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Tribuna:DEBATES DE SALUD PÚBLICA
Tribuna
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¿Cuándo empieza la enfermedad?

La preocupación de los humanos por la salud no está reñida con la ironía. Según un viejo dicho, sana es aquella persona que no sabe todavía que está enferma. Un aserto a menudo falso y casi siempre exagerado que probablemente obtuvo eco al reflejar la convicción de que la experiencia de la enfermedad resulta inevitable. Sin embargo, en la actualidad, la sentencia ha perdido algo de su poesía y se ha hecho más literal.

Si entendemos la enfermedad como las novelas decimonónicas, con su principio, desarrollo y desenlace, lo que en términos técnicos se denomina historia natural, la primera acción de la causa -o causas- de la enfermedad provoca alteraciones inaparentes. En muchos casos incluso resulta imposible determinar con precisión el inicio del proceso.

Ahora podemos saber que estamos enfermos y ser tratados como tales sin tener síntomas

Al detectar estas alteraciones antes de que se produzcan las manifestaciones clínicas, se puede adelantar el momento habitual del diagnóstico, lo cual, a veces, supone una oportunidad para la intervención que, en la jerga sanitaria, se denomina prevención secundaria. Pero, a la vez, cuando se reconoce la presencia de una enfermedad en sus fases iniciales, todavía sin síntomas, quien hasta entonces se sentía sano se convierte en enfermo.

Las ventajas del diagnóstico precoz son claras, aunque, como casi todo, no está exento de limitaciones, las cuales tienen que ver con la validez de las pruebas utilizadas y, sobre todo, con la disponibilidad de un tratamiento precoz eficaz. Pero también se requiere un buen conocimiento del proceso en las fases iniciales que asegure la oportunidad de la intervención, puesto que una recuperación espontánea la haría prematura o superflua.

Por ello los indicadores precoces de enfermedad deben ser muy sensibles y proporcionarnos el convencimiento de que el paciente está realmente enfermo, aunque no perciba todavía ninguna de las consecuencias de su dolencia y de que su evolución será negativa, de forma que esté indicada la prescripción del tratamiento.

La capacidad de predicción de la medicina moderna supone, pues, una ampliación en la definición de la enfermedad. Si durante milenios el criterio básico para determinarla ha sido el sufrimiento, la limitación o la incapacidad, en la actualidad podemos saber que estamos enfermos y ser tratados como tales sin padecer ninguna de estas situaciones. Un cambio notable de perspectiva.

Así, por ejemplo, una parte de las personas diabéticas desconocen que lo son. Algunas de ellas presentan alteraciones mínimas e inespecíficas y otras, incluso, no perciben anormalidad alguna. De hecho, cada vez es más frecuente el diagnóstico casual, aprovechando la práctica de un análisis rutinario de sangre. Una concentración superior a 126 miligramos de glucosa por decilitro en ayunas es suficiente para diagnosticar la diabetes.

Muchas personas que desarrollarán diabetes padecen antes intolerancia a la glucosa, un trastorno del metabolismo de los azúcares que advierte de la predisposición a la enfermedad. En este caso, sin embargo, la consideración de la intolerancia como una enfermedad es exagerada porque no todos los que la experimentan desarrollarán la diabetes.

La medicina actual nos lleva a la anticipación del conocimiento de la presencia de las fases iniciales de la enfermedad. Una situación que tiene la ventaja de posibilitar intervenciones más precoces y el inconveniente de ampliar la morbilidad y también la dependencia sanitaria de la población.

Sin embargo, hay otras posibilidades. La inmensa mayoría de los enfermos diabéticos sufren diabetes tipo II, que está intensamente asociada a los estilos de vida, a la obesidad y al sedentarismo. Evitar el exceso de peso y llevar a cabo una actividad física adecuada previene la diabetes y otras enfermedades y, además, acostumbra a mejorar la salud en el sentido positivo. Constituye, pues, un programa de intervención para todos sin necesidad de que nadie se considere por ello enfermo.

Un planteamiento que puede aplicarse también a la mayoría de los factores de riesgo de las enfermedades más comunes, como la hipertensión, las dislipemias o incluso la osteoporosis, que no producen por sí mismas -salvo la excepción de las crisis hipertensivas- sufrimiento, limitación o incapacidad.

En tanto que factores de riesgo, no implican tampoco que las personas expuestas desarrollen forzosamente las enfermedades a las que se asocian, sino que aumentan significativamente la probabilidad de presentarlas. En cambio, alguien que no presente hipertensión o dislipemia puede sufrir un accidente vascular cerebral o un infarto de miocardio.

La consideración de los factores de riesgo desde la perspectiva individual, como hace la asistencia médica, es una aplicación distorsionada -aunque útil- de un concepto que tiene su significado genuino en el ámbito de la colectividad. Pero tiene el inconveniente potencial de incrementar la morbilidad percibida, porque el trato dispensado por las personas a ellos expuestas es similar al que reciben las personas enfermas.

La capacidad de anticipar la presentación de las enfermedades está a las puertas de un nuevo salto cualitativo. El desarrollo de la genética clínica convierte a la susceptibilidad biológica en un ámbito de intervención sanitario. Como ocurre frente a los factores de riesgo ya citados, la detección generalizada de precursores genéticos se espera que abra nuevas oportunidades para actuar.

Sin embargo, el camino que se ha empezado a recorrer probablemente sea largo y repleto de incertidumbres y riesgos, entre los cuales destaca la ampliación considerable del espectro de la enfermedad, porque, aunque fuera más preciso considerarla preenfermedad, el solo conocimiento de su existencia provocará sufrimiento.

Claro que si la salud fuera mera ignorancia de la enfermedad, como sugiere irónicamente el dicho del principio, deberíamos aprender a afrontarla sin recurrir a espejismos y quimeras.

Andreu Segura es profesor de Salud Pública de la Universidad de Barcelona.

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