_
_
_
_
Reportaje:

Retrato de un país dividido

Así es EE UU, un país más dividido que nunca ante las elecciones del 2 de noviembre, que decidirán si Bush se queda. Así es su gente, desde un 'marine' hasta una entrenadora de 'sirenas' y el dueño de una armería. Un fotógrafo ha recorrido 40 Estados en medio año para lograr este llamativo retrato.

Los terroristas del 11 de septiembre de 2001 escogieron las Torres Gemelas y el Pentágono como blancos por su valor simbólico. Podrían haber atacado la Casa Blanca o el Capitolio si el cuarto avión suicida no se hubiera estrellado en Somerset County (Pensilvania), a mitad de camino entre Nueva York y Washington. Ahora bien, lo que los hombres de Al Qaeda quizá no sabían es que no existe mejor emblema del auténtico Estados Unidos, ninguna imagen más genuina de la América profunda, que el lugar que golpearon por error en Pensilvania.

Lo que se ve cuando se toma la salida de Somerset en la autopista que recorre el Estado de este a oeste es un enorme aparcamiento salpicado de edificios prefabricados coronados por carteles altísimos -alturas de cinco pisos- con los logotipos de restaurantes o cadenas de hoteles instantáneamente reconocibles. La arquitectura y la disposición del complejo -si se puede llamar así- entra dentro de las limitaciones artísticas de un niño de tres años aficionado al Lego. Los nombres de los restaurantes son: McDonald's, Wendy's, Burger King, Taco Bell y Dunkin' Donuts. Los nombres de los hoteles: Ramada Inn, Dollar Inn, Holiday Inn, Economy Inn, Comfort Inn (inn significa posada).

Al otro lado de este bosque de cemento -un monumento al capitalismo monopolístico estadounidense en toda su cruda funcionalidad- está la ciudad propiamente dicha. Calles rectas y limpias; tres o cuatro monumentos conmemorativos de guerras; una docena de iglesias, en su mayoría construidas hace poco; un edificio de juzgados de piedra blanca, y cada diez metros, en todas las aceras, una bandera estadounidense sobre un mástil del tamaño de un hombre. Uno de cada dos coches lleva una pegatina en forma de lazo, amarillo o con los colores rojo y azul de la bandera, y la leyenda "Apoya a nuestras tropas".

Estamos en Pensilvania, pero podríamos estar en Wisconsin, Ohio, Nebraska, Arizona, Florida…, en cualquier parte de la América profunda. En cuanto se sale de las grandes ciudades, esto es lo que se ve, con una monotonía casi escalofriante.

He viajado a Somerset, Washington y Nueva York -que siguen siendo los únicos lugares en suelo estadounidense con experiencia directa de lo que George W. Bush llama la "guerra" terrorista- para intentar evaluar qué pasa por la cabeza de gente cuyo voto en las inminentes elecciones presidenciales tendrá, por lo menos, tanta repercusión en la vida y la muerte de quien vive en países remotos como en el propio EE UU. ¿Encontraré la misma unanimidad de pensamiento, la misma rigidez marcial que hallé en un viaje similar hace tres años? ¿Estarán tan convencidos por el patriotismo de cowboy del presidente Bush como en los días posteriores al 11 de septiembre de 2001? ¿Habrá mitigado la guerra de Irak y sus complicadas consecuencias aquel sentimiento de venganza nacional que vi la primera vez? George Orwell escribió en una ocasión que, en tiempos de incertidumbre general, la gente estaba dispuesta a creer las insensateces más desmesuradas. ¿Se sentirán los estadounidenses menos inciertos, menos inseguros y temerosos, después de tres años sin terrorismo dentro de sus fronteras? En otras palabras: ¿se habrán vuelto menos impulsivos, más racionales; menos primarios y más reflexivos?

La primera persona con la que hablo en Somerset es Russ, un ex marine de espalda recta y cabello plateado que luchó en Vietnam. Cuando le conocí, hace tres años, era ministro de la Iglesia Baptista de la Tradición en este lugar. Ahora ha cambiado de trabajo, ha creado una Iglesia propia que llama La Voz de la Victoria, y atiende a presos. Pobre Russ. La primera vez que hablé con él era un fanático anti-Clinton, entusiasmado por la ola de viejo patriotismo que habían despertado los atentados de Al Qaeda; pero desde entonces ha sufrido una experiencia personal que le ha moderado. Su hijo, también ex marine, cumple una condena de 18 años de cárcel por tráfico de drogas e intento de asesinato.

