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Tribuna:ECONOMÍA LATINOAMERICANA
Tribuna
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Argentina debe cambiar el rumbo

El autor analiza cómo se destruyó la estructura productiva en Argentina y la responsabilidad de los gobernantes.

La pobreza y la inseguridad, los dos principales padecimientos de Argentina en estos tiempos, son ambos el resultado de la desintegración de su aparato productivo. Si el país fue un día una sociedad de clases medias, se debió a que había una estructura productiva que mantenía y aglutinaba a todos. Miles y miles de empresas que ocupaban a obreros, empleados administrativos y gerentes. Éstos podían formar universitariamente a sus hijos, y los obreros y empleados tenían la posibilidad de una existencia digna y aún la alternativa de aspirar a la educación. Al destruirse el ambiente que hizo posible que esas empresas un día nacieran, al desaparecer los incentivos y las garantías para producir, y al canibalizarse las instituciones económicas fundamentales, la Argentina observa atónita la diáspora que genera desocupados y rentistas.

El Estado debería reconstruir instituciones que destruyó: la moneda, el crédito y la confianza

Por un lado, los millones y millones de antiguos obreros y empleados, que hoy se sostienen -miserablemente- por medio de los planes trabajar (un subsidio a los desocupados) y otros igualmente humillantes -aunque debe admitirse, imprescindibles- instrumentos de contención social.

Del otro lado, las antiguas familias emprendedoras, que por haberse salido oportunamente del negocio evitaron la ruina, y hoy, sin estímulos ni confianza, han trocado su espíritu emprendedor por el hábito rentista o especulativo. Sin hablar de los empresarios, que, atrapados en las crisis recurrentes lo perdieron todo.

¿Cómo se destruyó esa estructura productiva? El principal culpable fue el Estado (o mejor dicho, quienes lo administraron), que en su afán de disponer de recursos para hacer clientelismo y demagogia, inescrupulosamente gastó durante décadas por encima de los fondos con que genuinamente contaba. Ello motivó que instituciones vitales para la producción, como la moneda, el crédito, la rentabilidad, sucumbieran a consecuencia de la permanente irresponsabilidad fiscal y la voracidad impositiva.

El otro gran factor de destrucción de la estructura productiva fueron las políticas desacertadas, que aún con las buenas intenciones de modernizarla y de integrar el país al mundo, le asestaron por el otro costado el golpe de gracia.

Es cierto que la sociedad argentina tenía que pagar más caro por productos en muchos casos de mala calidad u obsoletos, por lo cual la apertura de la economía era absolutamente imprescindible, pero debió haberse llevado a cabo con un tipo de cambio como el que rige en estos días y en forma firme pero escalonada, y no como desgraciadamente sucedió con una paridad cambiaria ubicada en las antípodas de la actual.

Los dos prolongados periodos (en los ministerios de Martínez de Hoz y de Cavallo) que combinaron apertura de la economía con un peso sobrevalorado -junto a un Estado despilfarrador, indolente e irresponsable- resultaron fatales para la mayoría de las empresas, y por ende para el empleo y para el más valioso capital colectivo del país, que era ser una sociedad educada e integrada.

¿Cómo se derrota a la pobreza y se reconstruye una sociedad más justa?

Para volver a edificar una sociedad de clases medias hay que volver a construir una estructura productiva que las sostenga. Las nuevas clases medias, para ser estables, deben sostenerse en empleos productivos. ¿O acaso alguien imagina que pueden sostenerse con los 50 dólares al mes de los subsidios que reparte el Estado?

Hay entonces que llevar a cabo políticas que estimulen la actividad empresarial. Mientras Lula y Lagos halagan al capital, el Gobierno y la sociedad argentina, inducida por las autoridades, desprecian y maltratan a los inversores. La sociedad toda debería reconocer y aceptar la invalorable función social del emprendedor (o empleador) y facilitarle por tanto el camino en su tarea de generar trabajo. Implica llevar a cabo una verdadera cruzada nacional en favor del emprendimiento productivo. No se trata de desatender los derechos humanos, sino de entender que de ellos forma parte prioritaria el derecho igualmente humano a la inclusión social. Y esto se consigue con empleo. No repartiendo clientelísticamente desde el Estado. Ese sistema no sólo humilla, sino que atrofia poco a poco la aptitud productiva de la gente.

Las atractivas cifras de crecimiento económico que se exhiben no reflejan en lo más mínimo el desgarrante cuadro de desintegración social que padece la nación.

El Estado puede, como ha hecho hasta ahora, subir aún más las retenciones -un gravamen a las exportaciones- y aumentar los impuestos. Y dispondrá de más recursos para planes trabajar. Pero ¿estimula así la producción y el empleo genuino?

Debería en cambio comenzar a reconstruir, en base a disciplina y ética, las instituciones económicas que destruyó: la moneda, el crédito, la confianza (cuando se promete el reintegro de un impuesto y no se cumple, o se desconocen los contratos, se demuele la fe en el Estado).

Con el extraordinario potencial de la Argentina, en base a una batería de medidas estimulantes, se debería facilitar y provocar el espíritu emprendedor. Merecería la pena analizar un agresivo plan de flexibilidad laboral, por un tiempo determinado y para nuevos empleos. Un amplio y masivo programa de ayuda y facilidades a las pymes. Estudiar cómo cederles la administración de planes trabajar a cambio de capacitación contra horas de trabajo efectivo. Buscar abaratar sustancialmente el costo impositivo del salario. Idear un amplio plan nacional de impulso a la construcción de viviendas, reflotar los grandes proyectos (entre ellos, los forestales y energéticos), es decir, propiciar un shock de estímulo al empleo.

Porque más allá de los graves problemas, Argentina continúa siendo uno de los mejores sitios del planeta por su ecuación de agua potable, climas, recursos y cantidad de población.

El país pasó de tener un enfoque financiero a uno distributista o prebendario, que limita el crecimiento de la empequeñecida "torta" y no permite el ascenso social, en lugar de poner el énfasis en el empleo y en cómo aumentar la producción.

Quien nunca ha estado en la producción desconoce que para fomentarla es necesario que haya rentabilidad y que los agentes económicos tengan confianza de que una vez hecha la inversión no les cambien las reglas o les suban los impuestos para escamotearles la ganancia en base a la cual arriesgaron su capital.

Ubaldo Calabressi, un recordado ex nuncio apostólico en la Argentina, siempre decía que ante un hecho, la primera pregunta a hacer es: ¿quién se beneficia con él? La pobreza es el peor negocio para los empresarios. ¿Qué pueden venderles las empresas a los pobres? Es ésa la permanente conclusión del empresario mexicano Carlos Slim. En cambio, los únicos que le sacan partido a la pobreza son los gobernantes (al menos eso sucede en la Argentina). A los pobres, los pueden tener atados al Estado, repartiéndoles la ración mínima de subsistencia, para que, a cambio de su voto, y azuzándolos con la amenaza de que los otros partidos les quitarán el subsidio, los ayuden a sostenerse en el poder.

Encima, con astucia e hipocresía, les endilgan a otros la responsabilidad por la pobreza, ya sean el FMI, los países desarrollados, las empresas privatizadas, las ATIP o los bancos.

En cualquier empresa, los responsables de sus éxitos o sus fracasos son sus propios administradores. Nunca los proveedores, sus clientes o los bancos.

Pues entonces, los responsables de las catástrofes que padece la Argentina son los políticos que la han administrado.

Sentando las bases para un renacer productivo, podrían devolverle la esperanza que año tras año le han ido quitando.

Ricardo Esteves es empresario argentino y copresidente del Foro Iberoamérica.

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