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Columna
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Agentes de recubrimiento

El cuadro que Ignacio Ugarte pintó en 1888 se encuentra ahora en una de las salas del Ayuntamiento de San Sebastián. Se titula Perrita al agua y representa a unos niños dedicados, en el puerto, a recuperar las monedas que les van lanzando los paseantes. Cuando yo era pequeña, unos niños auténticos también "jugaban" a eso; pedían "una moneda al agua" y luego se tiraban de cabeza a por ella. Yo los contemplaba fascinada, es decir, con una mezcla de envidia y de temor, entre otras razones porque después de conseguida la "perrita" se la guardaban -suprema trasgresión- en la boca. Hace muy poco vi una escena parecida en un pueblo de nuestra costa. Una hilera de niños a punto de lanzarse al agua desde el puerto. Y pensé inmediatamente, la memoria es así, en mi infancia y en el cuadro de Ugarte. Pero si lo menciono ahora es porque entre esa imagen actual y las antiguas existe, además de las diferencias de rigor, una de mucho peso.

Nos estamos acostumbrando a ver niños gordos. En la calle, en la playa, en los escenarios del deporte escolar. Y me parece importante recordar aquí que en su balance de los Juegos de Atenas, el vicepresidente del Comité Olímpico Español, José María Odriozola, declaraba a este periódico: "Hay un problema angustioso de sucesión generacional. Si no cambian las normas del deporte escolar, nos quedaremos sin clientela. El ejercicio físico tiene que hacerse en la escuela y no en el horario extraescolar. Estamos llegando a un punto intolerable de obesidad en la población infantil". Entre otros datos preocupantes, las estadísticas nos han dado esta semana el punto exacto: el 16% de los niños españoles padece obesidad y otro 30%, sobrepeso. Triste puesto el de ocupar en este asunto la cabeza europea (aunque tal vez sería más propio decir los pies); pobre triunfo el de ser los primeros (sólo nos superan los británicos) en pequeñas gorduras. En menudas gorduras. Y el juego de ese adjetivo polifacético coloca el problema en su justa y alarmante dimensión.

La cuestión es entonces qué hacer. Cómo meterles marcha a las estrategias de lucha contra el sedentarismo infantil y los malos hábitos alimenticios. Cómo corregir lo que obviamente se ha planteado mal, y se ha hecho mal activamente o por omisión. Y voy a cruzar ahora los datos de la obesidad infantil con los que han revelado también esta semana que nuestra juventud cada vez se droga más y antes. Las drogas han pasado a ser una competencia de los departamentos de Sanidad, desplazamiento que traduce, independientemente de otras cuestiones, un profundo cambio de mentalidad social. Vemos las drogas cada vez menos como un asunto penal o de orden, y más como un problema de salud pública. Y por ello los límites entre drogas legales e ilegales se van diluyendo en nuestra consideración, o, lo que es lo mismo, nos resistimos cada vez más aceptar distinciones meramente formales, o semánticas. Que este fármaco sea droga y no el otro, o que en los estancos haya tabaco y no cannabis, por ejemplo, son posiciones discutibles, que cuesta entender o admitir sin más.

Vuelvo a los niños gordos. Porque también me cuesta cada vez más aceptar la distinción entre drogas grandes y pequeñas o para pequeños. Y por eso creo que es fundamental introducir el consumo de ciertas sustancias que están en venta alegre y libre, y en publicidad vistosa y tentadora, en el debate sobre las dependencias nocivas. Asusta acercarse a la composición "de diseño" de algunas golosinas. La fórmula de las chuches incluye en un mar de azúcar, gelatina y almidón, ristras de ácidos, aromas, colorantes y ceras, y una cosa que se llama (lo descubrí hace poco) agentes de recubrimiento. No sé lo que son, pero suenan fatal. A estrategia y a tapadera. Al envoltorio feliz de un mal asunto -la obesidad no es plato dulce ni en lo personal ni en lo social-. Suenan a anzuelo oculto en un cebo atractivo. Y nuestros niños se los meten a puñados en la boca. Se pescan así y se quedan enganchados a la mala educación alimenticia y a sus nefastas consecuencias.

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