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EE UU y Europa: ¿declive o tensión de una alianza?

En la segunda mitad de los años sesenta del siglo XX se llevó a cabo un estudio comparado bajo el sugerente título de Euratlántica, patrocinado por institutos americanos y europeos, con la finalidad de recoger el clima de opinión y el sustrato valorativo entre los sectores sociales mejor educados a ambos lados del Atlántico. Era época de vacas gordas con pleno despliegue del Estado de bienestar y la relativa tranquilidad del equilibrio atómico -atrás quedaba la crisis cubana de los misiles-. El Plan Marshall y el Mercado Común Europeo cosechaban sus mejores frutos. Europa occidental demostraba que las demandas históricas de justicia e igualación social podían ser satisfechas sin necesidad de acudir al sistema de planificación total; bajo el gran pacto político entre socialdemócratas y democristianos, que con variaciones ha funcionado hasta el presente. Por su parte, las bases militares americanas, los vuelos permanentes de control y la Sexta Flota suministraban la burbuja defensiva del desarrollo europeo. La España de la época no podía aún sentarse a una mesa por primera vez llena, aunque tras los acuerdos defensivos y la liberalización económica empezaran a olvidarse los desengaños del Bienvenido Mister Marshall.

El estudio Euratlántica recogía aquella atmósfera de gran consenso entre europeos y americanos, referente a objetivos sociales y políticos básicos tanto como a estilos de vida de una sociedad, que la Sociología había etiquetado de consumo de masas. Dentro del consenso aparecían, no obstante, variaciones esperadas tales como ciertas peculiaridades británicas frente al continente y respecto a Estados Unidos. Y otras más sorprendentes como la mayor afinidad de valores y opiniones entre las sociedades asentadas en los territorios que constituyeran el viejo imperio romano y su sucesor sacro-germánico. El centro-sur de Europa mostraba, frente a las sociedades nórdicas, semejanzas culturales cuyas raíces habría que buscar en fuentes normativas comunes cabalgando sobre siglos y generaciones.

Un estado de opinión menos conciliador y confiado es el que hoy nos ofrece el reciente estudio Trasatlantic Trends 2004, que analiza las actitudes de europeos y americanos respecto a los asuntos internacionales. El proyecto tiene carácter periódico y, a diferencia de Euratlántica que se limitaba a los sectores cultos, se basa en muestras estadísticas de toda la población adulta de Estados Unidos, Alemania, Francia, Holanda, Italia, Polonia, Portugal, Reino Unido, y, por primera vez, Eslovaquia, España y Turquía. La investigación viene patrocinada por la German Marshall Fund de Estados Unidos y la Compagnia di San Paolo, y es realizada en España por primera vez por la Fundación BBVA. Éstos son, en un flash, sus resultados: "La comunidad trasatlántica se encuentra dividida tras los grandes debates y divergencias de los últimos tres años. En este contexto se observa que, si bien los americanos y europeos perciben las mismas amenazas internacionales en el mundo actual, difieren marcadamente en sus opiniones respecto al mejor modo de enfrentarse a ellas y bajo qué condiciones. Al tiempo que desean cooperar con Estados Unidos, la mayoría de europeos expresa el deseo de que la Unión Europea asuma un papel más independiente en el mundo. Los datos apuntan a que muchos europeos son ambivalentes respecto al tipo de rol que desean para esta institución y respecto al coste que están dispuestos a asumir para ello. En contraste, muchos americanos desean una colaboración más estrecha con una Unión Europea fuerte, incluso en el caso de que no comparta las mismas posiciones que Estados Unidos".

Más específicamente, deben resaltarse las siguientes conclusiones. Primero, europeos y americanos perciben que mantienen valores comunes, que favorecen la cooperación. La mayoría de los europeos tienen sentimientos favorables hacia Estados Unidos, que en el último año no se han modificado pese al deterioro de la situación en Irak, que diera origen al presente distanciamiento. Los americanos, por su parte, también perciben favorablemente a los europeos, aunque la opinión respecto a franceses y alemanes es algo menos positiva que hace un año. Por el contrario, el apoyo de los europeos al liderazgo de Estados Unidos en el mundo y las políticas del presidente Bush ha disminuido significativamente en los últimos dos años. En España concretamente predomina una visión crítica del papel de Estados Unidos en las relaciones internacionales. Los jóvenes se muestran especialmente críticos hacia la política de Estados Unidos.

En segundo lugar, entre las zonas grises de opinión contradictoria cabe destacar, por parte europea, un aumento del deseo de que la Unión se convierta en una superpotencia con mayor capacidad militar para proteger sus intereses, mientras que la mitad de quienes así opinan no se muestran dispuestos a aumentar el gasto en defensa para lograr tal objetivo. Por otra parte, pese a existir un consenso trasatlántico sobre la amenazas en el mundo actual, aparecen grandes desacuerdos sobre cuándo y bajo qué condiciones usar la fuerza militar. Existen divisiones de opinión al respecto entre ambos lados del Atlántico, pero también en el interior de Estados Unidos y Europa. En España, la predisposición general es de rechazo hacia el uso de la fuerza militar, que se muestra atenuado ante situaciones que demandan ayuda humanitaria o la presencia armada para el mantenimiento de la paz.