Nos vemos en un restaurante con sillas de plástico situado en el aparcamiento gigante, en el que las únicas bebidas que se sirven son dulces y con gas, y el camarero me recibe con un expresivo "¿cómo estás hoy?", como si me conociera de toda la vida, antes de tentarme para que elija entre los artículos del "menú de postres especiales": pastel pegajoso, tarta de chocolate con mantequilla de cacahuete o tarta de crema azucarada de plátano. Pido un café, y Russ también; le digo que una de las cosas que siempre me habían impresionado cuando vivía en Estados Unidos, a mediados de los noventa, eran las espantosas condiciones de las cárceles y sobre todo el desprecio de casi todo el mundo en su país hacia los presos, unas personas a las que alegremente se consideraba irrecuperables y malvadas, y que, por tanto, no merecían ninguna amabilidad ni simpatía, ni siquiera el más elemental trato decente y humano.

Russ, menos exuberante que hace tres años, mueve la cabeza lentamente, baja la mirada y se muerde el labio. Quiero decir, le insisto, que en el país más cristiano de la Tierra, ¿qué tiene eso de cristiano? "Tienes razón, tienes razón", responde. "¿Y sabes otra cosa? Yo era uno de ésos. Una de esas personas despreocupadas, estúpidas, hipócritas -escoge el adjetivo que desees-, que no habían escuchado como era debido el mensaje de Cristo. Cristo es amor, compasión hacia los demás hombres…".

Russ continúa flagelándose durante un rato. Mientras habla, me pregunto si las reflexiones que ha hecho sobre su situación pueden haber matizado sus ideas políticas. Si los presos ya no son tan malvados, quizá tampoco lo sean algunos de los "enemigos de la libertad" que ha identificado su Gobierno. Así que le pregunto qué opina de George W. Bush. ¿Qué me dice de esas historias de que aprovechó la posición de su padre para no ir a Vietnam? Supongo que, como veterano de aquella guerra (dice que encontró a Dios cuando yacía boca abajo en el barro, en pleno combate), semejante comportamiento le ofenderá, ¿no?

Pues no. "En mi opinión, el presidente Bush no se las arregló para eludir la guerra. Seguro que tenía enormes deseos de luchar. Y también creo que es el mejor líder que tiene Estados Unidos desde… Ronald Reagan. Kerry luchó, pero no me fío de él. Para dirigir la nación hace falta un hombre especial, y Bush es ese hombre".

Entonces, ¿la guerra de Irak ha salido bien? "¡Por supuesto! La gente contra la que luchamos intenta aniquilar a todos los que aman la libertad. Sadam Husein había enseñado a un grupo de individuos a odiar a los que amaban la libertad". Pero, como hombre de extracción militar, ¿no le parece que librar una guerra convencional contra terroristas es como matar moscas a cañonazos? "No estoy de acuerdo. Creo que lo que hemos visto en Irak es la acción militar de más éxito desde la II Guerra Mundial. En el plazo de 18 meses, y con gran profesionalidad, hemos conseguido tal vez en Irak más que ninguna otra fuerza militar en la historia. ¡Hemos devuelto la libertad a un pueblo que vivía bajo una tiranía! ¡Cincuenta millones de personas disponen de democracia gracias a George Bush! ¡Cincuenta millones, tío!".

Asombrado e incapaz de prolongar esta conversación, me despido de él educadamente, salgo a la desolación del aparcamiento y me alejo en coche. Discutir con Russ sobre Bush e Irak habría sido tan inútil como discutir sobre su fe en Dios. Empezaba prácticamente cada frase con "yo creo" y repetía las letanías que George Bush se dedica a meter con embudo a los estadounidenses desde que empezó la guerra ("los que aman la libertad" contra "los terroristas creados por Sadam"). Pero no todos los conservadores se tragan las beaterías de Bush. Pat Buchanan, antiguo candidato republicano a la presidencia, expresó hace poco unas duras críticas contra Bush y afirmó que EE UU había "invadido un país que no nos amenazaba, no nos atacaba ni quería la guerra con nosotros, con el fin de que renunciara a unas armas que después hemos descubierto que no tenía". El credo de Russ no necesita los datos ni el razonamiento que han hecho que Buchanan abandonase la ortodoxia republicana actual. Es más, los datos y la razón son enemigos de Russ, porque si les dejara contaminar sus procesos mentales pondría en peligro la simple lealtad nacionalista en la que se basa gran parte de su identidad.

