La independencia del catalán
El reciente informe del Institut d'Estudis Catalans sobre el uso del catalán, en especial su uso social, llega a unas consecuencias pesimistas que eran bastante evidentes incluso antes de conocer el informe. No hay duda respecto a las dificultades para mantener el catalán vivo y operativo en todos los campos, superando su lento pero continuo aislamiento en reductos minoritarios -desde la especificidad de la literatura hasta las persistencias fuera de lo urbano y lo industrial-, sometido a la presión de un español oficial, potente y expansivo, y a las exigencias de una comunicación más extensible. No hay duda de que la defensa del propio idioma -en la afirmación y en la unidad, en el uso generalizado- es una de las obligaciones fundamentales de cualquier país, sobre todo cuando se encuentra en situaciones desfavorecidas en este aspecto como son los Países Catalanes. Hay que reconocer muchos esfuerzos positivos y encomiables: la televisión, la prensa, la enseñanza, la normalización en algunos usos públicos y administrativos. Pero, por lo visto, los buenos resultados obtenidos no alcanzan a cambiar radicalmente el uso social en el que el castellano se ha infiltrado desde hace muchos años de manera quizá irreversible porque a la Administración y a la política les faltan instrumentos para un cambio sustancial que en realidad está en manos de una sociedad que parece poco empeñada en ello. Es un problema grave dentro de los que plantea la afirmación -y la traducción política- del catalanismo y de la identidad nacional que se quiere defender. El catalán ha sido, es y será siempre un testimonio fundamental de esta identidad.
A la larga, la soberanía política, económica y cultural será el único camino para la salvaguarda del catalán
Pero hay el peligro de que esta realidad pesimista se traduzca a un pesimismo de mayor escala. Por ejemplo, hace poco, en una tertulia radiofónica, un escritor importante y altamente reconocido llegó a insinuar que el tema de la lengua era tan importante que si no se lograba su supremacía, ya no valía la pena defender los gestos políticos del catalanismo, ya no tenían sentido los esfuerzos en otras direcciones para defender a Cataluña como nación. Con una lengua sometida, no había argumentos para reflotar Cataluña. Se podía ser, desde aquí y con igual validez, patriota chino o croata. Es decir, no había otros intereses que defender ni justificación para su defensa.
Este argumento tiene un fallo: suponer que sin lengua propia y diferente no puede existir una nación, lo cual no es cierto ni en la teoría ni en la realidad histórica. La aceptación fatalista de la decadencia del uso social del catalán no puede ser una excusa para abandonar la exigencia nacional de Cataluña. Hay que aceptar, en cambio, que esta decadencia es la muestra evidente de los fallos de un catalanismo que no ha sabido defender, desde su propia sociedad, su mayor testimonio diferencial, un hecho cultural cuya confirmación nos obliga directamente o, en algunos aspectos, exclusivamente. Es cierto que no puede haber un catalanismo operativo que no se plantee la posible solución de este problema, pero, si se confirman las malas perspectivas del informe del Institut, no debemos utilizar ese fracaso como un argumento contra los esfuerzos de seguir reclamando, más que nunca, soberanía, autodeterminación, independencia en las decisiones políticas, económicas, sociales, culturales, educativas. El idioma cuenta mucho, pero una nación es más que un idioma, a pesar de los fracasos sectoriales.
Al argumento hay que darle la vuelta. Primero hay que reconocer que la Generalitat y los ayuntamientos, dentro de la limitada autonomía, han intentado diversas formas de apoyo al catalán que han dado resultados positivos, aunque no sean suficientes en el uso social cotidiano. Se vaticinan decadencias radicales. Cada día hay más ciudadanos que aprenden y conocen el catalán, aunque luego no lo utilicen con normalidad. Los gobiernos propios, por tanto, no logran concienciar en este sentido a una sociedad tan compleja, cambiante, renovada, a menudo mestiza, supeditada a un bilingüismo asimétrico. Una solución sería lograr esa concienciación, es decir, reforzar la identidad colectiva, quizá subrayando la utilidad de los beneficios que alcanzar en términos reales, prácticos y comunicativos, en el caso de que, efectivamente, estos beneficios fuesen evidentes. La solución radical sería eliminar el excesivo peso del bilingüismo imponiendo una sola lengua oficial. Ninguna de las dos es fácil y las dos son problemáticas e inciertas. Pero ambas requieren una nueva estructura política en nuestras relaciones con España alcanzando otro grado de soberanía, es decir, con independencia suficiente para escoger nuestras interdependencias. Por tanto, dando la vuelta al argumento del pesimismo extralimitado, parece que las soluciones posibles para la supervivencia de la lengua pasan por lograr un alto grado de soberanía política. Por ello, cuando se vaticinan decadencias de la lengua no sólo no hay que renunciar a los demás razonamientos a favor de la libre interdependencia, sino que hay que reforzarlos con insistencia, porque, a la larga, la soberanía política, económica y cultural será el único camino para la salvaguarda del catalán. El fortalecimiento de la lengua, como consecuencia de la libertad.
Oriol Bohigas es arquitecto.
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