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Columna
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Conferencia

Enrique Gil Calvo

Tras la frustrante celebración de la primera Conferencia de Presidentes autonómicos, se inicia formalmente el arduo desarrollo de la agenda territorial que ha de centrar para bien o para mal la primera legislatura de Zapatero. Y digo frustrante porque no ha sabido responder a las ambiciosas expectativas que el propio Gobierno había alimentado. Algo parece haber fallado, empezando por la fecha de su convocatoria, que se ha adelantado un mes sobre el calendario previsto. ¿A qué venía tanta precipitación? Bien pudiera ser que su adelantamiento se debiese al deseo de hacer coincidir la solemnidad del acto español con la firma en Roma del nuevo Tratado Constitucional europeo, a fin de subrayar así su hipotético paralelo simbólico.

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Desde un comienzo, el Gobierno sugirió que la Conferencia sería formalmente análoga a las cumbres europeas que congregan al Consejo de jefes de Gobierno. Y debe reconocerse que la comparación es atractiva, al tratarse en ambos casos de solucionar el mismo problema irresuelto que plantea la distribución territorial del poder a escala española o europea. Ya decía Ortega que España es el problema y Europa la solución. Pues bien, si en Europa se está resolviendo todo mediante las tres instituciones de la Unión (Consejo, Comisión y Parlamento), ¿por qué no hacer lo mismo con la vertebración española? Ya tenemos el equivalente del Parlamento Europeo que es el Congreso, y ahora sólo faltarían las otras dos instituciones, lo que el Gobierno espera completar con la flamante Conferencia de Presidentes, que equivaldría al Consejo Europeo, y con la futura reforma del Senado como Cámara territorial, quizá equiparable a la Comisión Europea.

Europa como metáfora de España y viceversa: ése parece ser el sueño de Zapatero, con la esperanza de convertir los gigantes celtibéricos en europeos molinos de viento. Pero el sueño podría convertirse en una pesadilla, pues las instituciones foráneas no se trasplantan con facilidad sobre el suelo autóctono, cuyo rechazo les puede impedir arraigar. Es lo que sucedió por ejemplo en el siglo XVIII, cuando el decreto de Nueva Planta intentó implantar el despotismo ilustrado con instituciones calcadas del absolutismo francés, dando origen así a la futura cuestión territorial. Pero es que además, con ser la idea del paralelo europeo muy interesante, también podría ser un espejismo falaz, dado que la opuesta naturaleza de las instituciones europeas las hace incomparables con el naciente autonomismo español. El Consejo Europeo es una institución soberana que prevalece sobre la Comisión y el Parlamento. Es horizontal y multilateral porque ninguno de sus miembros predomina sobre los otros. Y es confederal o consensual porque los Estados poseen poder de veto y derecho de secesión. Mientras que en España nada de esto es así. La Conferencia no puede ser soberana porque está sometida al Parlamento español. Tampoco puede ser horizontal ni multilateral más que a efectos de coordinación administrativa, pues la negociación política de las transferencias presupuestarias ha de ser bilateral con Madrid, según el ejemplo constitucionalmente consagrado en el cupo del concierto económico. Y tampoco puede ser confederal, pues las Comunidades Autónomas no poseen poder de veto ni derecho de secesión.

Pero la mayor disparidad que impide comparar a Europa con España es la distinta pugna por la soberanía. En la Unión, el poder se concentra en el Consejo, que gobierna desde arriba a través de la Comisión sin responder ante el Parlamento. De ahí que éste haya interpretado la retirada de Durão Barroso como una victoria, por pírrica que sea. Pues el mal europeo no es la distribución territorial del poder sino el déficit democrático. Mientras que el mal español no tiene nada que ver con ése, pues aquí lo que duele es la doble soberanía popular, que genera legitimidades contradictorias abriendo un conflicto insalvable entre el Parlamento central y los autonómicos. Y la Conferencia de Presidentes mal podría arbitrar esta antitética soberanía dual.

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