Mar adentro y tierra de por medio
Desde que parece que no va quedando ningún gran relato al que apelar de forma conjunta, la prescripción de un debate público se ha ido convirtiendo en la mejor solución para todos los problemas sociales. Y nada peor le puede pasar hoy a un pensamiento que ser único, nada más perjudicial a una postura que parecer unilateral, nada peor a un discurso que ser acusado de incompleto o de excesivamente parcial.
En pocos sitios ha sido más evidente el descenso de la autoridad del relato sacro y el ascenso correlativo del prestigio del debate público que en los asuntos relacionados con la práctica de la medicina. El antiquísimo monopolio del que gozaba la corporación médica para definir a su antojo la naturaleza de sus relaciones con la población fue mermando en las últimas décadas gracias a un proceso de conversión del paciente en ciudadano que aún perdura. Ello dio lugar incluso al nacimiento de una nueva disciplina, la bioética, que pretende aglutinar y dirigir el debate en lo que se refiere a un campo en el cual los últimos tiempos han visto llegar numerosos cambios legales.
Los expertos en bioética reclaman el privilegio de conformar a su gusto el debate sobre la eutanasia
En esta situación de respeto por el debate en que nos encontramos, los viejos custodios de los tabúes no pueden ya acusar a casi nadie de herético. Por eso los nuevos defensores del statu quo en materias médicas no se presentan hoy como los garantes de la intangibilidad de unos dogmas, sino como los vigilantes de la pureza del debate. Las viejas herejías son ahora simplemente aportaciones incompletas, o bien no lo suficientemente oportunas, informadas o pertinentes. Y es fácil ver que, a fin de simplificarse esta tarea, nada resulta más recomendable para los nuevos aspirantes a custodios que haber convertido previamente una discusión en algo blando, espeso, viscoso y complicado, que no está dispuesto a perdonarle a nadie ninguna distinción por sutil que ésta sea, y donde de la continua introducción de complicaciones terminológicas y de la sobrecarga de información se espera que sustraigan toda la alegría a la participación.
Es un triste hecho que la discusión sobre la eutanasia tiene pocos asuntos rivales a la hora de presentarse como la mayor víctima de esa estrategia que busca hacer imposible el debate en nombre del debate. Puesto que el derecho del ciudadano a la gestión de su cuerpo, de su vida y de su muerte es una de la que más profundamente desafían al statu quo médico y legal, en ella han desplegado los expertos todo su arte de atrincheramiento. Y las distinciones terminológicas -entre eutanasia, ortotanasia y distanasia, por ejemplo-, y las clasificaciones atormentadas -que permiten diferenciar entre la eutanasia directa activa involuntaria y la eutanasia indirecta pasiva no voluntaria, por poner otro ejemplo-, junto al manejo de estadísticas de lo más problemático, han acabado convirtiendo esta cuestión, al igual que la de las drogas, que le es tan próxima en tantos aspectos, en un verdadero campo de minas teórico al cual, no obstante, los especialistas no dejan de tener la desfachatez de invitar continuamente a participar a los ciudadanos y de recriminarles su conducta si prefieren dedicarse a otros menesteres menos complicados.
En esto llega un cineasta, Alejandro Amenábar, y hace una película sobre la vida y la muerte de Ramón Sampedro. Parece que lo mínimo que se puede decir de ella es que vuelve a plantear el problema de la eutanasia, pues los periódicos hablan del asunto a raíz del filme. Algunos parlamentarios creen conveniente crear una comisión. Parece incluso que los numerosos espectadores de la película deben formarse inevitablemente una opinión, más o menos perpleja, respecto a la petición principal de su protagonista.
Pero ni siquiera eso quieren concederle los expertos en bioética atrincherados en su guerra de posiciones, pues resulta que ello es verdad sólo a medias, a tenor de lo que afirman los que se consideran dueños del debate sobre la eutanasia. El reproche fundamental al filme que se oye en estos ambientes -y que resulta muy bien formulado en el artículo Mar adentro: las otras orillas publicado por Pablo Simón en este periódico (véase EL PAÍS del 12 de octubre de 2004)- pasa por señalar, como no podía ser de otra forma, que la película hurta a los españoles lo esencial de la cuestión de la eutanasia, al centrarse en algo emotivo y que los especialistas ya han dado por superado hace años, y no profundizar en aspectos algo más complicados, pero que resulta que son los que hoy preocupan a estas personas: la influencia que podría tener en el arte médico la colaboración en la práctica de la eutanasia y las posibles consecuencias sociales que tendría legislar sobre el asunto, ejemplificadas por Simón en el olvido por parte de Amenábar de esos "1.000 casos anuales de eutanasia sin petición expresa del paciente de la experiencia holandesa de la década de 1990 y que deberían alertarnos a este respecto".
¡Vaya! Sí que le faltan personajes en la película y en qué superproducción podría ésta haberse convertido. Merece la pena señalar, sin embargo, que en la historia de un enfermo crónico no hospitalizado que quiere morir, no es necesario que tenga un papel crucial ningún profesional de la medicina, y que, de hecho, no tuvo ninguno en el caso de Ramón Sampedro; y que la referencia a 1.000 muertos anuales holandeses sin más aclaración resulta no sólo una apelación de lo más emotivo y escalofriante, sino del todo capciosa, aparte de rotundamente ajena al verdadero problema ante el que nos puso la vida y la muerte de Sampedro. La legislación española sobre el asunto no ha cambiado además desde la muerte de éste, por lo que su caso, a despecho de lo que preocupe o deje de preocupar hoy a los expertos en bioética, tendría ahora el mismo tratamiento legal.
Pero más importante que todas estas observaciones es que notemos que en el erizado, arrasado, torturado debate actual sobre la eutanasia, cuando un cineasta, y a través de los medios que le son propios, logra que el público se plantee abierta, crítica y seriamente la cuestión del derecho a disponer de la propia vida, la intervención de los expertos adopta necesariamente la forma de reclamar el privilegio de conformar a su gusto el debate y de una exigencia bien típica para superpoblar y retorcer el mismo. Lo que esto nos vuelve a mostrar es que mientras algunos pretenden ir mar adentro otros, una vez más, lo que de verdad quieren es poner tierra de por medio.
Víctor Méndez Baiges es profesor de filosofía del derecho en la Universidad de Barcelona y autor del libro Sobre morir: eutanasias, derechos, razones.
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