoyorquinos abandonaron el metro para coger el coche.
El sistema de transporte subterráneo entró en declive a finales de los años sesenta, y se hizo famoso por el crimen y las pintadas que cubrían sus trenes. A comienzos de los ochenta, el metro se estropeaba con facilidad y un tercio de la flota estaba fuera de servicio durante las horas punta. Hasta que en 1982, la Metropolitam Transportation Authority (MTA) tomó cartas en el asunto y decidió invertir en su rehabilitación. "Las pintadas desaparecieron cuando la economía de EE UU entró en una de sus mejores etapas de la historia", señala el abogado Gene Russianoff.
El saneamiento del metro se convirtió además en un símbolo del renacimiento de Nueva York bajo el mandato del alcalde Rudolf Giuliani. "¿Qué ha cambiado desde entonces?", se pregunta el actual alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg. "Poco. Un siglo después seguimos moviéndonos por un agujero en el suelo". La cita no es casual, y recuerda el comentario que hicieron Frank Sinatra y Gene Kelly en la película Un día en Nueva York (1949), en la que interpretan el papel de dos marineros que descubren la gran ciudad: "Si hay algo que revolucionó la vida, el trabajo y la actividad de los neoyorquinos fue su metro", añade Braiker.
El historiador Joe Cunningham señala en este sentido que "la ciudad, especialmente en la manera en la que se ha desarrollado Manhattan, es producto del metro". Pero los neoyorquinos y los commuters -como se conoce a las personas que llegan del extrarradio para trabajar en la ciudad- hacen caso omiso a las historias que transcurren en los vagones, aparte de quejarse por los apretones, el ruido y la suciedad. Al año, la gigantesca red de transporte urbano de Nueva York da servicio a un total de 2.400 millones de personas, según la MTA, lo que equivale a que uno de cada tres ciudadanos usa el transporte público en Estados Unidos.
El metro de Nueva York es una pieza clave. Es el mayor sistema de transporte del mundo, con sus 1.060 kilómetros y 468 estaciones, 35 menos que todas las estaciones de metro de Estados Unidos juntas. Sus trenes hacen a diario más de 6.800 viajes. La flota está formada por 440 máquinas y 6.350 vagones, que circulan por sus 26 líneas y recorren al año 558 millones de kilómetros. El presupuesto anual de este coloso es de 5.000 millones de dólares y con su consumo de electricidad se podría abastecer a una ciudad de 300.000 habitantes.
El metro de ahora es relativamente seguro y limpio para su envergadura, aunque es muy ruidoso y la prudencia invita a evitar ciertas zonas alejadas de Manhattan por la noche. Los accidentes son raros. La MTA calcula que se producen 2,65 heridos por cada millón de usuarios. El mayor accidente de metro data de la huelga de 1918, en el que murieron 97 personas. El más reciente se produjo en 1991, y murieron cinco personas por culpa de un maquinista borracho. En cuando a las estadísticas sobre el crimen, se producen, según la policía, nueve delitos graves al día: el nivel de criminalidad más bajo en décadas y considerado por los responsables de seguridad de "muy aceptable" en un mundo subterráneo en el que se mueven 4,5 millones de personas al día.
El visitante de Nueva York puede disfrutar por dos dólares -el precio de un viaje- de un extraordinario paseo alternativo por la ciudad, contemplando sus vistas panorámicas cuando los raíles se elevan al dejar los túneles, y la escenografía cambia sin cesar cada vez que el tren para en una estación, en una muestra más de la diversidad que domina la ciudad. La vista del horizonte es espectacular cuando la línea D cruza el puente de Manhattan. Desde allí se puede admirar la panorámica del distrito financiero enmarcada por la silueta del puente de Brooklyn, con la estatua de la Libertad al fondo alzándose majestuosa sobre el río Hudson.
La línea N, al entrar en Queens, premia al viajero con un impresionante perfil del Midtown, con el Empire State Building y la torre Chrysler dominando la escena. Los tramos elevados de las líneas A y L ofrecen una vista especial de los tejados en Brooklyn. Y para poder apreciar la variedad étnica que forma la ciudad es indispensable tomar la línea 7, que discurre por los barrios de Woodside, Jackson Heights, Corona y Flushing, en Queens. En los vagones de esta línea se habla de todo: español, hindi, coreano, urdu, ruso Por algo es conocida como la línea internacional.
