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Reportaje:

La bella locura de La Fenice

La ópera vuelve estos días a La Fenice. "Donde estaba, como estaba", ésa fue la consigna para reconstruir el teatro veneciano tras el incendio de 1996. El escritor y melómano italiano Alessandro Baricco recrea esta obra faraónica que califica como "una bella locura".

Alessandro Baricco

Bien. Como es bien sabido, el 29 de enero de 1996, el teatro de La Fenice, en Venecia, desapareció engullido por un incendio colosal. Fue un duro golpe. Para quienes aman la ópera, ésa era una de las cuatro o cinco salas más importantes del planeta. Y ardió como una cerilla. Ahora sabemos que fue un incendio provocado. La empresa de electricistas que estaba trabajando en el nuevo sistema antiincendios (figúrate) provocó el accidente porque no era capaz de acabar el trabajo antes de una fecha determinada, y ésa era una manera de posponer el asunto sin pagar una cláusula penal que les habría arruinado. Hay que decir que probablemente imaginaban algo más pequeño, un pequeño incendio limitado, alguna llamita. Les salió mal. Nadie logró detenerlo, y el teatro se hizo humo, literalmente.

En Venecia reaccionaron con compostura. "Donde estaba, como estaba", decretaron, dando por descontado que a partir del día siguiente se habrían puesto a reconstruirlo. "Donde estaba, como estaba" era un lema inventado años antes en circunstancias semejantes: en 1902 se derrumbó el campanario de San Marcos (sin la ayuda de electricistas, lo hizo todo él solito: ya no podía más) y se abrió un debate sobre qué hacer. Resultado: reconstruirlo idéntico al de antes y en el mismo lugar. En ese caso, como por otra parte también en el de La Fenice, el asunto olía a sentido común, y pragmatismo véneto. A lo mejor, durante un instante, puedes soñar con llamar a un arquitecto japonés y hacer que te construya algo futurista sobre una isla artificial en medio de la laguna. Pero luego es bastante obvio que abandonas la idea y sólo intentas no provocar demasiados daños. Y la solución más lógica es, efectivamente, volver a poner todo en su sitio, igual que antes. Tiene todo el aspecto de ser una solución de puro sentido común: me ha fascinado descubrir que, en cambio, es el alegre ingreso en una locura. Intentaré explicarlo.

Lo que de verdad significa "como estaba, donde estaba" sólo lo entendí cuando me invitaron a dar una vuelta por la obra de la reconstrucción. Allí dentro estaban en la recta final. Estaban trabajando en las decoraciones. Paso por alto la emoción de regresar a aquella sala como si mientras tanto no hubiera sucedido nada: extraña acrobacia del alma. Y en cambio no paso por alto el hecho de que, en un momento determinado, me encontré en un vestíbulo, de ésos por los que pasas distraídamente con una copa en la mano, durante el intermedio, buscando un espejo para comprobar si se te ha torcido la corbata. Allí encuentro a dos artesanos trabajando. Están haciendo las decoraciones de estuco, en las paredes. Arabescos y animales. Pájaros, para ser más exactos. Los están haciendo de nuevo: como estaban, donde estaban. Es decir, que si tenían el pico hacia la izquierda, los vuelven a hacer con el pico hacia la izquierda. Si la pata estaba algo levantada, hacen la pata levantada. Es importante aclarar que, ateniéndonos a la realidad de los hechos, uno puede ir al teatro durante años, a ese teatro, y nunca verá esos pájaros: no se da cuenta de que existen, son decoraciones que no entran nunca en la retina y en la memoria. A menos que alguien te coja el cráneo y te lo parta sacudiéndolo precisamente contra aquellos pájaros, tú nunca verás los pájaros. Pero ellos los vuelven a hacer iguales. Como estaban, donde estaban.