Mi siguiente destino es el terreno, a seis kilómetros de distancia, en el que cayó el avión el 11-S, ahora conocido como "sitio conmemorativo provisional del vuelo 93". El camino hasta allá despeja cualquier duda que me pudiera quedar de que éste es territorio de Bush; que, aunque el Estado de Pensilvania es uno de los que se consideran de batalla en las elecciones, y John Kerry todavía podría ganar aquí, el condado de Somerset no necesita que le convenzan. Entre los carteles gigantescos con fotos de platos desbordantes de hamburguesas, que instan a la gente a pararse y comer ("Comer es creer", "Salga del coche y estire la boca"), y las banderas, banderas y más banderas estadounidenses que se alzan orgullosas delante de las casas, veo varias pancartas de fabricación casera que invitan a los ciudadanos a acudir a una manifestación a favor de la guerra, organizada por la Legión Americana el próximo fin de semana.

El homenaje provisional -el Gobierno de Bush ha prometido gran cantidad de dinero para hacer uno permanente- consiste en un arreglo de flores, cruces y osos de peluche sobre una colina barrida por el viento que domina el terreno en el que se estrelló el avión, y donde las 44 personas que viajaban a bordo murieron de forma instantánea, pulverizadas por la fuerza del impacto. Los mensajes dejados por familiares, gente de buena fe y empresarios locales -algunos de piedra, otros de papel-, llaman a los tripulantes y pasajeros "héroes de la libertad" y "ángeles de la libertad". Alguien ha hecho 40 ángeles de cartulina, envueltos en banderas norteamericanas, cada uno con el nombre de una víctima del vuelo 93 (los otros cuatro fueron los fanáticos). Pero también hay muchos símbolos con una clara connotación política. Más lazos de "Apoya a nuestras tropas", pegatinas de "Estoy orgulloso de ser americano". La derecha de Bush se ha apropiado del sitio y sus símbolos, con todas las emociones -tan potentes en tiempo de elecciones- que evocan los héroes muertos.

Hay unos 30 visitantes que estudian respetuosamente el efímero monumento; entre ellos, cuatro personas que llevan unos polos con pequeñas banderas estadounidenses bordadas y las palabras "Embajador del vuelo 93" en letras rojas. Una de ellas es una señora simpática llamada Sharon que debe de tener alrededor de 60 años, es delgada y luce una dentadura perfecta y brillante. ¿Cómo cree que va la dinastía Bush?, le pregunto en broma. "¡Huy!", contesta, sin captar la broma. "¡Ojalá pudiera ser presidente para siempre!". Otro embajador, un agricultor jubilado que fue una de las dos personas que vieron caer el avión, asiente con entusiasmo. "¡Qué pena que la Constitución no lo autorice!", dice. ¿Y la guerra de Irak, no es un tanto preocupante la situación allí? Sharon no oye la segunda parte de la pregunta. "Mire", me dice en tono confidencial, como si me contara una gran verdad que todos los niños estadounidenses conocen, pero que no todos los extranjeros son capaces de entender, "somos americanos. Estamos aquí para ayudar a la gente. Es a lo que nos dedicamos, a servir". "Eso es: servir", añade el agricultor. "Es la tradición americana", prosigue Sharon. "Por eso fuimos a la guerra. Y por eso estamos aquí, con ese mismo espíritu, haciendo lo que podemos, haciendo de embajadores. Somos americanos. Nuestro deber es ayudar. Nuestra misión es ayudar a los demás".

Al día siguiente estoy en Washington comiendo en un restaurante fino, en un barrio encantador, con otra estadounidense: una señora fina y encantadora, aproximadamente de la misma edad que Sharon, pero de origen árabe. Le cuento mi visita a Somerset y le digo que, aunque la gente con la que he hablado -media docena de personas en total, y sólo una que discrepase un poco de lo que me habían dicho Russ y Sharon- tenía opiniones que en Europa se considerarían casi desvaríos, era buena gente, dentro de sus limitaciones; dulce, amable, con buenas intenciones. "¡Me gustaría matarlos!", exclama mi interlocutora. (La llamaré Cleo, para protegerla. Aunque es evidente que no piensa actuar literalmente sobre lo dicho, si publicáramos su auténtico nombre, el siempre literal FBI, dotado de nuevos poderes de intromisión gracias a la Ley Patriótica de Bush, estaría en su casa a los pocos minutos de que esta revista saliera a la venta). "Esa dulzura suya está matando a mucha gente. No comprenden a los que no son como ellos, no les importan. ¿Por qué no piensan? No, de verdad, podría matarlos".

