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Columna
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Felipe y Fernando

Las estatuas ecuestres y egregias de los primeros reyes borbónicos de España, Felipe V y Fernando VI, se quedaron en el armario, inacabadas y ya decrépitas. El anterior alcalde de Madrid, Álvarez del Manzano, cuyo gusto estatuario fue a menudo objeto de polémica y rechazo, las encargó para completar su colección, mermada con la desinstalación de su pedestre violetera, que vino y se fue de la calle de Alcalá a petición de una mayoría de ciudadanos preocupados por la estética, que se manifestaron lúdica y ruidosamente ante el adefesio. No tuvo suerte el edil en sus pretensiones monumentales; unos años antes de la iniciativa violeteril había visto abortado su intento de erigir un monumento mariano en el Retiro, para compensar las presuntas malas vibraciones del Ángel Caído, que pasa por ser el único monumento público erigido al mismísimo diablo.

Felipe V, cabeza de la dinastía española de los Borbones, vencedor de una guerra de Sucesión que todavía levanta ampollas en Cataluña, fue un monarca melancólico y demente que acabó sus días convertido en un fúnebre y enloquecido espantajo del que todos, incluso sus cortesanos más adictos, huían, por el insoportable hedor que despedía. Sucio, greñudo y sin mudarse de ropa, Felipe V, dos veces rey de España, porque retomó la corona tras la prematura muerte del hijo en el que había abdicado, Luis I el Breve, transmitió sus rasgos depresivos a su segundo hijo, Fernando, que, según las crónicas, murió de melancolía, afectado por el fallecimiento de su amadísima esposa, Bárbara de Braganza. Por supuesto, las reales, a la postre virtuales, esculturas encargadas por Álvarez del Manzano no representan a estos locos egregios en sus horas bajas, sino en todo su esplendor ecuestre. Amante de la equitación y de la caza, como tantos de sus antecesores y sucesores en el trono de España, Felipe V se hubiera complacido con el abortado monumento, pues cuentan que amaba de tal forma a los caballos que en sus postreros delirios trataba de cabalgar en los que figuraban en los tapices palaciegos, eso cuando no le daba por creerse rana y croar a la caída de la tarde.

Rana le salió su pretensión estatuaria a Manzano, que había pensado ubicar sus estatuas en la plaza de Oriente, donde, sin duda, hubieran desmerecido frente a la imponente y majestuosa efigie de Felipe IV, la más bella de cuantas engalanan, o afean, las calles y las plazas de la urbe. Sin ir más lejos, en la misma plaza y en rigurosa formación figura una quimérica y burda colección de reyes de la antigüedad, hermanos de otros tantos que montan guardia fantasmal en una avenida del parque del Retiro. De su torpe factura no tiene culpa el escultor, que las cinceló sin mucho detalle, pues le habían sido encargadas para rematar las alturas del Palacio Real y ser vistas desde la distancia. Nadie verá las estatuas a medio hacer, hierro y arcilla, que el Consistorio encargó hace seis años. No las veremos, pero ya las hemos pagado y seguiremos pagando por su almacenamiento. Por ahora, Ruiz-Gallardón ha gastado 150.000 euros del presupuesto común para mantener estabulados en naves privadas a los nobles brutos y a los nobles caballeros; 57.760 de esos euros nuestros figuran en la partida de "honorarios de mantenimiento de las esculturas"; no sé qué comerán las estatuas, pero debe ser mucho y caro, y también me parecen un despilfarro las cantidades invertidas en su vigilancia; no se van a escapar y resulta difícil pensar que alguien las robe para colocarlas en el jardín del chalé pastoreando a los enanitos de piedra artificial. Pienso que tal vez debiera el Consistorio regalarle las estatuas a su mentor, el ex alcalde Álvarez del Manzano, por su cumpleaños, o en recompensa por sus méritos, para que las mantenga y las vigile personalmente.

Más pragmático y de gustos más refinados, Ruiz-Gallardón evitará las tentaciones violeteriles y marianas de su predecesor. De momento, no ha propuesto construir monumento alguno, sino más bien todo lo contrario. Los vecinos de la plaza de Dalí le acusan estos días de desvirtuar con sus obras de remodelación el dolmen ideado por el genio de Figueras, recortando sus pilares y cambiando el pavimento diseñado por él mismo. Mientras la plataforma en defensa de la plaza recoge firmas, el Ayuntamiento sigue con su reforma iconoclasta.

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