Naturalmente, acabas por preguntarte cómo saben dónde estaban y cómo estaban. Fotografías. Sólo que, evidentemente, nadie se tomó nunca la molestia de fotografiar los pájaros, habría sido como hacer un retrato a Marilyn Monroe fotografiándole una uña de los pies pintada. Por tanto, las fotos, cuando salen bien, reproducen toda la habitación, y tú, con la lupa, vas a ver si aquel pájaro, allí, en aquel rincón, tiene la pata hacia arriba o hacia abajo. ¿Y si no hay foto? Preguntar a los que habían pasado por allí es inútil. ¿Pájaros? ¿Qué pájaros? Entonces puedes leer lo que ha dejado el incendio: una sombra, unos restos ennegrecidos, una esquirla. Aquella mañana, cuando acabé en aquella habitación, el estucador jefe (un genio en su campo) acababa de terminar de leer detritos de ese tipo, logrando deducir, a partir de una sombra dejada por las llamas, que los pájaros de ese panel eran halcones, deducción hecha a partir de las dimensiones de las patas, patas robustas, de ave rapaz. No hay foto, el fuego lo devoró todo, pero ahora él está allí haciendo un pico de halcón, como estaba y donde estaba, porque una sombra de una pata le ha desvelado el secreto.

Entonces uno pensaría que esos pájaros tienen, en cierto modo, un valor artístico único, que deben ser salvados. Puedo decir con toda tranquilidad que no es así. En sí mismos, esos pájaros tienen el valor artístico de las aplicaciones de raíz de nogal que podemos encontrar en los salpicaderos de los coches. Adornos. Y ni siquiera geniales, o revolucionarios, o de algún modo significativos. ¿Queréis saber toda la verdad? Los pájaros que se quemaron con La Fenice eran, a su vez, copias. Es una historia absurda, pero es cierta. La última vez que reconstruyeron la Fenice, en 1854, después del enésimo incendio, tuvieron la idea de construir un teatro dieciochesco, cien años después. Algo tipo Las Vegas. Tomaron un teatro dieciochesco y lo copiaron. Por lo que, para ser exactos, aquella mañana, aquel artesano, ante mis ojos, estaba haciendo la copia de un pájaro que era una mala copia de un pájaro que sí era un original, al menos hace 200 años. Y fue allí donde sentí llegar el aroma de la locura.

Cuando me di cuenta de que más o menos la misma historia de los pájaros valía también para las lámparas, las pinturas, los espejos, los suelos y todo lo demás, entendí que no estaba paseando por un teatro, sino por un cuento de Borges. Con un cuidado casi enfermizo, algunos humanos geniales gastaban un número tremendo de horas usando un saber técnico perfeccionado durante siglos, con el único fin de alcanzar un objetivo aparentemente loco. Era suficiente para investigar. Y entonces acabé en el departamento de dorados.

Así están las cosas: si queréis dorar algo, podéis sumergirlo en un baño de oro, y eso es lo que hacen en Las Vegas. O queréis hacerlo exactamente como lo hacían en 1854, y entonces lo que usáis son impalpables panes de oro tan grandes como un posavasos: uno a uno, durante horas, los dejáis caer sobre la superficie que queréis dorar. Imaginad que doráis así vuestra bañera: una eternidad. Bueno, éstos han dorado La Fenice. Entonces pensé que ese gesto era de veras un gesto que quería disfrutar por completo, de principio a fin. Y pregunté: ¿pero quién hace estos panes de oro? Una semana después estaba en casa de Giusto Manetti.