Cleo no es ninguna musulmana wahabí. Compartimos una botella de vino blanco catalán para acompañar unas ostras y pescado a la parrilla. Viste con coquetería y lleva zapatos de tacón alto; su estilo es de una elegancia a la francesa; su feminidad, delicada y provocativa al mismo tiempo. Puede que quiera matar a Russ y Sharon, pero preferiría pasar el resto de sus días en Somerset County que en Arabia Saudí. Claro que, si pudiera irse a vivir a París, Londres o Madrid, no lo dudaría un momento.

"¡Son unos ignorantes!", continúa. Habla como si hubiera renunciado a su nacionalidad: los estadounidenses no son nosotros, sino ellos. "Creo sinceramente que las cosas están peor que cuando el 11 de septiembre. Entonces quizá se podía disculpar su estupidez por la conmoción, por aquella sensación de inocencia violada, de paraíso profanado, que tenían. Pero ha pasado el tiempo. No ha vuelto a haber terrorismo en Estados Unidos. Y sin embargo, siguen teniendo ese miedo, esa psicosis de guerra; la gente de Bush les ha lavado el cerebro. ¡Qué fácil es manipularlos, Dios mío! ¡Tan fácil que muchos de ellos apoyan esta guerra, con la ayuda de sus medios objetivos! Lo que es inexcusable en un país tan rico es la ignorancia. Ignorancia del sufrimiento que causan en mi mundo, mientras piensan que están haciendo el bien. Llevo aquí 30 años, pero le aseguro que sigo sin entenderles. Hablo con ellos y no tenemos nada que ver".

Le hago la misma pregunta que he hecho a más gente en Washington y Nueva York. ¿Cómo se puede explicar que Bill Clinton dedicara su segundo mandato a luchar para que no le sometieran al impeachment (el proceso de destitución) por una indiscreción privada, y, en cambio, nadie sugiere que Bush, cuyos pecados han tenido consecuencias desoladoras (pese a la visión optimista de Russ) para millones de personas, tenga que sufrir un trato similar? "¿Lo ve?", replica Cleo, sin dignarse ni a contestar la pregunta. "¡Son tontos! ¡Completamente estúpidos!".

"La culpa es de Dios", dice otra señora con la que hablo en Washington, una mujer de la misma edad que Cleo, pero más gruesa, nacida en el Medio Oeste. ¿Qué Dios?, le pregunto. "El Dios cristiano", responde, sentada en el porche de su elegante casa situada en los barrios residenciales del norte de la ciudad. "El mismo que parece decirles a tantos de mis queridos conciudadanos que tener relaciones sexuales es peor que matar a alguien". Ésta es una mujer perspicaz y escéptica, convencida de que Ezra Pound tenía razón cuando dijo que los estadounidenses eran "una masa de bobos". "Los republicanos de Bush se han apoderado de nuestro lenguaje político", dice. "Es el lenguaje de la manipulación". Su marido, autor de numerosos libros sobre la política y la sociedad de Estados Unidos, es un patriota que durante casi toda su vida se ha negado a renunciar a la idea de que sus conciudadanos son fundamentalmente personas sensatas, movidas por la decencia y el sentido común. Sin embargo, cada vez le resulta más difícil no sumarse a la convicción de su mujer de que un sector terriblemente grande del electorado estadounidense ha quedado reducido a perros de Pavlov. "Hace diez años, incluso cinco, no habría estado de acuerdo, pero hoy me resulta muy difícil negarlo", explica, derrotado. Uno de los factores decisivos, para él, ha sido el hecho de que el equipo de Bush, en apariencia, haya conseguido convencer de que la actuación de Kerry en la guerra de Vietnam fue débil y antipatriótica, a pesar de la realidad abrumadora e innegable de que Kerry arriesgó su vida mientras Bush consiguió librarse de ir a combatir.

