La mirada antiamericana de Wim Wenders
El cineasta presenta en la Mostra de Venecia 'Land of plenty', un filme sobre la paranoia desatada tras el 11-S
Wim Wenders aspira a agitar conciencias en las dos orillas del Atlántico norte con su última película, Land of plenty (Tierra de abundancia), una parábola sobre el dolor y la paranoia de la actual sociedad estadounidense, destinada sobre todo al público europeo. "Amo Estados Unidos", afirmó ayer, tras la proyección del filme, "y me duele que el mundo perciba y represente a ese país de un modo perverso". Aunque el propio Wenders contribuye en cierta forma a la perversión que denuncia, no estaría mal que Land of plenty, un trabajo apresurado e irregular con rasgos brillantes, contribuyera a una reflexión general sobre el lugar de cada uno en el mundo nacido el 11 de septiembre de 2001.
El cineasta alemán, nacido en Düsseldorf en 1945 y residente en Estados Unidos, establece un diálogo entre extremos: un ex marine enloquecido y obsesionado con la vigilancia antiterrorista, y su sobrina, una misionera abnegada y comprensiva, recién llegada a Los Ángeles tras una larga estancia en Israel. El diálogo nace, sin embargo, desequilibrado, ya que el veterano de Vietnam sufre obvios trastornos mentales y la muchacha, en cambio, ejerce como portavoz de las opiniones del propio Wenders en la aventura que lleva a ambos personajes a investigar una presunta red de células terroristas en California.
El director asegura que Land of plenty es su "obra más política" e intenta denunciar, de una tacada, todas "las profundas contradicciones estadounidenses", empezando por la fijación antiterrorista y acabando por la inmensa cantidad de indigentes famélicos que malviven en la calle. La ambición es excesiva. Descabellada, en realidad. Wenders critica a George W. Bush desde un punto de vista cristiano (su película ha recibido esta semana el católico Premio Bresson) y le acusa de hacer más ricos a los ricos y más pobres a los pobres. Tiene razón. Pero ¿cuál es la relación con el terrorismo islámico? Estrictamente cristiano y europeo, y un poco tramposo, es el mensaje final de Land of plenty: hay que llorar a los muertos de las Torres Gemelas, hay que comprender, hay que ayudar. Todo eso está muy bien, pero a estas alturas resulta ya obvio que el mundo se hunde en una guerra abstracta y turbulenta y que, forzados a elegir entre lo desagradable y lo inadmisible, las buenas palabras y la neutralidad equidistante empiezan a ser superfluas.
Estados Unidos arrojó dos bombas atómicas sobre Japón, lo cual no da la razón a Hiro Hito; la aviación aliada diezmó la población civil de Dresde, lo cual no hace buenos a Adolf Hitler o los campos de exterminio. La invasión de Irak es muy criticable, y George W. Bush puede ser calificado de desgracia, sí; pero llamar "paranoicos" a los estadounidenses, rechazar su diagnóstico sobre la gravedad de la situación (otra cosa son los remedios que proponen) o culparles de todo lo que ocurre (también hay quien atribuye a los franceses y al tratado de Versalles la responsabilidad por el fenómeno nazi) es como afirmar que Aznar asesinó en Atocha y que a Putin le gusta masacrar niños en Osetia: peligroso onanismo mental.
Wim Wenders tercia en el peliagudo debate con una película hecha deprisa (16 días de rodaje con tecnología digital) y rodeándose de colaboradores debutantes. Utiliza un humor oblicuo, un ritmo narrativo intenso, una fotografía audaz y una banda sonora deliciosa. Por otro lado, no logra sacudirse su ambigüedad europea. Quienes vean Land of plenty, a un lado u otro del Atlántico (presumiblemente serán muchos más en la orilla oriental), podrán interpretar con libertad las intenciones del cineasta y no se verán forzados a revisar sus propias convicciones. Como objeto artístico, la última pieza de Wenders reúne bastantes méritos. Como aguijón para la polémica, en cambio, es blanda.
La penúltima jornada de la Mostra de Venecia aportó otra pieza dotada de valores más allá de lo cinematográfico. Las llaves de casa, de Gianni Amelio, una institución en Italia, cuenta la historia de un padre que se reencuentra, 15 años después, con el hijo minusválido al que abandonó desde el nacimiento. Se trata de un filme sobrio, de interpretaciones comedidas (excelente Charlotte Rampling en su papel de "conciencia moral", y notable Kim Rossi Stuart en el papel de padre), al que, sin embargo, ocurre lo que suele ocurrir a las personas que se enfrentan por primera vez a una persona con deficiencias mentales: el relato se paraliza, por respeto y por miedo. Falta película en esta película, que, como el propio Amelio admitió ayer, reposa sobre una base "documental".
El muchacho que interpreta al hijo minusválido, Andrea Rossi, campeón paralímpico de gran desenvoltura, merecía un guión que le permitiera ejercer un poco más como actor y un poco menos como receptor pasivo de simpatía. El director se explicó ante la prensa: "Andrea lleva el filme a un estado de gracia por su espontaneidad y su veracidad, mientras los intérpretes ponen todo su talento artístico al servicio de la trama". Ése es justamente el problema. Haciendo del minusválido objeto, y no sujeto, Gianni Amelio incurre en lo que critica. Al margen de esa falla, el público aplaudió largamente Las llaves de casa, el único filme italiano con aspiraciones de premio en la Mostra.
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