El nuevo curso
Una vez cruzado sin percances el dintel simbólico del Onze de Setembre, puede decirse ya que la política catalana ha estrenado nuevo curso, y no uno cualquiera, de esos de trámite que pueden surcarse merced al piloto automático, sino un curso trascendental -tal vez el que más entre los últimos 25-, con una escenografía y un argumento que carecen de precedentes desde la restauración democrática de 1977-1979. Me refiero al inminente debate del nuevo Estatut, por supuesto, pero también a los reposicionamientos partidarios que dictó el pasado ciclo electoral, y a las oportunidades y las servidumbres que el actual reparto de papeles ofrece a los distintos actores políticos.
Imaginemos por un momento que -como parecía ineluctable hasta la antevíspera- el vencedor en los comicios generales del pasado 14 de marzo hubiera sido el Partido Popular. En tal caso, el señor Josep Piqué aparecería hoy ante la sociedad catalana como el procónsul del poder central y, al mismo tiempo, el cancerbero de las reformas estatutarias: un doble rol realmente privilegiado para atraer a los sectores más pragmáticos del electorado convergente y avanzar en la satelización -en la navarrización- del nacionalismo moderado. Pero he aquí que Mariano Rajoy perdió aquellas elecciones, y tanto la autoridad como el atractivo político de su delegado en Cataluña han sufrido con ello una considerable merma. En cuanto a autoridad, Piqué no ha conseguido siquiera que le obedezca su concejal en Premià de Dalt; por lo que toca al atractivo, sus admoniciones y amenazas acerca del nuevo Estatut, carentes ya del respaldo de la Moncloa, suenan a refunfuños de institutriz victoriana y sólo pueden seducir a los amantes de la disciplina inglesa. El PP en su conjunto necesita reubicarse, sí, pero ¿hacia el centrismo laico y la ductilidad moral que Rajoy consiente y Piqué avala, o hacia la verbosidad españolista que el propio Piqué exhibió ante la Diada?
También Convergència y Unió busca -es difícil decir si juntas o por separado- su lugar en la nueva geometría política catalana. Han perdido el gobierno de la Generalitat, con el que llegaron a confundirse, y también la llave de la mayoría parlamentaria en el Congreso de los Diputados (les queda el Senado...), pero lo que más obsesiona a sus dirigentes es la temible competencia de Esquerra Republicana y cómo hacerle frente, si desde la confrontación o la complicidad. Con todo, hay una llave que Artur Mas y Josep Antoni Duran Lleida sí conservan, y es la de la mayoría calificada necesaria para que el Parlament de Catalunya apruebe la mejora del autogobierno: sin CiU, no habrá nuevo Estatut. Es una buena baza, desde luego, aunque peligrosa, y debe ser manejada con sumo cuidado; un poco al estilo del maletín nuclear de las potencias atómicas, no se trata tanto de usarla como de exhibirla para hacerse valer.
En el reverso de la moneda nacionalista, Esquerra saborea aún su llegada al poder y se aclimata a él sin otras complicaciones que las derivadas de la crisis del pasado enero: el hecho de que su líder social y electoral, Carod Rovira, deba permanecer fuera del Gobierno catalán. Inevitablemente, ERC afronta el proceso neoestatutario con un ojo puesto en Convergència i Unió -acampan en la frontera común muchos cientos de miles de votantes- y sujeta a una tensión táctica entre los compromisos del tripartito y la tentación de la surenchère, de la puja entre nacionalistas. Pero es que, además del Estatut, también figura en el menú de la legislatura otro asunto estratégico, la nueva ley electoral catalana, y ahí es muy posible que los intereses de los republicanos entren en colisión con los de sus socios, PSC e Iniciativa. Alguna escaramuza verbal ha habido ya, que el consejero Saura se apresuró a enfriar.
Pieza menor de la coalición de gobierno, Iniciativa per Catalunya Verds ha sido también hasta ahora tal vez la más eficiente, discreta y pacificadora. Pero ello no significa que la izquierda verde y alternativa no tenga su propio perfil programático, o que no quiera afirmarlo, y, a medida que el Ejecutivo de Maragall alcance su velocidad de crucero -verbigracia, con los primeros presupuestos no prorrogados-, temas como las infraestructuras viarias y las opciones energéticas o hidrológicas pueden levantar ampollas.
En tales circunstancias, el Partit dels Socialistes afronta la rentrée satisfecho, pero no tranquilo. Satisfecho por haber superado los ciclones político-mediáticos del pasado invierno, porque Pasqual Maragall se ha consolidado en su rol presidencial, porque -la veteranía es un grado- sus hombres y mujeres imperan en los cuartos de máquinas del "govern catalanista i d'esquerres". Aun así, el gozo no es completo: Maragall va un poco por libre -como siempre, pero ahora maneja materiales simbólicos y sentimentales de alto poder explosivo-, los viejos y nuevos jacobinos del PSOE (Rodríguez Ibarra, Vázquez, Sevilla, Caldera, entre otros) cabalgan de nuevo y los problemas de la financiación catalana siguen siendo un campo de minas donde hasta el habilísimo Montilla puede resultar herido. Atado a Esquerra e Iniciativa por la falta de una mayoría propia, el PSC contempla el horizonte con cierta inquietud, inquietud de la que nacen esos cíclicos rumores de disolución y elecciones anticipadas, donde Maragall y su partido obtendrían las rentas de la púrpura.
Es sobre este panorama de marquetería política complejo como nunca que surge y se despliega el debate en torno a la soi-disant Constitución Europea. Habrá que consagrarle otro artículo.
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