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Columna
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Lenguas

Cualquiera que haya tenido la oportunidad de recorrer de Norte a Sur y de Este a Oeste, las esquinas de este país tan hermosamente trágico y mal cosido, coincidirá conmigo en que el paisaje es una forma de destino.

Durante años pensé que en la vida sólo existían dos clases de horizonte: el océano o las cumbres escarpadas de la Sierra con el cerro de Santa Marina al fondo, donde íbamos en romería una vez al año. Entonces cualquier viaje empezaba de noche porque el mundo era un lugar inmenso y había que salir de casa antes del amanecer. Todavía ahora, cuando llego a un punto de destino, me asalta la misma sensación de descubrimiento que tenía en aquellas excursiones. Porque a fin de cuentas viajar es la única manera de reconstruir el alma de un territorio. Pero la identidad no es una cosa estática o esencial, como pretenden algunos, sino algo bastante más complejo y que por lo tanto depende del humor que tengamos cada día y cambia con los años. La identidad son los lugares que uno ha habitado aunque sea en sueños: es el corazón del ensanche barcelonés atravesado por la memoria acanallada de la generación de Jaime Gil de Biedma o una determinada calle del Madrid de los Austrias que tiene sonoridad de campanas; La identidad se construye en los sitios donde uno ha sido feliz: el barrio en el que vivimos, los lugares a los que hemos ido de vacaciones como la aldea asturiana de los Picos de Europa que descubrí con veintipocos años con la cresta del Naranco de Bulnes coronando mis mejores sueños, o la tabernita de pescadores en plena bahía de Málaga en la que estuve cenando hace poco con unos amigos en medio de un viento africano que doblaba las palmeras como en el huracán de Cayo Largo, mientras en alguna parte Antonio Vega desgranaba unos acordes muy tristes: "Si en el firmamento poder yo tuviera/ esta noche negra lo mismo que un pozo/ con un cuchillito de luna lunera/ cortaría los hierros de tu calabozo...".

En un país hecho de tantas distancias, la melancolía es la única identidad posible. Pero se fragmenta en mil versiones diferentes y en ellas cabe desde la alquimia de los druidas celtas hasta el espíritu de los filósofos grecolatinos o el sueño de los poetas árabes. Porque la patria la forman los amigos, las novelas, el universo contradictorio de todo lo que amamos.... Y también el idioma, claro. Con todo hay gente demasiado exclusivista que es partidaria de las versiones únicas y considera que la diversidad lingüística no representa ninguna ventaja, sino un problema e incluso una "enfermedad" que conduce al fracaso, como opinaba Vicente Verdú recientemente en una columna en este mismo periódico. Recuerdo que hace años tuvimos un perro al que habíamos recogido de cachorro en un barranco de Chinorlet y cuando se ponía melancólico había que hablarle en valenciano con acento del Vinalopó Mitjà para que volviera a menear el rabo. También adoptamos un gato llamado Rosendo que sólo atendía a razones cuando se le hablaba en gallego con jeada, porque había nacido en Boiro. Sin embargo en mi casa a los pájaros siempre se les habló en castellano. Con las personas sucede lo mismo, cada lengua encierra en si misma todas las posibilidades cifradas de la felicidad, porque ningún idioma mide su grandeza por el número de hablantes sino por los sueños que su propia sintaxis le permite concebir.

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