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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Las razones del ególatra

Anatxu Zabalbeascoa

"Muchos de los que me apoyan tampoco entienden nada de mi pintura". "Al perro Trololó le queríamos todos, pero el que más yo, porque también entonces, como hoy, yo era el mejor y el más inteligente de todos". "El antisemitismo sólo terminará cuando los hebreos dejen de esconderse y se sientan orgullosos de serlo. La actitud de animal que huye es la principal causa de su persecución. Al que hace de oveja se lo come el lobo". Para poder ver y decir sin "pelos en la pluma" lo que De Chirico recordó en Memorias de mi vida hay que tener, "además de mi excepcional inteligencia en lo que se refiere a la verdadera pintura, mi extrapoderosa personalidad, mi valor y mi ardiente necesidad de verdad". Pues eso. Los lectores que no queden aturdidos ante semejante muestra de egolatría obtendrán recompensa.

MEMORIAS DE MI VIDA

Giorgio de Chirico

Traducción de Sofía Calvo

Síntesis. Madrid, 2004

335 páginas. 15,75 euros

A De Chirico le costó entender el misterio de la gran pintura, que asociaba a la calidad de la materia gracias a las "reveladoras" palabras de su mujer, Isabella Far: "La verdadera pintura no es color seco, sino bella materia de color". Pero comprendía que su obra posterior a la época metafísica sacara de quicio a críticos y pintores "porque ven en ella lo que quisieran hacer y no pueden, perciben una terrible acusación que evidencia su mediocridad y su impotencia". Giorgio de Chirico (Volo, Grecia, 1888-Roma, 1978) participó de cuantos negocios, vanidades, exposiciones o pedanterías denunció en otros. Hasta que, en un esfuerzo de superación que le llevaría a creerse único heredero de la gran tradición italiana y europea, todo lo auspiciado por la modernidad le pareció una tomadura de pelo, "costras". Desde los propios surrealistas -"campeones entre los campeones de la imbecilidad moderna"- hasta André Breton -"asno pretencioso y arribista impotente"-, Paul Eluard -"con cara de onanista y cretino místico"- o Dalí -"el antipintor. De su pintura debería ocuparse el Departamento de Higiene"-. Con esos preceptos no sorprende que el grueso de la primera parte de estas memorias (publicadas originalmente en 1945) se lo llevase su derecho al pataleo. Los primeros capítulos están bañados por el adjetivo triste, que aplica a las casonas en las que vivió su infancia. Es el calificativo de una niñez privilegiada volcada hacia las artes y un peregrinar continuo, de casa en casa primero, de ciudad en ciudad después y de país en país, finalmente, no como huida, sino como búsqueda del mejor lugar para materializar las vocaciones de los hijos. La segunda parte del libro (aparecida en 1962) es un listado de falsos lienzos exhibidos en exposiciones en las que fue incluida su obra "sin consulta previa". En nombre de "la verdad histórica", De Chirico anota cómo denunció impenitente a la Bienal de Venecia de 1948 o al Museo de Arte Moderno de París, obteniendo respuestas desconcertantes (como la de Dorival, director del museo francés, que accedió a retirar el cuadro alegando que no era falso, sino feo). La prensa corrió el rumor de que De Chirico denunciaba como falsa toda su producción metafísica de la que se arrepentía, pero él ganó varios juicios por falsificación. El resto de esta segunda parte es un impotente homenaje a su prematuramente fallecido hermano Andrea (poeta, músico y pintor, que usaría el seudónimo Alberto Savinio a partir de 1914), al que el pudor no le permitió abrazar ni besar en vida, y un recetario de instrucciones para preparar las diversas imprimaciones sobre las que pintar los cuadros.

Cuesta no imaginar a un hombre malvadamente inteligente escribiendo sus memorias cargado de ironía. Disfrazándose de fatuo para hablar de su mujer como "la mejor cabeza pensante del universo". Cuesta no creer que un tipo culto y perspicaz como De Chirico utilizara sus memorias para reírse de sus detractores a partir de su propia ridiculización. Pero es sólo una tentación. Para alimentarla restan otros escritos del pintor que supo escribir porque sabía mirar. Para evitarla, esta edición está pertrechada por introducciones, de Paolo Picozza y Carlo Bo, que confirman al artista petulante, y por una biografía final que ayuda a contrastar la figura que el propio artista quiso dejar de sí mismo. Además, cuentan las ausencias. Nada se dice en las memorias de la primera mujer del pintor, la bailarina Raissa Gurievich, con la que permaneció seis años. Es fácil concluir que De Chirico fue un carca y un ególatra insufrible. Por eso, más allá de un valioso testimonio, estas memorias valen por cuanto obligan al lector a realizar el esfuerzo de olvidar la forma y apreciar cuánta razón tuvo el no más incomprendido que otros y ciertamente sí más aclamado pintor Giorgio de Chirico.

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