Aparte del interés descriptivo de los resultados del estudio, los datos permiten ahondar un poco sobre algunas características específicas de la opinión pública en materia internacional, lo que tendría particular relevancia dada la tensión que hoy vive el mundo y, desde luego, España tras un cambio de Gobierno no disociable de esta problemática. Se trata de las incongruencias de los estados de opinión, con mayor frecuencia presentes en cuestiones internacionales, ya sea por el menor grado de información ya por la disonancia entre el mundo que uno desea y los hechos tal como verdaderamente son. En este sentido, algunos resultados del estudio se nos aparecen como en un limbo político, prácticamente ajenos a la verdadera dinámica de las relaciones de poder. Así, por ejemplo, se desea una Europa con liderazgo internacional y defensivo, pero siempre que ello no implique un aumento considerable de los gastos en defensa. La historia, por el contrario, enseña que la sola potencia económica no basta para un pleno liderazgo -Japón y Alemania contemporáneos como botón de muestra.- Por otra parte, Europa sigue dependiendo en materia defensiva y en forma determinante de la potencia militar americana. Otro ejemplo es la opinión sobre el papel internacional de las fuerzas armadas como agentes de ayuda humanitaria más que como recursos de fuerza para imponer objetivos políticos. En efecto, se puede legítimamente buscar la paz por encima de otros bienes, pero si se desean unas fuerzas armadas bien dotadas habrá que aceptar que su especificidad funcional es la preparación para la guerra.

Las contradicciones de la opinión pública en materia internacional pueden llegar a tener enorme relevancia práctica, aunque sólo fuese porque la opinión es voz del electorado y transforma ideas en votos, a veces con indeseables consecuencias para los gobernantes. La opinión pública es nuestra epidermis social, en palabras de una eminente investigadora, un tejido delgado si se compara con la trama densa de las relaciones familiares y los intereses económicos. En situaciones normales la opinión es sólo ligeramente irritable. Sin embargo, una vez penetrada por el germen de una crisis puede convulsionar todo el organismo. Ello sucede con mayor frecuencia en el terreno de las relaciones internacionales que en la política doméstica, donde la opinión suele estar mejor informada y calibrar más acertadamente el efecto sobre los intereses personales y nacionales. Si bien es verdad que la menor información del público otorga un mayor poder discrecional a quien gobierna -y esto a veces permite actuaciones con escaso respaldo popular-, se corre el riesgo, en situaciones inesperadas, de que un vuelco súbito de la opinión haga pagar caro las decisiones tomadas en las cerradas estancias del Gobierno. Muchos políticos padecieron los sinsabores de tan turbulenta relación: entre otros, el general De Gaulle durante el conflicto de Argelia, los coroneles griegos en el de Turquía y, recientemente entre nosotros, los populares de José María Aznar.

De vuelta con los resultados del Trasatlantic Trends 2004, el hecho de que las opiniones negativas estén confinadas al ámbito de unas políticas concretas -las de la Administración Bush-, unido a las contradicciones estructurales de la opinión pública en materia internacional, permiten sostener que nos encontramos ante un fenómeno más coyuntural político que de riesgo de fractura profunda en las relaciones entre Estados Unidos y Europa. Todo ello, ¿hará falta decirlo?, sobre el tradicional telón de fondo de un síndrome antiamericano por parte de los europeos y una necesidad afectiva de aceptación por parte de los estadounidenses.

Al menos en cuanto expresión de opinión política, se trataría por parte europea de una versión airada del viejo síndrome, cabalgando en pacífica disonancia con la estima de tantas otras cosas americanas, más que de la puesta en cuestión de una relación centenaria. Los europeos siguen apreciando las bondades de la sociedad y la cultura americanas. Del otro lado del Atlántico, la cercanía con Europa sigue siendo deseada, pese a eventuales desacuerdos en la acción política; todo ello históricamente congruente con la germinación recíproca de valores y estilos de vida. Los europeos apenas ponemos hoy en duda la vitalidad de la sociedad norteamericana donde casi todos los grandes cambios se iniciaron o insinuaron años antes que en Europa -desde la revolución democrática del siglo XVIII a la liberación femenina y la aceptación social de las diferentes opciones sexuales-. Ni se duda en América del patrimonio cultural común, la interdependencia económica o la necesidad de compartir objetivos políticos con Europa. ¿Cómo explicar de otro modo los centenares de miles de graduados universitarios que transitan cada año en ambas direcciones para mejorar su titulación o enriquecer su formación profesional? Una mayor profundidad, valores sociales y políticos esenciales, estilos de vida, intereses económicos y necesidad defensiva constituyen -nada más y nada menos- el cimiento común de la relación trasatlántica ¿Podrá seriamente dudarse que europeos y norteamericanos estamos llamados a entendernos?

Rafael López Pintor es catedrático de Sociología de la UAM y consultor político internacional.

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