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Reportaje:III CONGRESO DE LA LENGUA ESPAÑOLA

Tensiones transatlánticas

A medida que las colonias americanas se emancipaban de España, la lengua parecía el elemento propicio para rehacer en el espíritu lo que se perdía en las instituciones: la unidad transatlántica del ámbito hispánico. Definir una raza es científicamente difícil y éticamente peligroso; una lengua expresa, en cambio, según la visión romántica fijada por Humboldt, una "visión nacional del mundo". Pero esa fórmula, lejos de solucionar el problema, fue la piedra de toque que generó el debate: ¿de qué nación se trataba: del conjunto de los hablantes del castellano -como quisieron, por ejemplo, Clarín, Unamuno y Maeztu- o de la inflexión peculiar que cada uno de los países americanos iba modulando en la lengua? Esta tensión, que atraviesa el siglo XIX, se hace patente con el modernismo, el primer movimiento literario de gran relevancia surgido en América Latina. Esta corriente, que renovó la poesía en lengua castellana entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX, representaba la aspiración de un grupo de poetas americanos a ganarse la sincronía, la contemporaneidad con las grandes literaturas europeas.

En el trasfondo de esta guerra por la posesión de la mejor lengua dentro de la lengua estaba la lucha entre el origen y el proyecto, entre la normativa y la heterodoxia

Aunque la empresa modernista no podía hacerse sino a partir de un conocimiento profundo de las formas y potencialidades del verso castellano, no es menos cierto que una parte de sus fuerzas iban dirigidas contra la resistencia a la modernidad con la que América identificaba a España. El argentino Leopoldo Lugones realizó un esfuerzo hercúleo para demostrar, en El payador (1916), que el castellano argentino era una lengua más viva e incluso más pura que la peninsular -pureza romántica opuesta, aquí, a corrección normativa-, por haberse desgajado de ésta antes de la "latinización" del siglo XVI y de la sujeción a las normas académicas: "Nuestro castellano, menos correcto que el de los españoles, aventájalo en eficacia como instrumento de expresión, al resultar más acorde con las exigencias de una vida más premiosa: que tal, y por la misma exigencia ineludible del progreso, fue, desde la conquista, la vida americana".

El líder y poeta principal del modernismo, el nicaragüense Rubén Darío, anota en su autobiografía, escrita hacia 1913: "Yo hacía todo el daño que me era posible al dogmatismo hispano, al anquilosamiento académico (...) y ponía a más raros de Francia, de Italia, de Inglaterra, de Rusia, de Escandinavia, de Bélgica y aun de Portugal, sobre mi cabeza". No era una novedad: en la literatura poscolonial de la América española aparece la urgencia por buscar nuevas fuentes de influencia. Basta ojear las obras del argentino Sarmiento para seguir el curso de este movimiento: "Tenemos que ir a mendigar a las puertas del extranjero las luces que nos niega nuestro idioma", escribía en 1842. Y, aún, treinta años más tarde: "La lengua de Cervantes es un viejo reloj rouillé, que está marcando todavía el siglo XVI". Unamuno, con su grave sarcasmo, convirtió sus elogios a Sarmiento en un arma contra la propia causa del soberanismo intelectual rioplatense: dijo del autor de Facundo que fue "el mejor escritor español del siglo XIX", pues si escribía en castellano era español, y si hablaba mal de España lo era más aún. Hacia 1876 un compañero de generación de Sarmiento, Juan María Gutiérrez, creó casi un conflicto diplomático con España al rechazar el diploma de correspondiente que le ofrecía la Real Academia: "Aquí, en esta parte de América", argumentó Guitérrez, "poblada primitivamente por españoles, todos sus habitantes, nacionales, cultivamos la lengua heredada (...) pero no podemos aspirar a fijar su pureza y elegancia...".

Los campos intelectuales de España y de América Latina parecían tener signos magnéticos opuestos o, como mínimo, cambiantes: había una apariencia de atracción y afinidad, pero también, soterradamente, rechazo y oposición. Todavía hacia 1950, Borges -que heredó de Lugones, entre otras cosas, el nacionalismo literario- reaccionaba con violencia contra las dudas expresadas por Américo Castro acerca de la corrección del castellano rioplatense: "Tengo gratísimos recuerdos de esos lugares [de España]; no he observado jamás que los españoles hablaran mejor que nosotros. (Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda)".

En el trasfondo de esta guerra sorda por la posesión de la mejor lengua dentro de la lengua se hallaba la lucha entre el origen y el proyecto, entre la normativa y la heterodoxia: como América -y el Cono Sur en particular- carecía de pasado, la esencia de su legitimación estaba en el futuro: todo su patrimonio intelectual radicaba en su horizonte de expectativas. España, en movimiento simétrico, se sentía llamada a cuidar la continuidad de una tradición en cuyo espejo encontraba su identidad irrenunciable.

Este paralelismo se trastoca a partir de las vanguardias de los años veinte y de los diversos exilios de ambas partes: no es fácil decidir si el Vicente Huidobro de El espejo de agua (un libro escrito en París) es más moderno que el Federico García Lorca de Poeta en Nueva York; o si Luis Cernuda no produce, desde su destierro británico, desgarros tan sublimes como los del César Vallejo de Trilce. En todo caso, parece que hoy el lugar de encuentro está, precisamente, en la hibridación: el poeta americano y el español quizá no pueden ya reunirse en el cultivo de una idiosincrasia compartida, sino en alguna de las múltiples intersecciones que puntúan una búsqueda estética legítima.

Un afuera común en el que no existan ni los paternalismos recién adquiridos ni la ilusión de que, para citar a Eliot -un poeta de la otra América, de quien un equivalente a Unamuno podría haber dicho que fue el mejor poeta inglés del siglo XX-, se puede desarrollar un talento individual que no esté arraigado con firmeza en la tradición, cualquiera sea la genealogía adoptada.

Pues sigue siendo válida hoy la lección de que, en nuestro tiempo, la tradición, igual que la modernidad, no es un conocimiento infuso que se pueda rechazar como un gesto de afirmación: es, por el contrario, una trabajosa conquista, no menos larga que la vida entera de un poeta.

Edgardo Dobry (Rosario, Argentina, 1962) es autor del libro de poemas Cinética (Dilema).

Ilustración de Tullio Pericoli.
Ilustración de Tullio Pericoli.

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