Giusto Manetti ya no está, pero era un tipo que en 1820 se puso a hacer oro en panes. En Florencia. Después de cinco generaciones, todavía están allí, con el mismo apellido y un saber acrisolado en el tiempo hasta la perfección. Prácticamente, si el juego consiste en reducir un lingote de oro a una lámina tan ligera como un mosquito, ellos son, en ese juego, los mejores del mundo. Hay un alemán al que no se le da mal, pero en resumidas cuentas, los mejores son ellos. He ido a sus laboratorios porque no he logrado ir a las minas de oro: pero la idea consistía en reconstruir una locura de principio a fin. Como un viaje. ¿Listos para partir? Pues bien, la mina, desgraciadamente, sólo podéis imaginarla. Pero imaginadla (Rusia o Suráfrica). Después os trasladáis al taller de Manetti, Florencia, Italy. Un crisol que contiene, friéndose, una aleación de oro, plata y cobre: las proporciones son, evidentemente, resultado de décadas de experimentos. Lo mismo vale para los tiempos de fusión y hasta para el tiempo que tiene que dedicar el hombre que vierte el oro fundido en el molde que lo espera. Verter. Enfriar. Chisporroteo. Lingotito, a menudo de un centímetro, tan grande como una tableta de chocolate. Lo hacen pasar por un rodillo. El lingote pasa una vez, dos, diez, y cada vez pierde una pizca de espesor y gana en longitud. Al fin tenéis una tira de oro de varios metros de largo y tan gruesa como una tarjeta de crédito. La cortan en muchos cuadraditos. Luego toman cada cuadradito y empiezan a martillearlo: cinco golpes y vuelta, otros cinco golpes y vuelta, y así sucesivamente. Ahora lo hace una máquina, pero los que la manejan son los mismos que no hace muchos años lo hacían a mano. Cinco golpes y vuelta, cinco golpes y vuelta, etcétera. Se necesita una paciencia bestial, pero al final el cuadradito se convierte en un cuadrado tan grande como un posavasos. Sobre todo, es más sutil que nada. Entonces los controlan uno a uno, los cortan, tiran los que han salido mal, y los buenos los llevan a una habitación donde cuatro señoras los cogen uno por uno, con una pinza de madera, y los extienden sobre una hojita de papel. Son tan finos que, para extenderlos bien, las mujeres soplan sobre ellos; si los tocaran con las manos, lo estropearían todo. La última señora confecciona los "libritos", es decir, 25 panes de oro encuadernados. En el papel del paquete están las típicas medallas de la exposición universal. Y escrito en grande: "Giusto Manetti, Florencia". Tiempo transcurrido para convertir un lingote en una hojita: 10 horas, más 183 años haciendo lo mismo hasta no equivocarse más.

Tren. Transbordador. Venecia. Fenice. ¿Me seguís? Gente que ha estudiado durante años ese gesto coge el librito de hojas de oro, lo abre, coge una hojita, la apoya sobre una almohada de gamuza, la corta en cuadraditos del tamaño de un sello, los levanta con un pincel y por fin los aplica a los pasamanos de una barandilla, dorándola. Miráis la barandilla. Resplandeciente de oro. Eso, precisamente: demasiado brillante. Está claro que no brillaba así un dorado de 150 años; aquel día, antes de quemarse, no brillaba así. "Como estaba y donde estaba": la hacen más opaca. A mano, con un arte humilde y sublime, raspan el oro en algunos puntos con un aglutinante rojizo. Luego aplican con un pincel otros pegamentos que quitan un poco más de brillo. Y entonces, sólo entonces, después de todo este viaje, después del trabajo de todos esos ojos y manos y memorias, después de todo ese saber salvado del olvido de un mundo que ya no lo necesita, entonces, por fin, habéis conseguido lo que queríais: un trozo de barandilla "como estaba y donde estaba".

Siento haberme alargado, pero era necesario. No basta con mirar las barandillas y pensar: "Vaya, cuánto tiempo se habrá necesitado…". No. Hay que reconstruir exactamente todo ese tiempo, y ese saber, y ese gesto, para entender de verdad lo que está sucediendo allí dentro. Hay que entender la barandilla y luego, aunque sea terrible, imaginar el mismo proceso para las lámparas, los tejidos de las tapicerías, los mosaicos del suelo, aquellas dos estatuillas de allí, los dibujos del techo, los pájaros de yeso, y así sucesivamente, de decoración en decoración. Vertiginoso, ¿no? Sumad todo, y ahora escuchad: esto es sólo el estuche, las joyas son otra cosa. Todo este desmesurado trabajo se ha hecho sólo para hacer que el estuche sea elegante; las joyas son la música, el canto, el sonido de los instrumentos: la obra. Los pájaros de yeso son la uña pintada de Marilyn Monroe, y los dorados son la tacita que espera el café, y los mosaicos del suelo son las medias de rejilla que esa mujer se quitará cuando os ame. Decoraciones, oropeles, cosméticos. Pero cuando habéis acabado de hacerlos, aún no ha sucedido nada. En cierto sentido habéis producido la nada.

Una hermosa locura, ¿no? ¿No es Borges?