"Sólo Dios sabe cuántos barrios se pueden visitar en el mundo por sólo dos dólares", comenta el historiador Stan Fischler. Hasta 120 idiomas se pueden escuchar en los vagones y andenes del metro de Nueva York. "No hay una forma mejor para juntar a diferentes culturas como el metro", apostilla Fischler. Anna Tibaijuka, responsable del programa Habitat de la ONU, apunta que éste es el mejor ejemplo de integración en una ciudad. "Uno se acostumbra a convivir con gente de raza diferente y todo el mundo se respeta. Por eso Nueva York es un lugar tan especial; una ciudad viva, exclusiva y diversa".
El metro es también, para otros muchos, una forma de ganarse la vida. La red funciona las 24 horas del día, siete días a la semana, los 365 días del año, y proporciona empleo a 26.368 personas. Los túneles también dan cobijo a personas como Edritz Díaz-Colon, un ciego que deambula por los centros de acogida en la ciudad y que se acerca al metro para pedir limosna. Y hay muchos artistas, como Cinthia Mulat, violinista, que con su prima Shirley y su hermana Angie daban hace unos días conciertos gratuitos en la estación del Rockefeller Center.
El silencio en uno de los vagones de la línea A lo rompe un mendigo pidiendo comida. "Si algún día tienen hambre, ya saben dónde encontrarme", dice. Unos metros más allá alguien le tomaba la palabra: el hombre mete la mano en su mochila y saca una manzana. La escena se completa con una mujer oriental vendiendo pilas y películas piratas en DVD. Otro cabalga por los coches de la línea 5, enfundado en un caballo de tela, y canta en tono desafinado para sacarse algunos dólares.
La actividad es intensa. Una pareja de chavales aprovecha el salto de varias paradas que hace el tren camino al Bronx para hacer una exhibición de break dance. En este mundo variopinto, algunos estudiantes venden chocolate, dicen que para pagar la indumentaria del equipo de baloncesto. Y mientras esto sucede, un ejecutivo de Wall Street saca de su cartera un diario y empieza a leer ajeno a todo lo que transcurre a su alrededor, mientras se entremezclan pacíficamente ciudadanos de orígenes y culturas diferentes, con ideologías políticas divergentes o gustos musicales contrapuestos.
Bernardo Revilla, publicista, lo tiene claro después de vivir en otras grandes ciudades: "Esto sólo lo puedes tener en Nueva York", afirma. "La gente tiene la idea de que [el metro] es un nido de ratas lleno de criminales", dice el escritor Brian Cudahy, "y eso no es cierto". Pero hasta que no se recorre el gigantesco laberinto de vías y se hacen varios transbordos, se hace difícil desprenderse de los topicos y las historias rocambolescas que rodean el mito del metro de Nueva York, muchas de ellas heredadas de su época de decadencia y exageradas en películas como Los amos de la noche (1978), el drama urbano dirigido por Walter Hill sobre las luchas callejeras.
Hollywood no ha sido ajeno al proceso de transformación del metro. Ha inmortalizado los cambios que ha vivido la ciudad a través de su suburbano, con filmes como Pelham, uno, dos, tres (1974); Fiebre del sábado noche (1977), con John Travolta, o French connection (1975), con Gene Hackman persiguiendo a Fernando Rey por el metro. O la canción Taken the a train, de la Duke Ellington Orchestra. Subido a la leyenda, el metro se ha convertido en parte principal de la vida de los neoyorquinos tras sus 100 años funcionando. Thomas Mellins, uno de los responsables del museo de la ciudad, concluye: "Es difícil imaginar la ciudad sin su metro. Por negocio o por placer, para los neoyorquinos o los turistas, el metro mueve Nueva York". Y la antigua estación de City Hall volvió a cerrar sus puertas, quizá durante otros 100 años.
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