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Reportaje:TEATRO | PANORAMA DE LAS LETRAS EN CATALÁN

Un canon teatral (de bolsillo)

Marcos Ordóñez

Axioma: en el panorama del teatro catalán actual, quien no es hijo de Benet i Jornet es hijo de Sanchis Sinisterra, o de los dos. Josep Maria Benet es el Tom Courtenay de esta película. Empezó su sprint en los primeros sesenta y cuando se giró, casi veinte años después, cayó en la cuenta de que corría en solitario: casi todos sus compañeros de generación habían ido abandonando la carrera. No lejos de allí, en el circuito valenciano, galopaba Rodolf Sirera, otro solitario fondista (secundado, en los relevos, por su hermano Josep Lluís) de abundantísima y muy diversa obra, con tres joyas en su corona: Plany en la mort d'Enric Ribera, El verí del teatre y La caverna. A Benet le correspondió, sin embargo, el fatigoso rol de Keeper of the Flame, o séase, mantenedor de la antorcha del "teatro de texto" en catalán durante la larguísima travesía del desierto, cuando todo dramaturgo era un bicho raro a ignorar (por los poderes) o un viejo mueble a arrinconar (por los grupos independientes). No fue ésa la única etiqueta que le colgaron al cuello: entre 1963 y 1979, Benet contaba con veinte obras en su haber, algunas tan a contracorriente como La nau, Descripció d'un paisatge, La desaparició de Wendy o El manuscrit d'Ali Bey, pero se empeñaban en seguir encerrándole en el cajoncito de "autor realista", del que escaparía, y por la puerta grande, en la siguiente década, ungido como el Padre Pródigo de la Nueva Dramaturgia gracias a la soberbia trilogía compuesta por Desig, Fugaç y Testament. En el reparto de roles, digamos que Benet hace de Livingstone y Sergi Belbel hace de Stanley. Se encuentran, se reconocen, se influencian mutuamente y se apoyan con pasmosa (estamos en el mundo del teatro, señores) generosidad mutua.

El otro Gran Padre y Maestro por excelencia, ya lo hemos dicho, es José Sanchis Sinisterra. Su magisterio no es tanto autoral (cumbres: Ay, Carmela, Ñaque, El lector por horas) sino pedagógico en el sentido más vasto del término: por sus talleres de escritura de la Sala Beckett ha pasado, y con nota, la flor y nata del joven teatro catalán.

Aquí llegamos a un punto importante. Desde 1986, tras la Primera Aparición de San Belbel a los gentiles (con, curiosamente, una pieza en castellano, Calidoscopios y faros de hoy, primer Premio Marqués de Bradomín), a la que seguiría el aldabonazo de Elsa Schneider en el Romea, la tarea de rastreo y promoción de la "generación de los ochenta" se la reparten tres Madres del Cordero: la Sala Beckett, como escuela, laboratorio y centro de producción; el Romea/Centre Dramàtic Nacional, a las órdenes de Domènec Reixach (con Benet como consejero áulico), y el Festival de Teatro de Sitges, mientras el Lliure (sí, aunque les cueste creerlo) y Can Flotats (primero en el Poliorama, y luego en su flamante pero breve sede del TNC) miraban olímpicamente hacia otro lado. Más claves de la vitalidad del teatro catalán desde finales de los ochenta hasta hoy fueron, sin duda, 1) el entusiasmo creativo de una joven generación de autores (a vuelapluma: Jordi Sánchez y Joel Joan, Roger Bernat, Beth Escudé, David Plana, Carles Batlle), actores, actrices y directores surgidos del Institut del Teatre, 2) el auge de las salas alternativas (hoy en trance de respiración asistida) como espacios de fogueo y vela de armas, y 3) la multiplicidad de la oferta, debida al juego de piernas del teatro "comercial".

¿Balance y arqueo, casi vein-

te años después? Vamos a ello. Benet sigue firme en su trono (reciente premio Max por L'habitació del nen) y tiene a punto de estreno Salamandra, su trabajo más ambicioso de los últimos años. Belbel se ha convertido en el autor catalán (y español) más representado en el mundo -highlights: Després de la pluja, Carícies y el musical El temps de PlanK-, mientras que Forasters, su "retorno" a la escena tras seis años de ausencia, acaba de cosechar un enorme éxito en el TNC. Lluïsa Cunillé (para mi gusto la mayor artista de su generación, escandalosamente desconocida en el resto de España), auspiciada en sus comienzos por el Teatro Fronterizo de Sanchis, estrenó la pasada temporada Barcelona, mapa d'ombres, una portentosa suma de todo su teatro (elíptico, agridulce, ultrapoético), que cuenta con un incontestable póquer de ases: Libración, Privado, La venda y La cita.

Otro dramaturgo con un mundo propio y una voz personalísima, sardónica y desolada, es Josep Pere Peyró (Quan els paisatges de Cartier-Bresson, Una pluja irlandesa, Deserts), crecido en el Festival de Sitges, en cuya última edición presentó una experiencia radical, Les portes del cel, una pieza sobre la emigración que transcurría en la oscuridad claustrofóbica de un container. La comedia sofisticada tiene un buen número de oficiantes en el teatro catalán reciente. Abrió fuego a mediados de los noventa el levantino Carles Alberola con piezas como Curriculum, Estimada Anuchka y la mihurianísima Mandíbula afilada, mientras en Barcelona, por similares fechas, se daba a conocer Jordi Sánchez con Kràmpack, seguida por Fum Fum Fum y, en compañía de Joel Joan, la vitriólica y millonaria Excuses! En 1995, Jordi Galceran trepa a lo alto de ese podio con un doble disparo: Paraules encadenades, que obtiene el Premio Born, y Dakota, que se lleva el Ignasi Iglésias. Su obra maestra es El mètode Grönholm, arrasando en las carteleras de Barcelona y Madrid, mientras los productores ya se pelean por Carnaval, un trepidante thriller de suspense, emparentable a los diabólicos rompecabezas del argentino Javier Daulte. Más amable que Galceran aunque igualmente tentacular es Albert Espinosa, que se dio a conocer con Los pelones (llevada al cine por Antonio Mercero con el título de Planta cuarta) y lleva estrenando una obra por año desde entonces, con éxitos como Tu vida en 65 minutos y No me pidas que te bese porque te besaré. Entre las revelaciones recientes, y para no hacer esta lista interminable, citemos el nombre de Pau Miró, que con Plou a Barcelona, estrenada en la Beckett, firma uno de los debuts más rotundos de los últimos años.

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