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Columna
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El nombre de las cosas

El rebote agarrado por Maragall a causa de la entrega por el presidente del Gobierno en Bruselas de dos versiones idénticas de la Constitución Europea -bajo los epígrafes diferentes de la Comunidad Autónoma de Cataluña y de la Comunidad Autónoma de Valencia- partió seguramente de una expectativa falsa: la infundada creencia de que la previa aceptación por la Generalitat de la traducción del tratado realizada bajo los auspicios del Gobierno valenciano recibiría como premio la presentación por Zapatero al Consejo Europeo (junto a los textos en euskera y gallego) de un solo ejemplar de esa versión unificada. El incidente muestra el serio peligro de que los partidos y las instituciones estatales bajo su control creen envenenados conflictos artificiales al inflamar pasiones nacionalistas y meter en un mismo saco lengua, política, historia y cultura.

La primera declaración del presidente de la Generalitat no sólo lamentaba el "despropósito"de que Zapatero hubiera presentado dos copias idénticas de una misma versión bajo los nombres diferentes de catalán y valenciano sino que anunciaba también un recurso ante los tribunales. Al día siguiente, sin embargo, Pasqual Maragall renunciaba a la idea de judicializar la discrepancia, tal vez por la inexistencia de cauce procesal adecuado. Los socios del PSC en el Gobierno tripartito siguieron durante algunos días pujando al alza de manera hiperbólica en la subasta de los agravios patrióticos y del honor ofendido; Carod-Rovira ha llegado incluso a sugerir la posibilidad de que ERC retire su apoyo en las Cortes Generales a los Presupuestos Generales del Estado presentados por el Gobierno socialista. Parece que finalmente la sangre no llegará al río y que terminará por imponerse el buen sentido tanto en las filas del PSC como entre sus aliados en la Generalitat.

El presidente del Gobierno se limitó en Bruselas a buscar una solución constitucional adecuada para satisfacer las aspiraciones europeas de aquellas comunidades autónomas cuyos Estatutos establecen la vigencia de una segunda lengua oficial -además del castellano- dentro de su territorio. Por supuesto, la pretensión de que los centros de decisión de la UE dispongan de versiones de la Constitución Europea en esas lenguas co-oficiales es legítima políticamente; ahora bien, las comunidades autónomas no son titulares de un supuesto derecho constitucional que obligue al Gobierno central a dar ese paso, abstracción hecha de que el artículo 3 de la norma fundamental ampare la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas españolas como patrimonio cultural acreedor de especial respeto y protección. La decisión de Zapatero se atuvo a los dos primeros parágrafos de ese precepto constitucional, que concede al castellano el rango de lengua oficial del Estado y otorga a las demás lenguas españoles la condición de co-oficiales en las comunidades autónomas correspondientes "de acuerdo con sus Estatutos". Pero territorio y lengua, política y cultura, Estado e historia no se solapan necesariamente. De un lado, el mismo idioma puede ser la segunda lengua oficial en varias comunidades autónomas: el euskera es la lengua propia de Euskadi y también de "las zonas vascohablantes" de Navarra; el catalán está compartido estatutariamente como lengua oficial por Cataluña y Baleares. De otro lado, un mismo idioma -el catalán- ha recibido nombres diferente en las disposiciones legales de dos comunidades: así, el Estatuto de Valencia declara que sus idiomas oficiales son "el valenciano y el castellano".

¿Por qué esa discrepancia terminológica si los lingüistas reconocen de forma prácticamente unanime que la lengua hablada y escrita en las comunidades de Cataluña, Valencia y Baleares es la misma, pese a sus diferencias dialectales? El castellano recibió su nombre del Reino medieval donde se forjó; esa denominación acompañó luego a la lengua hablada por la mayoría de los habitantes del resto de España y de la mitad de América. El inglés siguió idéntico proceso en el Reino Unido, América y Oceanía. Resultaría obligado aplicar el mismo criterio terminológico al catalán, que se extendió desde el Principado a las islas Baleares y a Valencia; las únicas razones para no hacerlo son exclusivamente políticas: el temor de una parte de la sociedad valenciana al irredentismo de los países catalanes, que asocia lengua y territorio al estilo del nacionalismo vasco.

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