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Empujón democrático en el Sáhara

Bernabé López García

Arreglar el problema del Sáhara Occidental es, ante todo, más que una cuestión de principios, pensar en el futuro de la población saharaui y atender a su bienestar, tanto de la que vive en el territorio como de la que vive fuera de él, en una transitoriedad prolongada excesivamente. Es también prestar atención a los intereses de otra parte, Marruecos, que reclama derechos sobre el territorio en razón de vínculos históricos. La historia de esos vínculos es más complicada de lo que se piensa y no se corresponde con la que han escrito los que sólo han querido ver los intentos del trono alauí por sobrevivir tras los años difíciles de los golpes de Estado.

Pero no es la historia, sin embargo, la que va a facilitar ese arreglo, pues en este prolongado tiempo en que la cuestión saharaui ha permanecido sin encontrar una solución, la historia ha seguido escribiéndose, muchas veces en contra de los intereses de Marruecos por la torpe política allí seguida, sin lograr captar el afecto de sus poblaciones ni permitir a los oriundos de la zona retornados desde los campos de Tinduf llevar a cabo una política original en el territorio capaz de movilizar a favor de Marruecos a sus poblaciones.

No es tarea fácil conciliar las dos posiciones que, según la doctrina oficial de Naciones Unidas, resumen las dos opciones entre las que la población debería escoger en un referéndum de autodeterminación: la independencia o la integración en Marruecos. En contra de la doctrina comúnmente extendida entre las opiniones públicas internacionales, ninguna de las dos opciones era necesariamente mejor que la otra. Ambas eran -son- legítimas, al margen de que la una viniera avalada por el romanticismo de una idea de libertad de un pueblo y la otra estuviera asociada a un régimen caracterizado durante decenios por la corrupción y la represión contra sus ciudadanos. La apuesta que un nutrido núcleo de países y buena parte de las opiniones públicas de los países occidentales hicieron siempre por la causa de la independencia saharaui tenía mucho que ver con este perverso dilema.

No vamos ahora a argumentar que todo ha cambiado y que las aprensiones de antaño han dejado de tener sentido porque en el reino de Marruecos se respire hoy con mayor libertad que hace unos años. Hay que ser prudentes, pero los razonamientos deben tener en cuenta que el tiempo no ha pasado en balde y que las soluciones que deben encontrarse para concluir con el problema pasan por el coraje de unos líderes que sepan anteponer los intereses colectivos a los egoístas o chovinistas. Pero nada hace pensar que sin una sacudida exterior que fuerce el voluntarismo de los dirigentes saharauis o marroquíes, las cosas van a moverse un ápice de donde permanecen enquistadas desde hace tiempo. Sacudida o presión exterior que muestre que la apuesta por el statu quo de ambos lados juega en contra de los propios intereses.

Los dirigentes del Frente Polisario, entre quienes sigue habiendo los que defienden el retorno a las armas, saben bien que el tiempo juega en su contra, pues no hay ya una coyuntura internacional ni interna que permita seguir manteniendo a las poblaciones en los campamentos por un período prolongado de tiempo. Si durante años no se mantenía en pie la tesis defendida por Marruecos de que el Polisario tenía "secuestradas" a las poblaciones en Tinduf, cada día que pasa esa tesis puede cobrar verosimilitud, pues no se ven esperanzas de salida en un desierto inhóspito, con un entorno cada vez menos solidario y una globalización que ha disparado todas las migraciones por el mundo. Un debate interno se impone a fin de meditar las salidas que las poblaciones, no los políticos, esperan.

También, por su parte, los dirigentes marroquíes saben que seguir prolongando el problema no hace sino acumular presión a la situación interna del país, que algunos califican de explosiva, con el horizonte puesto en las pateras o en el irredentismo islamista. El Sáhara no es ya un factor de cohesión que logre la unanimidad nacional -fuera del discurso huero de los partidos o del Majzén-, y cada día hay más voces que piden lisa y llanamente desembarazarse de un problema que sigue costando mucho a todo el país y del que se benefician sólo unos pocos.

A todo esto, tampoco debe desconocerse la dimensión magrebí del problema que hace del Sáhara la clave del bloqueo del proceso de integración regional. Apostar por el statu quo es defender las fronteras cerradas, la incomunicación entre sociedades civiles, la perpetuación de una visión maniquea cerradamente nacionalista y chovinista que parte de la demonización de los vecinos. Sin olvidar el coste económico del no-Magreb, del intercambio necesario pero no realizado. Argelia insiste en que el problema está entre Marruecos y el Polisario y no le falta razón, aun cuando es evidente que tiene alguna de las llaves del conflicto, pudiendo colaborar a la solución del drama. Pero la solución pasa, no hay duda, por el voluntarismo y el esfuerzo negociador de las partes. Es ahí donde el empujón exterior tiene sentido.

