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Columna
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La batalla de la hegemonía ideológica

Josep Ramoneda

El secretario general de Comisiones Obreras,Joan Coscubiela, ha sido el primer líder social de la izquierda que ha expresado en público lo que muchos susurran en conversaciones privadas: que el Gobierno tripartito es más identitario que de izquierdas, que "más que un cambio se ha producido una sustitución del liderazgo del nacionalismo pujolista: el guión es el mismo, sólo cambian los actores".

¿Es realmente el maragallismo la prolongación del pujolismo con otros rostros? Desde que gobierna el tripartito, la gestalt nacionalista ha ganado extensión en el país, hasta el punto de que todo aquello que queda fuera de la corrección política nacionalista cada vez tiene un espacio más restringido y marginal en el debate público. Naturalmente, algunos dirán que es una consecuencia de la normalización del país. Son los que piensan que un país normal es aquel en que todos son nacionalistas y el que no lo es (figura imprescindible como otro contra el que reforzar la identidad) debe sentirse en falta. Una idea de nación que en los demos complejos de las sociedades contemporáneas es difícil de hacer realidad sin poner en marcha la máquina de exclusiones. Yo diría que un país normal es aquel en que la cuestión nacionalista no está en la escena. Mientras lo esté, ni España, ni Cataluña serán países normales.

Si se esperaba que Maragall modificara los equilibrios del espacio político catalán, lo primero que ha hecho es incorporarse a lo que el Partit dels Socialistes (PSC) durante años había llamado despectivamente el partido-régimen o el movimiento nacional. Aprovechando que la condición de presidente le da la primera baza en cada partida, Maragall ha ido saltando de símbolo en símbolo, como si en su inconsciente disputara una carrera secreta con su antecesor: "¿Te creías que representabas la esencia del nacionalismo? Yo más".

Durante la campaña electoral, Carod Rovira declinó de diversos modos el argumento de que él era independentista y no nacionalista, porque en una Cataluña independiente caben todos y, en cambio, el nacionalismo tiene exigencias que lo convierten en excluyente. Parecía interesante como discurso de ruptura de la cacofonía imperante durante 23 años. Pero llegó Maragall y se puso a pujolear. Se le esperaba para dar un nuevo impulso a este país, reubicándole en el mundo sobre la apuesta por la calidad, y nos lo encontramos navegando todo el tiempo por los mares identitarios, que siempre encuentran vientos provenientes de Madrid que soplan en la dirección adecuada para convertir a nuestros navegantes en héroes.

La presidencia de la Generalitat es una institución que imprime carácter. Todo presidente incorpora valores añadidos desde el momento en que es uncido. Las perspectivas cambian cuando se sube a la peana: la del protagonista, pero también la de los ciudadanos, de los observadores, de los medios de comunicación. Si, durante 23 años, Pujol ha monopolizado la institución, no es de extrañar que ésta tenga incorporados algunos de sus tics o, por lo menos, que la gente, por costumbre, los dé por supuestos.

Maragall necesita ser reelegido. Tiene que superar el complejo de haber sido presidente sin ganar las elecciones. Después de no haber conseguido, por dos veces, hacer el pleno del voto socialista, tiene ahora sus esperanzas puestas en el electorado de Convergència i Unió (CiU). A él va dirigida la gesticulación: quiere que le vean tan nacionalista como a su antecesor y que se produzca un simple reemplazo en el imaginario. Y probablemente lo está consiguiendo.

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Naturalmente, el tercer factor es el equilibrio interno del tripartito. A veces da la sensación de que estamos asistiendo a un partido de rugby en el que Esquerra Republicana marca el camino que seguir hacia la línea de ensayo para que después Maragall lo transforme con el tiro entre los dos palos. Hasta tal punto están convencidos en Esquerra que Maragall está trabajando para ellos que, mientras Carod Rovira afirma, y es difícil no darle la razón, que su partido está ganando la batalla de la hegemonía ideológica, en la propia Esquerra se están apuntando al discurso de la necesidad de un giro social del tripartito. Y Puigcercós aparece como el hombre que lleva la preocupación social a los Presupuestos Generales del Estado. ¿Dónde está el PSC como partido de izquierdas?

Por supuesto, en el maragallismo se ve de otro modo: en la medida en que Maragall se asienta como presidente, con la aureola nacionalista que antes de llegar se le negaba, su base electoral crece y la de los nacionalistas de uno y otro bando se estrecha. Ahogar al adversario en su propio terreno es siempre una estrategia de alto riesgo, que a menudo tiene costos entre los tuyos.

En dos días hemos asistido a la firma de la Constitución europea y a la primera conferencia de presidentes autonómicos. Dos instituciones definitorias de espacios de futuro que, en principio, cuentan con el apoyo de los socialistas catalanes. A pesar de que el PSC es el primer partido del tripartito, este Gobierno no puede tener posición común sobre estos dos asuntos. Esquerra está contra la Constitución y recela del igualitarismo de la conferencia de presidentes. Sin embargo, Maragall corre a buscar una manera de dar satisfacción a sus socios sobre el principio de autodeterminación. ¿Quién tiene la iniciativa? Si Maragall estuviera en una estrategia independentista, no habría nada que objetar. Pero si no lo he entendido mal, Maragall quiere reactivar Cataluña y ayudar a Rodríguez Zapatero a crear un nuevo modelo de Estado en España. No parece que sean objetivos de los que uno deba avergonzarse. ¿Por qué, entonces, tanta contribución al encantamiento identitario? ¿Por qué trabajar para la hegemonía ideológica de los demás? No lo duden: a la larga, quien tiene la hegemonía ideológica gana.

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