El mar
He seguido por la prensa, audiovisual o escrita, las diversas visitas de Arturo Pérez-Reverte a la provincia de Cádiz con motivo de la promoción de su última novela sobre la batalla de Trafalgar. Le he visto recorrer un museo lleno de cuadernas apulgaradas ponderando las dimensiones de los buques de antaño y dibujar sobre el horizonte, desde un promontorio en la playa, la disposición de las escuadras nacionales, aliadas y enemigas en aquel fatídico día de 1805. No he leído la novela, pero me consta por otras de las suyas y por los comentarios que sobre ésta he ido recogiendo en un lado y otro que Pérez-Reverte se maneja con maña en ese arriesgado lance que es trasladarse a épocas remotas sin convertir a sus personajes en maniquíes de anticuario, libre de complejos de modernidad y del tufillo didáctico que a veces arruina las recreaciones históricas. Con ese curioso malhumor que hace parecer que la gente se equivoca sólo con el exclusivo fin de fastidiarle, en sus declaraciones el escritor murciano denuncia el olvido en que el mundo de la cultura ha hundido (y el verbo nunca viene más a propósito) este capítulo esencial de nuestro pasado y la escasez de monumentos conmemorativos con que cuenta, inclusive literarios. Mientras le seguía en un reportaje de televisión en un paseo frente al campo (o el mar) de batalla, asistía a su amarga exigencia de que los gobiernos erigieran allí una columna, una placa o lo que fuese que salvase el acontecimiento de ese otro océano mucho más inmenso que es el olvido; y le oía lamentarse de que, mientras la literatura inglesa ha incidido en diversas páginas sobre esa carnicería de nuestra memoria común, la española la ha dejado huir en un mortal silencio, lo cual es injusto. Creo que Reverte obviaba a Galdós, pero por demás su queja resulta apropiada. No hay almirantes ni piratas ni grumetes en nuestra épica.
Las acusaciones del autor de Cabo Trafalgar me llevaron, como la marea, un poco más lejos, y pronto me encontré pensando en la extraña ausencia del mundo de la navegación dentro de nuestra cultura. No es que escaseen las obras que aborden ese combate mítico en que confluyeron Churruca y Nelson, sino que resulta francamente dificultoso dar con cuadros, novelas y hasta poemas que de un modo directo, y no por puro tópico, estén dedicados a los barcos en España. Es curioso que ni Portugal ni nosotros, naciones que en el pasado vivíamos del mar que conectaba las posesiones de la otra orilla con la metrópoli, hayamos desarrollado una literatura naval tan potente como la que alumbraron los anglosajones, auténticos campeones del género. Uno rememora aventuras sobre las olas y automáticamente se ve abocado a Stevenson, a Conrad, a Melville; en casa sólo puede consolarse con aproximaciones tibias de Pío Baroja. En fin, ¿dónde está la gran novela sobre la derrota en Cuba y el enfrentamiento de nuestra armada contra la de Estados Unidos? ¿Por qué Cervantes no reservó una dosis de su genio para retratar la vorágine de Lepanto? Supongo que en el fondo los españoles nunca hemos sido muy amigos del mar, sino meros socios: y que esas ausencias delatan el talante acomodaticio de un pueblo que renuncia a los imperios por no alejarse de la camilla. Nuestro héroe es Don Quijote, que viajaba en un jamelgo, y no Ulises.
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