Las pruebas de la falsedad de Bush en todos los terrenos abundan. No en los informativos de televisión, que tienden cada vez más hacia la derecha neoconservadora; ni en los editoriales -ni mucho menos las noticias- de la prensa escrita. Pero sí hay columnistas implacables, y en cualquier visita a una librería de Washington nos recibe una avalancha de títulos -algunos escritos por descontentos del tipo de Michael Moore; otros, por antiguos miembros importantes de la Administración de Bush- que denuncian ferozmente las acciones de esta Casa Blanca prácticamente en todos los ámbitos, pero especialmente la guerra de Irak.

Me he encontrado en Washington con otras personas, otros patriotas de siempre, como el marido de la señora del porche, que por primera vez en su vida están empezando a hacerse a la dolorosa idea de que el hecho de que Bush no fuera eliminado de la carrera electoral hace meses significa que está pasando algo verdaderamente grave con una buena parte del pueblo estadounidense.

¿Ha vivido Estados Unidos una división más profunda desde la guerra de Secesión? "Tal vez desde la guerra de Vietnam", dice un veterano profesional de Washington que dirige un centro de investigaciones políticas. "Y tal vez desde antes. No sé qué pensar exactamente, ni si quiero pensar demasiado en ello, pero hay una inmensa diferencia entre las actitudes de los partidarios de Bush y los que están en contra. Como si fueran dos especies animales distintas".

La especie que apoya la guerra de Irak ha seguido siendo claramente mayoritaria durante el verano y el comienzo del otoño, según las encuestas. La tendencia que aparece constantemente es que el 50% de los estadounidenses dice que se está ganando la llamada "guerra contra el terror" y el 30% dice que se está perdiendo; una mayoría ligeramente más ajustada cree que la guerra de Irak va bien.

¿Qué diferencia a un grupo de estadounidenses del otro? ¿Cuáles son las diferencias fundamentales entre los habitantes de las grandes ciudades (que votarán sobre todo por Kerry) y los habitantes de la América profunda (que votarán sobre todo por Bush)? Una diferencia está relacionada con lo que decía la señora del porche. Dios. Es mucho mayor el porcentaje de gente que acude a servicios religiosos en condados como Somerset que en Washington o, especialmente, Nueva York. Los hábitos mentales de los seguidores de Bush están mucho más basados en la fe, no se dejan influir por los hechos terrenales. "La guerra de Irak liberó a millones de personas; los estadounidenses viven dedicados a ayudar a los desafortunados que viven en otros países".

Lewis Lapham, director de la revista Harper's, analizaba con detalle en un número reciente el éxito extraordinario de lo que denomina "la fábrica de propaganda republicana". Lapham señala que en los "sermones de la montaña" de Bush hay poca o ninguna coherencia, pero que eso no importa porque su impacto nace de que apela a una verdad absoluta. "Es una forma de pensar religiosa en vez de laica", explica Lapham. "El bien contra el mal, los que tienen razón contra los que no la tienen, los que se salvan frente a los que se condenan, los que están con nosotros o los que están contra nosotros… Para sustituir a la inteligencia, con la que podrían tener la tentación de estar de acuerdo con preguntas perversas o insultantes para las que no disponen de respuestas ya preparadas, los partidos de la derecha apelan a la ideología, que siempre es virtuosa".

La ciudad de Nueva York es una cosa completamente distinta. No es que estén totalmente ausentes las nociones simplistas del bien y el mal, pero, a diferencia del gris convencionalismo de Washington (donde Cleo llama la atención tanto como un árbol de Navidad con todas sus luces) y la descorazonadora homogeneidad de la América típica representada por Somerset County y los miles de condados como él, esta ciudad venera, casi con un celo exagerado, la individualidad. Puede que estemos condicionados por demasiadas películas y series de televisión, pero al llegar a Manhattan se tiene la impresión de que cada una de las personas que van por la calle es distinta y peculiar, como un personaje de Seinfeld o Sexo en Nueva York.

