Lógica narrativa
Las buenas novelas hacen plausible todo lo que sucede dentro de su territorio de ficción, incluso si en el mundo real resulta inverosímil. Cuando Remedios la Bella desaparece volando con una sábana, el lector de Cien años de soledad no tiene dificultad para creerlo, porque en Macondo esas cosas son normales. Sin embargo, el Londres realista de Dickens no admite escenas así. Esto se debe a que el engarce de las palabras da lugar a un automatismo de significados que se llama "lógica narrativa".
Hace ya tres décadas, tras la dictadura, hubo que adaptar este país a la realidad europea de la que las circunstancias históricas lo habían alejado. Entonces, los partidos que tradicionalmente luchan entre sí por la obtención del poder redactaron en comandita una nueva Carta Magna para España, así como Estatutos para las diferentes comunidades autónomas. La izquierda y la derecha tienen opiniones contrarias en casi todo y, como aquellos sesudos varones pertenecían a ambas tendencias, prefiero no imaginar el tira y afloja que tuvo lugar en sus reuniones antes de que se pusiesen de acuerdo sobre el texto definitivo. Las hemerotecas indican que hubo consenso y, un día, nuestros padres constitucionales parieron Constitución y Estatutos. Aquellas páginas tan áridas, que casi nadie ha leído, poseen también una lógica narrativa en la que las palabras significan lo que dicen, no lo que algún insensato pensó que querían decir. Lo malo es que las novelas pueden gustar o no gustar, pero las leyes están para acatarlas.
Veamos dos ejemplos: en lo relativo a la Constitución, los antiguos izquierdistas olvidaron sus exigencias laicas y aceptaron el contrasentido de que en el artículo 16, párrafo 3º, el Estado español se declarase "aconfesional" -es decir, neutro- pero al mismo tiempo dispuesto a "cooperar" con la Iglesia católica. Fue una derrota en toda regla, pues ambas cosas no se compaginan. El resultado de aquella tibieza frente al poder secular de las sotanas es que los españoles laicistas han financiado desde entonces a una gente cuya ideología no les merece respeto alguno y que no duda en torpedear con dinero público los proyectos democráticos, como hacen los obispos en la actualidad con el matrimonio homosexual o la enseñanza optativa de la religión en las escuelas.
El segundo caso de flaqueza verbal sucedió en esta comunidad autónoma cuando los socialistas de Joan Lerma estaban en el poder. Con tal de acallar la murga callejera de los trogloditas locales, que odian a Cataluña, aceptaron la insensatez de plasmar en el Estatuto que la lengua de aquí es el valenciano, no su denominación académica universal, el catalán. Fue algo tan absurdo como si los irlandeses afirmasen que hablan el irlandés o los parisinos el parisién. Acto seguido, el sector más inculto de valencianismo inició un cisma lingüístico que aún colea. La prueba es el divertidísimo chiste de esas dos traducciones "idénticas" de la futura Constitución europea que Zapatero presentó el otro día en Bruselas, una en valenciano y otra en catalán. Mal que le pese al socialista Maragall, lo escrito, escrito está y tiene su lógica narrativa. ¿Quién les mandó regalarle armas al adversario, si saben que siempre las utiliza?
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