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Historias de dos ciudades

De chico, en el colegio, cuando se establecía una comparación entre Madrid y Barcelona con algún alumno madrileño, la magnanimidad nos llevaba a convenir que Madrid contaba con El Retiro y El Prado, pero Barcelona tenía puerto. Cualidades que, por su escaso gancho para un niño, se revelaban como meras proyecciones de un cliché establecido por los mayores. A grandes rasgos, en la imaginación popular Barcelona era por aquel entonces la ciudad industriosa y moderna, y Madrid, la capital ociosa y zarzuelera.

Con los años el cliché se ha ido modificando, pero nunca a la velocidad con que se han modificado ambas ciudades. De ahí la sorpresa de tantos catalanes que visitan Madrid como turistas y hasta de algún que otro político destinado a la capital al descubrir que lo que creían Madrid es sólo una pequeña parte de Madrid y, sobre todo, que ni la ciudad ni sus habitantes son como hasta entonces habían imaginado. Y es que, confundiendo ciudades con equipos de fútbol, existe en Barcelona la creencia relativamente generalizada de que el barcelonés, por el mero hecho de serlo, es detestado por los madrileños. Cuando lo cierto es que eso puede suceder en mayor o menor grado en Valencia o en Palma, pero no en Madrid, donde la gente tiende a pensar que en Barcelona sí que se hacen bien las cosas. En cualquier caso, cuando se enjuicia la labor realizada por los respectivos ayuntamientos en ambas ciudades, se suele incurrir en dos errores. El primero de ellos es el de pensar que la orientación de las inversiones ha de cambiar de rumbo según el control municipal esté en manos de la derecha o de la izquierda; la experiencia demuestra que esto no es así, que con mejor o peor gusto los políticos de una u otra tendencia terminarán haciendo aproximadamente lo mismo. El segundo se refiere a la creencia de que determinadas obras públicas que canalizan el tráfico rodado o propician la instalación de nuevas industrias contribuyen al bienestar del ciudadano, cuando para éste lo esencial es que la ciudad sea habitable.

Barcelona se modernizó antes, en pleno siglo XIX, conforme a un planteamiento urbanístico sólo comparable al de Nueva York. Paradójicamente, el Plan Cerdá, por desvirtuado que haya sido en la práctica, cuenta aún hoy con la animadversión de una buena parte de la sociedad barcelonesa al considerar que, además de impuesto por Madrid, el plan es de inspiración socialista en la medida en que propicia la convivencia en un mismo edificio de personas de diversa extracción social, tanto más baja -en la época- cuanto más alto fuera el piso. El dicho de que nadie es profeta en su propia tierra se cumple en Barcelona como en pocos lugares, de forma que lo que hoy es motivo de encomio lo fue en su día de vituperio. La época de Gaudí era conocida hasta no hace tantos años como la época del mal gusto y Dalí era más famoso por sus excentricidades que por su pintura. La ciudad ha crecido a golpe de eventos promocionales -la Exposición del 29, los Juegos Olímpicos, el Fórum- y todos ellos han cosechado abundantes críticas desde un punto de vista urbanístico.

El urbanismo utópico de Madrid apenas sí llegó a plasmarse en la realidad y el crecimiento en altura de la ciudad se inició a costa de sus mejores palacios y residencias. Sin embargo, supo dotarse de una red de metro y de transporte público ejemplares y en esa funcionalidad reside el secreto de que en unos pocos años y pese a sus muchos rotos haya sabido convertirse en una ciudad vanguardista. En la actualidad, tanto como por los museos, el turismo se siente atraído por su vida nocturna. Del Madrid de la movida al Madrid del botellón no se ha producido otra solución de continuidad que los cambios en la moda de los jóvenes que a lo largo del fin de semana se constituyen a modo de mobiliario urbano por todos los rincones de la ciudad. Los taxistas aún suelen culpar a Tierno de todo ello del mismo modo que los artistas culpan a Del Manzano de la horterez del mobiliario urbano propiamente dicho. Pero hay vicios urbanos que escapan a la voluntad de cualquier autoridad municipal, siendo ya como son, por su arraigo, modos o modales. Me refiero a esa tendencia a la dejadez y a la falta de mantenimiento de cuanto se hace una vez está hecho, como si las plantas de los parques también hicieran vacaciones y las bocas de las alcantarillas fueran objetos decorativos. Y, sobre todo, ese tratamiento alla turca al que se ve sometido el ciudadano, esos andamios, vallas, fosas, charcos y trampas que se obliga a sortear al transeúnte, zigzagueando por aceras que más bien parecen talleres, bastiones o trincheras, entre silbidos de sirena y el trepidar de algún martillo hidráulico. Si así es la calle, ¿cómo no va a ser igualmente bronca la vida ciudadana?

A la vuelta de los años, Madrid y Barcelona han intercambiado sus respectivos papeles: Madrid se ha convertido en el centro de la actividad económica porque así lo ha decretado el Mercado, mientras que Barcelona se va situando entre las ciudades con mejor calidad de vida de Europa. Claro que, como es sabido, con los cambios siempre se pierde algo. Madrid ha perdido el sosiego y sus ciudadanos, insomnes, escapan de ella en cuanto pueden. Algo parecido hacen los barceloneses al esparcirse cada fin de semana por el Ampurdán, debido, en parte, a que las villas ajardinadas que se extendían de un extremo a otro de las laderas del Tibidabo, también se han perdido. Pero los ciudadanos parecen más preocupados por otras cosas, por los aspectos especulativos del Fórum, por ejemplo, como si hubiera proyectos urbanísticos que no fueran especulativos. Con todo, no deja de ser una suerte que, en un mundo cada vez más idéntico a sí mismo, las dos ciudades se parezcan cada vez menos.

Luis Goytisolo es escritor.

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