Lorca en Víznar: memoria pública, memoria privada
La iniciativa de exhumar los cadáveres de algunos de los fusilados junto a Federico García Lorca en el barranco de Víznar por parte de sus familiares es perfectamente legítima; no lo parece tanto forzar, como de paso, la del poeta -¿no llama la atención que la exhumación se concentre sólo en esos cuerpos, entre varios cientos?- y mucho menos sugerir siquiera que la oposición de los familiares directos de Federico García Lorca a que se exhumen sus restos implica menospreciar la memoria de su asesinato.
Ante todo conviene precisar de qué memoria se habla cuando se acude a la "memoria histórica", si de memoria pública o de memoria privada.
Según Ian Gibson, "Lorca pertenece a la humanidad, no a su familia". Dando por buena esta afirmación, la paradoja es que esa pertenencia universal se percibe mejor en la actual situación de anonimato que cuando sea recobrado por los suyos, puesto que en ese momento, después de satisfacer la curiosidad de los historiadores, dejará en cierto modo de pertenecer a la memoria pública para integrarse en la memoria privada.
¿Qué quiero decir con memoria pública? No se trata de que "los sobrinos" y "algunos intelectuales de izquierdas" "repitan todos" las palabras de Marguerite Yourcenar , "Ésta es una tumba hermosa para un poeta", como ha escrito el periodista y amigo Eduardo Castro (Ideal, Granada, 14-08-2004), como si fuera una simple cita ocasional a cargo de un nombre prestigioso, sino de una reflexión completa que merece conocerse en su totalidad para hacerse cargo de su fuerza argumentativa. En 1955, la escritora francobelga estuvo en Granada visitando el lugar de las ejecuciones y le escribió a su amiga Isabel García Lorca (ésta la reproduce en sus memorias) una carta donde evocaba con emocionante precisión lo que le evocaba aquel paraje:
"Lo que yo querría sobre todo expresarle es que, al abandonar aquel lugar que nos designaron (y estas reflexiones son válidas aunque sólo fuera aproximadamente exacto), yo me volví para contemplar aquella montaña desnuda, aquel suelo árido, aquellos pinos jóvenes creciendo vigorosos en la soledad, aquellos grandes plegamientos perpendiculares del barranco por donde debieron de discurrir antaño los torrentes de la prehistoria, Sierra Nevada perfilándose majestuosa en el horizonte; y me dije a mí misma que un lugar como aquel hace vergonzante toda la pacotilla de mármol y de granito que puebla nuestros cementerios, y que cabe envidiar a su hermano por haber comenzado su muerte en aquel paisaje de eternidad. Créame que al escribir esto, no trato de minimizar el horror de su prematuro fin, ni lo tremendamente angustioso que sería (por lo menos para mí) tratar de reconstruir aquella escena que sucedió allí, en un determinado instante del tiempo y cuyos pormenores no llegaremos a conocer jamás. Pero es cierto que no cabe más hermosa sepultura para un poeta".
Para entonces la dictadura de Franco ya había intentado modificar esa situación por lo menos de dos maneras. Por un lado, iniciando contactos para exhumar el cadáver con el pretexto de que aquel escritor ya tan incómodamente célebre recibiera las debidas honras fúnebres. Como es natural, la familia se negó, entendiendo que Federico era testigo -eso quiere decir la palabra mártir- de la represión colectiva y que en cierto modo su nombre y su fama protegía a los miles de víctimas, anónimas pero unidas por un destino común, y que su presencia allí obligaba a recordar un episodio que el poder quería desnaturalizar, borrando su carácter político.
En segundo lugar, dando pábulo a la hipótesis lanzada por Jean Louis Schomberg de que su muerte se debió a una venganza o un castigo por ser homosexual, es decir, a un asunto privado. Oponerse cerradamente a tal hipótesis, como hicieron todos los estudiosos e investigadores, no era cuestión de pudor ni de censura homofóbica, como a veces se quiere pensar, extrapolando la perspectiva de la España actual a la de hace cincuenta años, sino sobre todo de no darle armas al enemigo y permitirle adscribir el crimen a la página de sucesos, desligándolo del contexto político al que pertenecía.
De hecho, en 1976 una de las misiones prioritarias de la comisión organizadora del homenaje del 5 de junio en Fuentevaqueros, capital en el proceso de recuperación de la memoria histórica de la ciudad y del país, fue justamente recorrer escuelas, institutos, asociaciones de vecinos y otros espacios de libertad (aún no estaban legalizados los partidos políticos democráticos) para enunciar por primera vez la verdad política del asesinato de García Lorca, es decir, la responsabilidad directa de la cadena de mando, militar y paramilitar, de quienes se rebelaron contra el poder legalmente constituido de la II República. El conocimiento de esa verdad era lo inaceptable por la dictadura y lo imprescindible para la democracia. A partir de ahí, el saber sobre las circunstancias particulares es más discutible.
La negativa a exhumar el cuerpo del poeta, por tanto, no obedece al capricho ni a la resistencia a conocer la verdad (de nuevo, ¿qué verdad?). De hecho, casi treinta años más tarde esa verdad decisiva no puede darse por adquirida. Tiende a difuminarse, como lo prueba que ya en democracia hubiese algún intento más de atentar contra ese espacio, como el proyecto de construir un campo de fútbol, frenado gracias entre otras cosas a la firme protesta de Isabel García Lorca.
Esta vez se abre paso el derecho de los particulares que quieren desenterrar e identificar a sus familiares, esto es, el derecho de la memoria privada. A mi juicio, es una opción que debilita la potencia de la memoria civil, pues para lograr la equivalencia completa entre los dos modos de memoria la exhumación e identificación debería extenderse a todos y cada uno de los restos, lo cual no va a ocurrir. Aunque sí es posible que por ahí se abra una puerta al olvido definitivo, y sin el amparo del más famoso de todos, esos muertos lleguen a ser "como todos los muertos que se olvidan / en un montón de perros apagados".
En cambio, la opción de no exhumar facilita que el asesinato de Federico García Lorca y la represión nacionalista en Granada se recuerden como un todo indisoluble. No se trata de dejar las cosas como están, sino de formalizar el enclave de Víznar como lo que el historiador francés Pierre Nora llamó, con expresión que ha hecho fortuna, un "lieu de mémoire", un lugar de la memoria colectiva, pública y civil. Eso se conseguiría simplemente acotando el espacio, liberándolo de las interferencias arquitectónicas que ya lo acosan, protegiéndolo definitivamente de la amenaza urbanística y poniendo una lista alfabética de los nombres de quienes hay constancia, sin entresacar ni seleccionar ningún cuerpo de los que allí reposan. Para algunos recuerdos basta y sobra "una brisa triste por los olivos".
Andrés Soria Olmedo es catedrático de Literatura Española de la Universidad de Granada.
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