Ahora bien, nadie tiene por qué servir de víctima propiciatoria en este problema. Desde luego, en ningún caso la población saharaui, ni la de fuera ni la de dentro. Aunque esta población no tendría por qué vivir mejor en régimen de independencia que de autonomía, si se atiende a sus necesidades, se le permite gestionar sus asuntos de manera democrática y se le garantiza una fuerte dosis de autogobierno sobre sus recursos. Al menos es lo que se argumenta en España de cara a los vascos...

El Plan Baker, que surgió de la voluntad de encontrar una salida favorable a Marruecos, concibe una amplia autonomía que habría que definir en una negociación entre las partes hasta hacerla admisible para garantizar y conciliar los intereses de ambas. Pero esa negociación encuentra un escollo fundamental: no es concebible una autonomía para el Sáhara que no contamine a las otras regiones de ese país plural que es Marruecos, lo que supone abrir la puerta a una democracia plena, cosa que asusta a quienes detentan los privilegios en este país. Autonomía quiere decir libertad para escoger a quienes deben dirigir la región, sin tutelas de ninguna clase, algo nunca visto hasta ahora en Marruecos, donde los ayuntamientos y hasta los parlamentos han visto recortadas sus competencias, sometidos siempre a la tutela del Ministerio del Interior y donde hasta el Gobierno ha carecido de plena responsabilidad sobre los asuntos del Estado, en manos de la suprema y decisiva autoridad real.

Sería comprensible que el Polisario expresase sus dudas sobre una autonomía aún por ensayar en un marco estatal de esta naturaleza. Para aceptar la vía de la autonomía es obligatorio obtener garantías de que Marruecos es capaz de abordar un proceso de reestructuración que implicaría una casi refundación de las estructuras centralistas de la monarquía. Y sin embargo, por paradójico que resulte, hace un año que aceptó, consciente tal vez de que poner a Marruecos contra las cuerdas de la descentralización acerca la solución del problema.

En Marruecos, sólo el poder real puede afrontar, como en la transición española se hizo, el desmantelamiento de las estructuras centralistas y autoritarias, aunque ello presupone el cuestionamiento del actual modo de gobernar. La gran diferencia es que en España había multiplicidad de partidos que presionaban a favor de dicho desmontaje, mientras en Marruecos apenas si encontramos defendiendo un proceso similar a un pequeño grupo de minúsculos partidos, empeñadas todas las demás fuerzas políticas del país en apuntalar al viejo Marruecos centralista. Ni siquiera el cada vez más poderoso partido islamista PJD está por esa labor de cambio, pues su empeño va en otra dirección, que no es la de dar más libertad a la sociedad, sino la de constreñirla en nombre de unos valores comunitarios y religiosos de otro tiempo, que poco tienen en cuenta las especificidades regionales, los particularismos culturales o lingüísticos o las libertades individuales. Si España quiere contribuir a dar un empujón a la cuestión, debe ayudar a convencer al monarca de que ese cambio es posible.

Encontrar una solución a la cuestión del Sáhara es, pues, inseparable de un debate por el modelo de Marruecos que se pretende. En uno de esos modelos, descentralizado y libre, cabe el Sáhara. Pero ese modelo exige, en primer lugar, ser debatido y clarificado por los propios marroquíes, para ser después defendido e impuesto frente a las poderosas resistencias que se opondrán a él desde los sectores que detentan los privilegios y desde los que pretenden retrotraer el país a otros tiempos. Es un proceso lento que habría de ligarse al horizonte de las elecciones del 2007 en Marruecos, que deberían convertirse en momento refundador de un nuevo Marruecos. Pensar, por el contrario, que la solución está al alcance de la mano podría ser una ingenuidad que se pague cara.

Para el Frente Polisario, apostar por esta vía, por difícil que parezca y siempre que obtenga garantías, no podría más que reportarle ventajas, contribuyendo además a la estabilidad de la región, una región entendida en sentido amplio, pues incluiría a todo el Mediterráneo occidental. Todos los momentos de regeneración en la historia de Marruecos han venido siempre del sur, del Sáhara, y sin duda ésa sería la mejor razón de haber existido para un movimiento político que lucha por los intereses de su gente sin olvidar en qué contexto vive. Mucho mejor que no ver más allá de la utopía de un pequeño Estado a la merced siempre de las ambiciones de vecinos enfrentados.

Bernabé López García es catedrático de Historia del Islam Contemporáneo en la Universidad Autónoma e Madrid.

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