La impresión se refuerza al visitar cualquier parque de la ciudad, a cualquier hora del día. Lo que se ve son variaciones de lo que veo yo en la primera plaza con árboles con la que me encuentro: un hombre de treinta y tantos años, de pie, con los ojos cerrados, delante de una gran estatua metálica de un general de la guerra de Secesión a caballo, que realiza ejercicios de una mezcla de yoga y kárate a cámara lenta. Pasa del mundo, y el mundo de él. Los transeúntes pasan deprisa a su lado, se rozan prácticamente, pero no se dedican una segunda mirada. No se encuentra una escena así en Somerset County, al menos no sin el riesgo de que le metan inmediatamente en la cárcel; pero tampoco en cualquier otro lugar del mundo occidental. En Nueva York es una virtud no sólo actuar de forma original, sino pensar de forma original, como si desafiara conscientemente al Estados Unidos de borregos; de ahí la suspicacia que siente ese Estados Unidos respecto a la ciudad y sus habitantes; de ahí la sensación que tienen los extranjeros de que Nueva York y Estados Unidos son dos entidades totalmente diferentes. En parte, se debe a que muchos neoyorquinos se han negado a disolverse en el marasmo de las nacionalidades y culturas de las que proceden ellos o sus antepasados.

En Nueva York hablo, entre otros, con un politólogo de origen ruso, una pintora judía, un pequeño empresario procedente de Perú, un antiguo oficial del ejército egipcio, un taxista nacido en Ghana, un creativo publicitario que viene de Inglaterra y un importante periodista procedente del Medio Oeste que trabaja en un periódico de difusión nacional con una línea editorial decididamente pro-Bush.

"Me horroriza pensar que ese imbécil va a volver a ganar las elecciones", dice el periodista de la publicación de derechas, en una muestra de originalidad casi suicida si no nos encontráramos a salvo entre sus cuatro paredes. "Mi hijo tiene casi 14 años. ¿No se da cuenta la gente de que dentro de cuatro años podrían obligarle a ir a luchar a Irak o, peor aún, a Irán?". La verdad es que no es una cosa en la que se hayan parado a pensar muchos seguidores de Bush. Y son menos aún los que han pensado en la herejía que suelta a continuación mi amigo periodista, que vive a menos de diez minutos de donde se alzaban las Torres Gemelas. "Osama hizo a Bush un gran favor", dice francamente al analizar lo que es la "guerra contra el terror", "y ahora Bush se lo devuelve. Lo cierto es que se necesitan mutuamente".

Todas las personas con las que hablo en Nueva York estarían más o menos de acuerdo con eso. Lo cual no quiere decir que lo esté todo Nueva York. (Si el periodista expresara esas opiniones en su propia Redacción, pronto se quedaría sin trabajo). Del mismo modo que no toda la América típica comparte las convicciones de Russ y Sharon. Un hombre con el que hablo en Somerset County, un cargo electo, dice que le gustaría que Estados Unidos no fuera por el mundo provocando a la gente como lo hace, pero luego me suplica que no publique su nombre porque, si lo hago, seguro que le echarán del cargo en las próximas elecciones. También sería simplista decir que todos los que votan por Bush son fanáticos religiosos irracionales y todos los que votan por Kerry son genios de la ciencia.

La pintora neoyorquina ofrece una explicación convincente de por qué hay seguramente miembros de la facción científica que votarán por Bush. "La cobertura que hacen los informativos de la guerra de Bush, más que información, es cine. Eso es lo que vende. Es lo que la gente quiere ver. Por eso Fox News, que es ferozmente de derechas, pero muy inteligente, domina los índices de audiencia". Y de qué va la película, le pregunto a la pintora, una mujer de la vanguardia de Manhattan. "Es una película que sigue un modelo hollywoodiense perfectamente reconocible y satisfactorio. Empieza con un gran agravio contra los buenos, igual que todas las películas de acción de Clint Eastwood, John Wayne o Schwarzenegger, y el resto del filme es nuestro héroe típicamente americano que da caza al malo -eso es lo que Bush dijo que iba a hacer, "darles caza"-, le captura y, si es posible, le mata, con lo que devuelve el orden al universo y mantiene vivo el sueño americano".

El politólogo está claramente de acuerdo con este análisis cinematográfico, y añade que la genialidad de la gente de Bush ha sido convencer a un número sorprendente de estadounidenses de que, como es obligatorio en todas las películas de acción, "tenemos que ir allí y capturarle, o él vendrá aquí para apoderarse de nosotros". El publicista explica por qué da igual que la verdadera película no esté siguiendo -como es evidente- el guión. "La gente no quiere oírlo. No quiere oír que Irak es un fracaso. Una idea presente en todas las capas de la sociedad es que Estados Unidos no fracasa, no es un perdedor. El pueblo estadounidense, o buena parte de él, no puede digerir la idea de que estamos librando una guerra inútil que no podemos ganar. Y nosotros, como astutamente se nos ha manipulado para que lo pensemos, es el Gobierno de Bush. Un sector amplio, tal vez decisivo del electorado, no sabe ya distinguir entre un fracaso político del Gobierno y la humillación nacional. La gente no puede soportar la idea de que el Gobierno / la nación está involucrado en un desastre costoso y sangriento en Irak. Los responsables de informativos de televisión lo saben, y, como quieren que la gente vea sus programas, no lo dicen".

