La bandera que ata
No hay que engañarse demasiado: la política ha alcanzado su fin. Pero no es esto lo peor, lo realmente malo es que, a pesar de todo, los políticos continúan. El tercer debate entre Bush y Kerry exponía bien el ocaso de las grandes diferencias ideológicas y el triunfo de la vida práctica. Kerry lo expresó abiertamente con sus últimas palabras: es lo mismo llamarse demócrata o republicano, lo que cuenta es la manera más eficiente de actuar económicamente, de ser más tierno socialmente y más firme en garantizar la seguridad. Siempre, claro está, dentro de una fe casi bíblica y un patriotismo a prueba de bomba. Por ello los dos candidatos, antes de aparecer, se aseguraron de que tenían dispuesto el uniforme oficial: el traje azul marino, la camisa blanca, la corbata roja, que reproducen los benditos colores de la bandera, y se coronan con la insignia reglamentaria en la solapa tras la tragedia del 11-S.
En el debate anterior, Bush interpretó rápidos desplazamientos como de ataque y barrido
Uno y otro, Bush y Kerry, debían comparecer con una marca visual homologada y fuera de toda sospecha y sólo con esa manifestación nacionalista pegada a las carnes se podía empezar a pensar en acudir ante las cámaras. Porque con las ropas reglamentarias se asumía un compromiso de adhesión y lealtad a América y, con ello, a todo lo que viene detrás.
¿Qué viene detrás? Esta incógnita sobre qué se encuentra tras la fachada antiterrorista de América es el punto crítico de las elecciones 2004 y, en general, de la actualidad. El 11-S provocó una formidable sacudida en el cuerpo social, pero el cómo se ha recompuesto esa figura, en qué partes del organismo persiste el daño y qué otras se han regenerado por reacción a las bajas militares y civiles, al formidable despilfarro presupuestario, a las torturas y las mentiras oficiales resulta difícil de conocer. Porque si algo ha caracterizado a Estados Unidos en el último siglo y pico ha sido su proverbial fluidez social y hasta moral, su pase de lo más de los hippies a los yuppies, de la tolerancia al escándalo pacato, del feminismo al machismo, de los derechos civiles al estado de excepción, de McDonald's a Starbucks.
Y muy bien podría invertirse o reaccionar el proceso y estar fraguándose una versión más liberal de EE UU, mayor apertura al mundo, mayor deseo de justicia y colaboración internacional. Podría ser, acaso lo sea, pero los candidatos no lo saben a ciencia cierta y la ciencia mediática es la que conduce su acción. Bush, espontáneamente, desea un país chapado a la antigua, a su imagen y semejanza. Con ello ya se ha estrellado y puede que sus asesores le recomienden una variación más dulce, pero, entre tanto, ¿aprovechará Kerry la vulnerabilidad del rival? No lo da a entender netamente. Más bien el senador demócrata no se fía de los americanos y en ello puede encontrar su peor derrota. No se fía de que las gentes deseen realmente el cambio, no se fía de que la mayoría de sus compatriotas quieran conciliarse con el mundo, islamistas incluidos, o que les importe algo el exterior si cuentan con armas semiautomáticas en casa. No se fía, en suma, de que puedan aceptar una reforma fiscal progresiva, ni él mismo cree que el aumento de los puestos de trabajo vaya a depender de su actuación. En consecuencia, la desconfianza reina sobre el territorio desde Oregón a Pensilvania y sus efectos paralizan la transformación del país.
Cuando Bush y Kerry debaten ante los media, los simpatizantes demócratas echan de menos que su líder no se atreva a más, sea en cuestiones de política exterior o, como en la noche del miércoles, en asuntos de sexualidad y sanidad. Hasta The New York Times y todos los medios favorables al cambio presidencial se esfuerzan en enfatizar las diferencias, que apenas son de tono, para aumentar el interés de los programas, porque, hasta el momento, lo decisivo viene a ser la catadura personal.
Bush hace alarde de su idiosincrasia tejana. No sólo Tejas es un punto de origen, sino una inspiración política seminal. Si todo Estados Unidos llegara a ser Tejas se acabaría con todo lo malo de Nueva York, San Francisco, Boston, Seattle, Chicago y aquello perverso que representan estas ciudades. ¿Intelectuales, artistas, liberales, abortistas, homosexuales, feministas, inmigrantes, evolucionistas, amantes de París o Berlín? Todos vienen a ser de la misma especie. Gentes que perjudican el alma americana y deshacen las costuras de una nación que se quiere no sólo diferente por ser divina, sino inasequible, obviamente, a la colaboración de igual a igual. A Kerry estas cosas no han de parecerle cabales, pero le apabullan y, al cabo, como en el último cara a cara, no se atreve a contradecir. Sólo empleó en Arizona el énfasis del cara a cara con las cámaras, donde resulta más convincente o históricamente superior. Porque si a Bush le perjudica ir pareciéndose cada vez más a Richard Widmark, a Kerry le viene bien ir asemejándose a un Lincoln en los momentos de gloria. Y con ello la patria reaparece de nuevo, sea bajo la forma doméstica de sheriff o mediante la bonhomía de un padre fundador. Fundación o refundación que se ve demandar en la base de esta sociedad sacudida por el desconcierto del trágico acto terrorista, pero anhelante, a la vez, por recobrar la normalidad cotidiana y empresarial, que lo mismo viene a ser.
¿Se llegará a este giro importante? Los empresarios desean y su fuerza es, efectivamente, capital. Todo un capital. Mas Bush es mayor deterioro y Kerry es el rostro de otro tiempo, más caballo pausado que zorro depredador.
En el debate anterior, desarrollado con los participantes de pie y moviéndose por el escenario, Bush interpretó rápidos desplazamientos como en acción de ataque y barrido, mientras Kerrry se mantenía plantado en su parcela y sólo hacía mover sus rodillas sin más razón que la de los cuadrúpedos cuando tratan de sacudirse una mosca en su pasividad. ¿Kerry, pues, presidente por su condición equina? Todavía no se sabe porque lo más arduo de esta batalla mañana es que nadie piensa, de verdad, en ti. Bush se exaspera en su codicia por el poder en complicidad con las petroleras y la hipertrófica "alma americana". Y Kerry no lo afronta con suficiente radicalidad porque ser radical, incluso en la trivial versión norteamericana, puede ponerle en el abismo, con la Iglesia católica empujando.
¿Qué hacer pues? Llevar el máximo cuidado en lo que se dice y cómo se dice. Conceder la mayor atención a las formas, las innovaciones y hasta las modas. Y puesto que el debate concluyó, según el gusto y la educación norteamericana, preguntando por la esposa, debe recordarse que viéndose Laura Bush y Teresa Heinz Kerry luciendo un mismo vestido blanco en el segundo cara a cara, la primera llamó a la segunda para advertirle que iría de azul. ¿Qué color cabía esperar que eligiera Teresa? Pues el rojo. De este modo, las cónyuges completaban el bloque, blanco azul, rojo, en que vive la sociedad norteamericana. Agarrarse al simbólico bien de la profunda nación sagrada les provee tanto de un recurso como de un lastre. Tanto de una anestesia como de una ceguera, una exasperación y un Botox.
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