La metamorfosis de un pragmático
Fini, líder del partido heredero de Mussolini, se convierte en nuevo jefe de la diplomacia italiana
Gianfranco Fini no ingresó en las filas del partido fascista, el Movimiento Social Italiano (MSI), por razones estrictamente ideológicas. En realidad, según cuenta, la culpa fue de John Wayne. La biografía del nuevo ministro de Exteriores de Italia dibuja el zigzagueo de un posibilista que parece creer, a estas alturas, en sólo una de las muchas y contradictorias frases atribuidas a Benito Mussolini: "El fascismo es el pragmatismo absoluto aplicado a la política". Fini y Silvio Berlusconi bailan desde hace años un complicado tango de amor y odio para mantenerse mutuamente en el poder. Todo el mundo da por supuesto que algún día, cuando se vaya Il Cavaliere, el liderazgo de la derecha caerá en manos del hombre que admiraba a John Wayne.
Fini nació el 3 de enero de 1952 en Bolonia, la capital roja de Italia, en una familia de simpatías mussolinianas. El padre, empleado de la petrolera Gulf, había sido uno entre los miles de jóvenes que se alistaron como voluntarios en el Ejército de la República de Saló, el último y desesperado estertor fascista en una Italia ya invadida por EE UU. Gianfranco fue un chico normal, un buen alumno aficionado a los western y, sobre todo, a las películas de John Wayne.
Su vida cambió en 1969, cuando en Bolonia se estrenó Boinas verdes. Gianfranco fue al cine y topó con un grupo de jóvenes comunistas que boicoteaban la proyección del filme, considerado una glorificación de la guerra estadounidense en Vietnam. Fini se empeñó en entrar, se enzarzó en una pelea y recibió unos golpes. Ese mismo día, dice, decidió ingresar en la organización juvenil del MSI, Joven Italia, después reconvertida en Frente de la Juventud.
En una organización sobrada de matones violentos y escasa de talento, Fini se convirtió rápidamente en el intelectual. Se licenció cum laude en Psicología y en 1977 ingresó en el comité central del MSI. A los pocos meses, el viejo líder del fascismo posbélico italiano, Giorgio Almirante, le nombró secretario general del Frente de la Juventud. Y entró como redactor en el Secolo d'Italia, el diario del partido. Desde entonces, cuando se le pregunta por su profesión responde que es periodista.
Fini seguía participando en las reyertas callejeras y los enfrentamientos con la policía y con los comunistas que constituían la mayor parte de la "actividad política" del MSI (la del 7 de enero de 1978 en Roma, con un muerto, le valió el reconocimiento de los duros), pero sentía una afición por el parlamentarismo que le distinguía de sus compañeros. Era ya diputado, con 31 años, cuando el 6 de septiembre de 1987, en una fiesta del partido, Almirante presentó en público a Fini con estas palabras: "Éste será mi sucesor". Ese mismo año, en diciembre, se hizo con la secretaría general del partido frente al tradicionalista Pino Rauti.
En 1988 se casó con Daniela, también militante misina, y forjó una alianza con Jean Marie Le Pen para las elecciones europeas de 1989. Los resultados fueron malos y Fini perdió el mando del partido frente a Rauti. Pero recuperó la secretaría general en 1991, en plena crisis institucional italiana, e intuyó el futuro mejor que sus rivales: apoyó al presidente Cossiga, apoyó a los fiscales de Manos Limpias (mientras le fue útil) y, sobre todo, estableció relaciones con un magnate llamado Silvio Berlusconi, conocido como principal financiador del partido socialista de Bettino Craxi. Cuando Fini se presentó a las municipales en Roma, Berlusconi le apoyó con palabras y hechos. Fini perdió frente a Francesco Rutelli, pero obtuvo el 46,9% de los votos: la marginalidad había pasado a la historia.
En 1994 Berlusconi alcanzó la presidencia del Gobierno y Fini y sus misinos volvieron a pisar palacios ministeriales, por primera vez en medio siglo. Al líder de la ultraderecha sólo le faltaba adaptar el partido a la nueva imagen respetable que había construido para sí mismo, y lo consiguió en 1995: el MSI se convirtió en Alianza Nacional, una formación liberaldemocrática y europea, articulada sobre el lema "autoridad y libertad", de la que huyeron los más ultramontanos y que atrajo, en cambio, un puñado de huérfanos de la colapsada Democracia Cristiana.
Fini, un fumador astuto y de humor ácido, se dedica desde entonces a conseguir en el mundo lo que ha conseguido en Italia: homologación democrática. Es capaz de encajar sin pestañear las situaciones más ridículas. En Tokio, durante un acto oficial, su traductor confundió el verbo hablar por cantar y, sin dudarlo, Fini se levantó al final del banquete y entonó la canción Quel mazzolin di fiori.
Cuando al fin, el año pasado, logró ser invitado a Israel, proclamó que las leyes raciales fascistas habían sido "un mal absoluto". La prensa simplificó un poco y proclamó que Fini había calificado el fascismo de "mal absoluto". A él le fue bien: era el paso definitivo. Muchos anunciaron su baja del partido, pero, atados a la comodidad del despacho en el ministerio y el coche oficial, pocos cumplieron la amenaza. Cuando defendió el derecho de voto de los inmigrantes nadie se extrañó. Fini había completado la metaformosis y era un centrista de toda la vida.
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