El peruano, el egipcio y el nativo de Ghana -todos ciudadanos de Estados Unidos- pueden soportar la verdad, pero están horrorizados por ella. La pregunta que se hacen todos es: ¿quién le pidió a Bush que fuera a Irak? Me recuerda a una pregunta que se les solía hacer en Suráfrica a los cristianos de buena fe que estaban verdaderamente convencidos de que el apartheid era la mejor solución para sus compatriotas negros. Como dijo en una ocasión un colaborador de Mandela, "el argumento tiene un fallo lógico: nunca nos consultaron la opinión". En otras palabras, no respetaban a los que se suponía que querían ayudar, no tenían la sensación de compartir con ellos la condición humana. Pensé que quizá Russ sentiría más simpatía por los otros extranjeros después de haber aprendido a sentirla hacia los presos no estadounidenses. Pero no. Insiste, como muchos compatriotas suyos, en ver a la gente que vive en el resto del mundo como si estuviera ante las caricaturas del bien y del mal según Hollywood.

A los Russ de Estados Unidos nunca se les habría ocurrido que, en vez de invadir Irak como respuesta a aquel 11 de septiembre con el que empezaba el filme de acción de George Bush, habría sido más eficaz que se hubiera propuesto la tarea, aburrida y necesariamente discreta, de buscar a los terroristas mediante la colaboración con los servicios policiales y de información de otros países. Claro que entonces no habría habido película, no habría podido hacer de Rambo. Como dice Paul Krugman, que escribe en The New York Times una columna descaradamente anti-Bush, "quería enfrentarse en un tiroteo espectacular con el malo. Y si alguien preguntaba por qué perseguíamos a este malo en concreto -que no había atacado a Estados Unidos ni estaba construyendo armas nucleares-, o si alguien advertía que las guerras auténticas tienen costes que nunca se ven en las películas, esa persona era antipatriota".

Y si uno es antipatriota a ojos del equipo de seguridad interior de Bush corre peligro de recibir esa llamada del FBI a la puerta o de acabar en una lista negra de 120.000 personas consideradas amenazas -de uno u otro tipo- contra la República: ése es el número de nombres que el Gobierno de Bush le ha dicho al Congreso que cabe esperar, según informan los periódicos. Por eso no he mencionado los nombres de las personas con las que hablé durante mi viaje a Somerset, Washington y Nueva York, los que piensan que George Bush es un payaso peligroso. Lo más alarmante es que, en casi todos los casos, son ellos los que me han pedido que no citara sus nombres. En cambio, Russ y Sharon no tienen nada que temer. Ellos, y millones como ellos, llenan la monotonía de sus vidas, la uniformidad totalitaria del paisaje urbano de la América profunda, con abundantes cantidades de religión, bandera y tarta de chocolate con mantequilla de cacahuete. Sin embargo, en sus manos está el destino de masas innumerables en todo el mundo, incluidos los europeos occidentales y sobre todo los habitantes pobres del mundo árabe. De su voto depende una decisión que supondrá la vida o la muerte para miles de personas, tal vez más. Si el resto del mundo pudiera votar en las elecciones estadounidenses, el candidato de Russ y Sharon no tendría ninguna posibilidad. Pero ellos no lo saben. Y aunque les presentaran las pruebas (se han realizado sondeos fuera de Estados Unidos en los que aparece una victoria arrasadora de Kerry), preferirían no creerlo. Porque la misión de Estados Unidos es ayudar. Estados Unidos libera a los que aman la libertad. Y Estados Unidos y George W. Bush son, en la mente de Russ y Sharon, perfecta, llana y absolutamente indivisibles.

Mike Musilla (31 años), analista financiero, con su esposa Joellyn (31), y su hijo Joseph (5 meses). Viven en Saint Charles (Illinois)
Mike Musilla (31 años), analista financiero, con su esposa Joellyn (31), y su hijo Joseph (5 meses). Viven en Saint Charles (Illinois)MATHIAS BRASCHLER

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_