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Columna
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Una Diada para el futuro

Hay una Cataluña medieval, belicosa y monárquica y otra, moderna, pacífica y republicana. La primera es heredera de un gran condado que rompió en 1640 con la casa de Austria por abusos de la soldadesca sin sueldo de Olivares ("!Visca lo rei, mori lo mal govern!") y se entregó al rey francés para volver al español por el maltrato galo. Episodio típico de una Europa de reinos preestatales. También esa Cataluña nutre su herencia desde 1714 de una guerra civil que la dividió entre dos coronas que litigaron por el trono de España y optó por la que, al retirarse, la traicionó y que era la misma que en 1640 la llevó a preferir la protección francesa. En ambos casos no fue una lucha nacional ni entre estados (inexistentes aún), sino de unos súbitos avasallados (los segadores) o de un partido catalán austracista que esperaba de un germano y no de los borbones mejores negocios con América. Algo que éstos le concedieron hasta 1898, cuando perdidas las colonias, nació el nacionalismo conservador de la Lliga Regionalista, que trocó las armas por el greuge inacabable y el mercadeo con el Estado, base de un populismo sentimental de grandes réditos electorales mediante la manipulación interesada de los hechos históricos y una belicosidad verbal y estéril que sirve siempre para provocar la reciprocidad española y que no decaiga el falso statu quo. Frente a esta Cataluña está la de un Estado moderno, federado en el español y en el europeo futuro; republicana por democrática o popular; que no reivindica sus derechos como un lobby presionante y fenicio, sino que busca en su estatuto de pequeño estado y en la constitución federante del Estado plurinacional la garantía jurídica estable y clara que suprima greuges y conflictos para vivir en paz,amor y concordia con todos los pueblos,próximos o sobrevenidos.

En menos de un año esta Cataluña ha emprendido un nuevo camino. Atrás han quedado 23 años de reino cortesano y populista, con sus "otros catalanes" excluidos de una Generalitat de particulares; que celebraba su Diada nacional tan sólo ante un Rafael Casanova convertido en un Don Tancredo inmovilizado, al que las élites partidistas ofrecían su satisfecha apatía real, disfrazada de reivindicación perpetua, con la ayuda de un ingenuo orfeón que clamaba belicosamente su victimismo inoperante e insultante. La única fiesta nacional que la Generalitat celebraba, según su ideología medievalizante era la chocolatada, tras una misa, que el rey de Cataluña ofrecía en su onomástica el día, sin duda, más popular del año. Era, pues, urgente, concebir y realizar un acto solemne que sintetizara la Cataluña alternativa mediante la simbología que mejor la expresara y que hiciera visible a los ciudadanos sus valores profundos, su proyecto político y el horizonte de su futuro nacional.

Un buen lugar democrático es el parque, donde la naturaleza libre y plural se ordena y recoge para el encuentro de todos en un mismo solaz festivo, atravesado por los presidentes del Parlamento y de la Generalitat desde la estatua de Prim,el demoledor de la Ciudadela opresora. No hay espectáculo pasivo de un desfile militar, sino acto de culto, ritual, a la patria popular y a su única bandera, no por oficial, sino por propia. Acto religioso, religante, sobrio, austero, emotivo hasta el fondo. La luz del mediodía exige transparencia de los gobernantes y el sol de justicia que cae sobre ellos ha de hacerles sudar ante las demandas sociales de un patriotismo cívico y exigente. Comienza luego la catarsis de asumir todos una historia de guerras para redimirla del odio y del rencor y hacernos aptos para el diálogo y la paz. Recordado el antiguo romance del Corpus de Sangre, dos niños entregan a los presidentes los versos de Martí Pol "Convertiremos el antiguo dolor en amor y lo legaremos, solemnes, a la historia". Al pronunciar una voz en off la palabra paz, los Mossos d'Esquadra,desarmados, se ponen en marcha como un ejército pacífico, aplaudidísimo, que simboliza la garantía mejor que ofrece la razón y el derecho y que camina a la sombra de los tilos, signo ancestral de sanación y paz. Llach canta que "no nos guía otra bandera que la libertad" y que "si la lucha es sangrienta será para vergüenza de la sangre". Serrat canta a los "otros catalanes" y a los caídos en la última Guerra Civil. El Cant dels ocells, que Pau Casals oponía a la inhumanidad e inutilidad de toda guerra, vibra en la soprano de color que simboliza a todos los pueblos de la Tierra. El acto es, ante todo, música, lenguaje universal y el preferido de los catalanes que hace de baño purificador del sentimiento histórico. Cumplida la catarsis colectiva, se puede ya izar la senyera del Ayuntamiento de Organyà acompañada por el himno nacional que todos cantan unidos. Cada año un ayuntamiento aportará la suya porque Cataluña es cada uno de ellos y es notoria la tradición municipalista de nuestro país.

Se ha fundado una nueva tradición. La Diada del futuro simbolizará el proceso creador de una pequeña comunidad política, internacional en su interior y externamente universal, que se gana con esfuerzo, coraje y paciencia un lugar digno e influyente en España, Europa y el mundo entero. Diada de la verdadera patria: aquella en la que se practiquen los valores de justicia, libertad, progreso y fraternidad contra la pobreza, el odio y el fanatismo. Todos los partidos elogiaron el acto sin reservas, desde el PP a ERC. Sólo Artur Mas, el solitario, lo calificó de "simple complemento" y encontró que su mensaje de universalidad y su liturgia, propia de cualquier Estado, "despersonalizaba a Cataluña". La consejera de Interior, Montserrat Tura, responsable eficaz del acto, le preguntó a la joven arquitecta que había concebido y realizado hasta el detalle su guión cómo lo calificaría, una vez celebrado. "Como un acto de amor" fue la respuesta.

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