La venta de la vida
Ahora, las familias jóvenes dedican casi una mitad de sus ingresos a pagar la vivienda. Hace cincuenta años, la media de los españoles empleaban una mitad de sus ingresos en la alimentación.
Dedicar tanto presupuesto a la vivienda ha sido un atroz resultado de la escalada de precios pero consagrar un alto porcentaje de lo que se dispone a la comida es señal inequívoca de pobreza. El ascenso hacia la prosperidad constituye un camino que deja gradualmente en la cuneta la importancia del gasto en la plaza. Crecientemente ha habido disposición para adquirir otros productos y de esa capacidad se conformó la sociedad de consumo, los supermercados, los hipermercados, los centros comerciales y los almacenes discount. La vida empezó a llenarse de bienes, las casas de artilugios, los baños de frascos, las despensas de latas y los armarios de ropa interior. Redondeando, el sujeto se vio prolongado en un surtido de artículos con diferentes tonos, precios y tamaños que componían el universo de su vida civil. Afuera quedaba el trabajo con sus experiencias fatigosas y adentro un recinto de bienes embellecidos de discursos publicitarios más su facultad para hacernos significar.
Esta etapa, no obstante, ha entrado en decadencia. Los países de mayor renta gastan hoy sólo un 40% del presupuesto en cosas materiales, desde el coche a los detergentes, desde las salchichas a las corbatas, mientras destinan el 60% restante a algo inmaterial. Compran no ya objetos que pesan y ocupan el espacio doméstico sino experiencias que sólo cuentan en el interior personal, beneficios cuyos mayores efectos no se ven a primera vista y van destinados a amueblar o decorar el interior. La tendencia, en suma, no es poseer más sino hacer algo más. Es decir, conmoverse o o deleitarse mejor a través del masajista o el fisioterapeuta, el viaje de aventuras, el psiquiatra, el balneario, el yoga, la práctica de una afición artística, la velada en un restaurante distinto, el cambio de pareja, la asistencia a un grupo de conciertos o el vértigo de un rave. En definitiva lo que cuenta no es tanto comprar cosas como adquirir sesiones de vida, atender no tanto a las últimas novedades de la ropa o los electrodomésticos en cuyo proceso se ha aplicado tanto esfuerzo como a las ofertas que afecten directamente nuestra emoción. Habrá objetos capaces de redecorar nuestra existencia pero sólo se convertirán en adquisiciones de la nueva tendencia en cuanto aporten un plus cordial e inaugural. Más o menos de lo mismo, por bueno que sea, agrega un beneficio marginal muy bajo a estas alturas de la saturación, mientras que lo orientado a nuestro interior viene a ocupar el emergente lugar del deseo.
Una mujer, Virginia Postrel, acaba de publicar un libro titulado How the Rise of Aesthetic Value is Remaking Commerce, Culture and Conciousness (Perennial 2004) que tiene bastante que ver con todo esto. Los automóviles o las máquinas de afeitar, los móviles o los televisores, no basta con que se nos presenten diseñados; es preciso, además, que se acerquen emocionados.
Los objetos fueron, en sus comienzos, herramientas rudas y mudas. Luego hablaron y hasta chafardearon, rebozados por el discurso de la publicidad. Hoy ni hablan ni callan por aquellas vías, eligen ante todo amar. La tendencia actual de valor máximo es el anhelo de comunicación y la molécula a obtener es la persona. El logro del otro, su auxilio, su reconocimiento y su interconexión en nuestra identidad. Y los nuevos artículos que buscan integrarse en esa relación personalizada son, principalmente, no materiales sino intangibles, no cosas sino servicios, desde los más íntimos a los más retóricos, desde los más especializados a los que se presentan para cambiarnos hasta la manera de ser. El mercado, en fin, modifica su viejo punto de vista y la burda vista sobre la mercancía para visionar las virtudes de una provisión benéfica e inmaterial: la felicidad acaso en estado puro, sin peso ni embalajes. Ofertas de experiencias o raciones innumerables de vida distinta para ser consumida como inoculaciones sobre el corazón.
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