A partir de aquí, cada uno puede pensar lo que quiera. Y decidir si todo eso es una locura o algo sublime. ¿Puedo decir lo que pienso yo? Lo que pienso es que el único valor que tenían aquellos pájaros y aquellas barandillas, antes de quemarse, era el de llevar ahí un montón de tiempo. Por lo que eran valiosos era por los pasos que los rozaron, las manos que se apoyaron en ella, los sonidos que resbalaron por encima. Las miradas que no los vieron: porque en ellos estaba impreso un mundo que ya no existe. Su valor consistía en ser mudos barqueros entre nosotros y todo ese pasado, ese pasado nuestro. Una vez quemados, esa aura se perdió para siempre. Entiendo el dolor y la reacción instintiva, pero rehacerlos no salva nada. Es algo perdido, y nada más.

Una vez dicho esto, vi algo en aquella obra que me hizo pensar. Me vino a la mente Valéry. Él sentía una especie de nostalgia desgarradora por el mundo artesano. Decía que en el "paciente obrar" de los artesanos encontraba la proeza de la que era capaz la naturaleza cuando producía una perla o un fruto: "Obra preciosa de una larga serie de causas, una semejante a la otra". Y ya en sus tiempos podía decir: "El hombre actual ya no cultiva lo que no se puede simplificar o abreviar. Todas esas producciones fruto de un trabajo industrioso y tenaz han desaparecido, y ya ha acabado el tiempo en que el tiempo no contaba". Eso es. En aquella obra, mientras veía a esas personas, absurdas, que pasaban días dorando -Dios mío, dorando-, tuve la sensación de que no estaban salvando unas decoraciones, sino un modo de pensar el mundo. Estaban restaurando un tiempo en el que el tiempo no contaba. En el que la adecuación de los medios a los fines era una vulgaridad. En el que la optimización de un sistema productivo era una neurosis inútil y nada elegante. Otro mundo, si entendéis lo que quiero decir. El único mundo en el que puedes pensar en perder días haciendo un halcón que nadie verá nunca. ¿Tenéis presentes los adornos de las agujas de una catedral gótica? Cosas para los ojos de Dios.

Y pensé que, al fin y al cabo, incluso la música que tocarán allí dentro no es en el fondo tan distinta de los pájaros y de las barandillas. Pensad en el tiempo que hay detrás de cinco minutos de Traviata. El que eligió la madera para los instrumentos, los maquinistas que manejan los decorados, el que copió la partitura de Verdi, el apuntador, el que hace los vestidos, y Violeta, naturalmente, y en su voz, su maestra y la maestra de su maestra, etcétera, retrocediendo siglos. Qué enorme cantidad de tiempo, y saber, y paciencia. Artesanía. La locura de la artesanía. Así que aquel teatro al final me parece ecosistema único, compacto, maravillosamente coherente, que, sin ningún pudor, vuelve a prometer una lógica que ya no existe. Es como un parque natural, como la última madriguera de una raza extinguida.

Nos guste o no, estamos sumergidos en una civilización que ha hecho de la adecuación de los medios a los fines su propio ídolo. Nuestra religión consiste en poner en marcha sistemas en los que cada parte descarga energía al producto final, sin perder nada por el camino. Pensad en una cadena de montaje, símbolo algo anticuado pero que sigue siendo exacto: no debe desperdiciar nada, ni hombres, ni cosas, ni gestos, ni pernos, ni tiempo ni espacio. La locura de La Fenice -como muchas otras, por caridad- parece estar allí para recordarnos que también había otra posibilidad, caduca, pero en otro tiempo real. Sistemas que emplean una enorme cantidad de energía y tiempo para producir resultados sorprendentemente pequeños. Años para hacer una barandilla. Locuras, según nuestra lógica actual. Pero si lo piensas bien, eran sistemas que emanaban sentido a los lados y no a la llegada. Si reconstruyes la historia de la barandilla, entiendes que la barandilla es realmente poco, pero el mundo que se ha producido por el camino a partir del gesto que la hacía es inmenso. ¿Veis el modelo de desarrollo diferente? El tubo que pierde lleva poca agua al grifo, pero lo riega todo a su alrededor, y allí nacen flores, y belleza, o trigo, y vida.

Perdonad el sermón. Pero quería intentar explicarlo. Para decir que cuando entréis ahí, antes o después, lo recorráis a conciencia, y cuando encontréis los pájaros de yeso, sobre el muro, deteneos y miradlos. No están allí para que los miren, es verdad, pero miradlos de todas formas. Son una locura. Y son lo que queda de lo que ya no somos.

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