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Columna
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Una nueva alianza

Con el desplome de la Unión Soviética y el desarrollo vertiginoso de China e India, el centro estratégico mundial se ha trasladado a Asia central, región que, vinculada al Oriente Próximo, con sus reservas de petróleo y alta conflictividad, trata de controlar a cualquier precio la única potencia que aspira a la hegemonía mundial. En este marco, la invasión de Irak constituía una opción anterior al 11 de septiembre, basada en razones estratégicas a largo plazo que nada tienen que ver con los pretextos que se adujeron: posesión de armas de destrucción masiva, contactos con Al Qaeda, horrores de la brutal dictadura de Sadam Husein. Irak, un país con petróleo, regado por dos grandes ríos, una población suficiente y, sobre todo, para los índices de la región, con un cierto desarrollo económico-social, ofrecía las condiciones óptimas para establecer una "democracia occidental", vinculada a los intereses económicos y políticos de Estados Unidos. Las dificultades han surgido ante la incapacidad de las fuerzas ocupantes de garantizar la seguridad y el abastecimiento de la población que, junto con el respeto de las distintas religiones y tradiciones culturales, constituyen las tres condiciones indispensables para que la población hubiera aceptado el nuevo orden impuesto por las armas.

Para la potencia hegemónica, una recomposición del Oriente Próximo pareció imprescindible a más tardar cuando los atentados del 11 de septiembre pusieron de manifiesto que los hombres y los dineros habían salido, respectivamente, de Egipto y de Arabia Saudí, los dos principales aliados de Estados Unidos en la región. Si a ello se suma que había que resolver ya el conflicto palestino-israelí, que cada vez envenena más las relaciones con el mundo árabe, pero de modo que se mantenga la superioridad indiscutible de Israel, la invasión de Irak no carece de lógica.

Un tercer objetivo ha quedado más en la penumbra. Si los europeos no se doblegaban por completo, la segunda guerra de Irak ofrecía la ocasión para abrir una fisura entre la Europa liderada por el Reino Unido y la que encabezan Francia, con intereses en Irak, y Alemania, en Irán. Enorme fue la sorpresa de Alemania al comprobar que la Administración de Bush respondía con dureza a la promesa electoralista de que no participaría en una segunda guerra de Irak, tanto como fue la de Francia, al rechazar Estados Unidos cualquier tipo de negociación en el Consejo de Seguridad. Esencial para entender la crisis de las relaciones transatlánticas es que su origen estuvo en la nueva doctrina de Bush de que los aliados lo son mientras se adhieran, sin la más mínima diferencia, a las posiciones de Estados Unidos.

No ha sido un trago fácil para los europeos, que no han dejado de agradecer a Estados Unidos el que los liberase, primero, del fascismo, y luego, del comunismo, el comprobar disonancias entre ambas orillas del Atlántico. Los intereses europeos y estadounidenses están, sin embargo, de tal modo entrelazados, que nos podemos permitir disentir sin que se vean afectados. Gracias a la Administración de Bush, los europeos hemos aprendido que cabe discrepar, sin que se deterioren aspectos económicos, políticos y defensivos que nos importan. Estados Unidos necesita a Europa, tanto como los europeos necesitamos a Estados Unidos. Desde este doble convencimiento, las relaciones entre ambas orillas del Atlántico, con Bush o con Kerry, no pueden ser muy distintas.

La crisis ha servido para ser más conscientes de la profundidad de nuestras relaciones. Seguros de su fortaleza, no nos alarmamos ya tanto al manifestar lo que pensamos sobre la política interior y exterior de Estados Unidos. En una siguiente etapa ya iremos elaborando las diferencias en conexión con intereses divergentes. Por grande que sea la mutua dependencia, no pensamos lo mismo en todo, ni nuestros intereses son siempre coincidentes. Por fin en Europa cabe expresar algo tan obvio como banal.

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