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Columna
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El músico borracho

Rafael Argullol

Aunque las joyas absolutas de la Galería Tretiakov de Moscú sean la Santísima Trinidad y el Cristo de Andréi Rubliov, sin olvidar los iconos de Dioniso y de Teófanes el Griego, los amantes de la pintura deberían prestar una atención especial a la riquísima colección del arte ruso del siglo XIX, poco conocido en Europa occidental pero magnífico en muchos sentidos y muy particularmente en el desarrollo del retrato. El visitante que deambula por las cargadas y desordenadas salas del viejo museo tiene la oportunidad de enfrentarse a los rostros de muchos artistas y escritores que en algunos casos, como en el del célebre retrato de Dostoievski pintado por V. G. Perov, han acabado por convertirse en nuestra imagen del retratado.

Los amantes de la pintura deberían prestar una atención especial a la colección de arte ruso del siglo XIX de la Galería Tretiakov de Moscú

Se hace difícil pensar en la cara que podía tener Dostoievski sin recurrir al cuadro de Perov.

En otros ejemplos se nos introduce en las siluetas de personajes desdibujados por la historia rusa reciente pero cuya importancia no puede sino crecer.

En el cuadro de Mijaíl Nesterov Los filósofos Bulgákov y Florenski, de 1917, podemos observar, no sólo las figuras de los dos pensadores, sino una suerte de radiografía del tiempo en que se pintó la obra. Cuando en 1943 Bulgákov tuvo conocimiento de la muerte de Florenski en un campo de concentración estalinista, se refirió al retrato realizado por Nesterov: "Según la idea de su autor, no se trataba únicamente de un retrato de dos amigos hechos por una tercera persona, sino de una visión espiritual de la época". Palabras que, por otra parte, reflejan muy bien la aspiración dominante en la pintura realista rusa, la tentativa de captar la espiritualidad que se transcribe en la expresión y en los gestos corporales.

La primera vez que visité la Galería Tretiakov me llamó la atención esta insistencia de los modernos pintores rusos en el retrato en un momento en que la pintura occidental le prestaba una atención decreciente. Parecía que fuera en Rusia, y no en los países originarios, donde se producía, tras una larga resistencia antirrealista, el estallido final de la gran tradición retratística nacida en Italia y los Países Bajos. La Tretiakov estaba repleta de retratos que tomaban como referencia a Tiziano, Franz Hals o Velázquez para ilustrar el clima y los protagonistas del siglo XIX.

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Hubo para mí, sin embargo, un retrato que eclipsó a todos los demás. Lo curiosos es que, al menos en aquella ocasión, no había un rótulo que indicara de quién se trataba ni quién era el autor. Es probable que hubiera sido reinstalado tras la cesión provisional a otro museo y que todavía no se hubiera repuesto el letrero, sin descartar que fuera una muestra más del caos gráfico de la galería. Como quiera que fuera, lo importante es que aquella pintura era decididamente excepcional. El cabello desordenado y los grandes ojos azules del retratado ponían en marcha una singular expresión melancólica, quizá triste, quizá frágilmente bondadosa, dividida por una hermosa nariz colorada de borracho. Descendiendo desde la barba rubia y también desordenada cruzaban el cuadro las solapas color frambuesa de la bata verdosa en que se envolvía el personaje. El alma parecía alejarse lentamente de ese hombre que miraba, ya sin ganas, hacia una inconcreta lejanía. A mi espalda dos turistas franceses, seguramnete informadas unos minutos antes por algún cicerone, exclamaron al pasar: "Le musicien ivre".

Y en efecto, como luego supe, aquél era el "músico borracho", Modest Mussorgski, el celebrado autor de Boris Godunov, pintado en el año de su muerte, 1881, por Ilia E. Repin, tal vez el mejor de todos aquellos retratistas que habían nutrido las paredes de la Galería Tretiakov. Repin, que había formado parte de los Pintores Itinerantes, el grupo decisivo del arte ruso moderno, tenía en el museo otros ejemplos de su enorme capacidad para el retrato, como la pintura dedicada al compositor Cesar Cui y, por encima de todas, la titulada Tolstói descansando en el bosque, un cuadro que, como el que pintó Nesterov con Bulgákov y Florenski , quería ser fundamentalmente el retrato de una atmósfera espiritual. A este respecto no deja de ser paradójico que Tolstoi, que decía odiar la visión de su rostro, haya sido sin duda, junto con Goethe, el escritor más retratado de todos los tiempos, transformado casi en un tótem. Los artistas peregrinaban a Yasnaya Poliana para pintar una y otra vez al huraño Tolstoi. Repin realizó más de setenta retratos del "gran León", como acostumbraba a llamarlo, una vez establecida entre ellos una cálida amistad. En compañía de Repin, Tolstoi escuchó por primera vez la sonata Kreutzer, de Beethoven, y fue el pintor, que tenía intención de realizar un cuadro sobre el mismo tema, quien narró al escritor la historia que daría pie a la famosa novela tolstoiana Sonata a Kreutzer.

Pero si "el León" cautivó a Repin, ningún modelo, según sus propias palabras, lo conmovió tanto como Mussorgski, de quien era gran amigo -lo llamaba afectuosamente Musorianin- y a quien quiso pintar antes de su pérdida definitiva. Mussorgski, aislado, alcohólico y enfermo, se deslizaba ya por el tramo terminal cuando posó, en tres ocasiones, para su amigo Repin, la última a escasos días de su muerte. Parece que el pintor trabajó intensamente para acabar el cuadro antes de que ésta se produjera.

No sabemos si tuvo éxito en esto. El mecenas Tretiakov, seguidor de Repin y entusiasta de Boris Godunov, adquirió el cuadro sin ni siquiera verlo. Estaba, según dijo, convencido de su maestría. Repin destinó el dinero a la construcción de un monumento a la memoria de Mussorgski.

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