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Columna
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El bolivariano Chávez

El anterior jefe del Gobierno le practicó en sus últimos años de mandato una cirugía urgente a la política exterior española, hasta dejarla irreconocible. De una posición centrista en Europa, la trasladó a otro centro, pero del Atlántico. Esa iniciativa, que asociaba el país a una intervención militar de Estados Unidos en Irak, no autorizada por la ONU, irritaba, además, a gran parte de América Latina.

La Administración socialista está tratando hoy de recuperar el antiguo eje que vinculaba fuertemente a España con Francia y Alemania, así como restablecer una posición de menor beligerancia en Iberoamérica, en particular, renunciando al marcaje al hombre sobre el régimen cubano. La revolución diplomática no es, por tanto, la de Zapatero, sino que fue la de Aznar. Pero volver a planteamientos conocidos cuando entraña sacar las tropas de Irak y, por añadidura, se comete toda una serie de errores, no de fondo pero sí muy incordiantes, en el trato con la presidencia de Bush, parece que sitúa al Gobierno español en una posición más radical de lo que éste siente o quiera.

A esa luz hay que juzgar la visita del presidente venezolano, Hugo Chávez, de forma que lo que sin la guerra de Irak sería sólo un avatar diplomático se convierte hoy casi en un desafío. Y así es como cuando Washington llama a los embajadores de la UE para hablar de Oriente Próximo, no tiene a bien incluir a España.

Todo ello perturba el análisis, porque sería preferible poder valorar a Chávez, sin costes añadidos. España era para el presidente venezolano la hidra porque el embajador de Aznar en Caracas se había apresurado, junto a su homólogo norteamericano, en visitar al golpista fracasado Pedro Carmona, en abril de 2002. Ahora que Zapatero le invita, la ex metrópoli ha pasado, en cambio, de ser "una angustia a una esperanza". Había motivo para el enojo del ex general, que se declara bolivariano, y cabe que lo haya para la recíproca sonrisa. Pero importa ir más allá de la coyuntura. Por eso habría que preguntar al presidente Chávez si figura entre lo permanente de su pensamiento la comparación que hizo el 12 de octubre del año pasado entre la conquista de América y el holocausto nazi, para llegar a la conclusión de que había sido mucho más genocidio la primera que el segundo. Cabría sentir la tentación de no tomarse en serio, por su misma enormidad, tal pronunciamiento si no fuera porque España ha de estar muy atenta a todo lo que pueda haber detrás de esas palabras.

Chávez es la punta de un iceberg. Alberto Fujimori, a la sazón presidente de Perú, declaraba a EL PAÍS en 1996 que el nombre de España evocaba en su mente la idea de "genocidio, explotación, matanza". Y aunque el caso del descendiente de japoneses llegados a Perú en el siglo XX y el de esclavos mucho antes acarreados de África no puede ser el mismo, hay un gran componente de lo latinoamericano, lo indígena o mestizo fuertemente vecino de lo indio, que no le quitaría ni una coma a esos adjetivos.

El presidente venezolano se sabe que gustaría de promover una fuerza transnacional, especialmente andina, que él llama bolivariana, para la transformación profunda del continente. Y esa fuerza-sentimiento se nutriría de una doble corriente política. De un lado, el criollismo que se quiere socialmente revolucionario, y al que se ampara en la figura del libertador Bolívar -por cierto, un español americano que se sublevó contra españoles, tanto americanos como peninsulares-, y, de otro, aquel componente indígena que reclama un nuevo reparto del poder en los países donde el blanco, en su mayor parte descendiente de españoles, acumula desproporcionadas autoridad y riqueza. Y esa transformación puede ser gravemente antiespañola o plenamente asumida y comprendida, dentro de ciertos límites, por una España que supiera dialogar sobre todo ello.

Hugo Chávez encarna una crítica de fondo a lo que se podría llamar la idea standard de España, aquella que sostiene la gran mayoría de los españoles, y a la que no se ha informado de que haya aspectos de los que avergonzarse en la gran aventura americana. Pero el futuro seguramente pertenece a alguna versión de una u otra parte de lo que hoy representa el presidente venezolano, y España haría bien, sin tener que admitir por ello genocidio ni holocausto alguno, en ir preparando su batería de argumentos.

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