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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Lector y juez

En La vida breve (1950, última edición en Edhasa, 2003), de Juan Carlos Onetti, hay una ciudad imaginaria, Santa Rosa, y un médico melancólico, Díaz Grey. En El hijo de casa, de Dante Liano (Guatemala, 1948), la ciudad se llama Santa Ana y el doctor, Abelardo Zamora. Es forense, y eso le da una perspectiva lateral del crimen que ha sacudido la ciudad, y que es el núcleo del argumento. Principio interesante, porque el guiño a Onetti, poco habitual en los últimos tiempos, deja esperar una adhesión a una manera de concebir la novela como trabajo de lenta cristalización, modelado sobre capas de fulgor oscuro. Mundos sombríos trasuntados en la opacidad de una prosa que, más que revelar una historia, la envuelve y la vela, se acerca a un devenir y lo desenfoca, lo inscribe en movimientos mínimos del cuerpo y del espíritu, apenas sugeridos. Abstracciones como el amor, la justicia, la traición, el coraje son apenas la estela de un brillo que deja el movimiento de una pulsera de mujer, unos dientes nerviosos que chocan contra el borde de una copa.

EL HIJO DE CASA

Dante Liano

Roca. Barcelona, 2004

141 páginas. 14 euros

Liano, al invocar la contra-

seña onettiana, se acerca a la constelación de más difícil y alto brillo de la novela americana, que irradia desde Faulkner hasta Guimarães Rosa a través de esa violencia soterrada, donde la sordidez está en el aire mismo, en una caja llena de humo como testimonio de un crimen, en la sonrisa forzada de Díaz Grey vaciando su último cóctel en la barra de un hotel. Pero después, Liano se cansa o se olvida, y sobreexpone, en la segunda mitad de su libro, el argumento del relato, basado en un suceso real acontecido en Guatemala en 1952: Manuel, el hijo adoptivo del tendero de la ciudad, el "hijo de casa", es juzgado por el asesinato de cuatro miembros de su familia, de la que sólo ha salvado a una de las hermanas, Merci. ¿Manuel era un psicópata o su padre adoptivo, que tal vez lo llenó de humillaciones y además violentaba a la pequeña Merci, su propia hija, le hizo incubar un odio imposible de contener? Liano pone al lector en el lugar de juez (menos de los reos que del juicio mismo que se les sigue), pero da todas las explicaciones, incluido el catálogo de las torturas policiales, las inverosímiles conferencias de prensa que los acusados dan a los periodistas de la ciudad, las charlas de café del doctor Zamora sobre la vergüenza, la humillación y el libre albedrío.

En Faulkner, en Onetti, en Guimarães la nube espesa del odio (racial, social, erótico) no deja nunca ver la totalidad: apenas indicios de lo monstruoso, porque el mal, la sordidez, como un sol negro, no pueden mirarse de frente. En El hijo de casa, el aire del crimen, la caja llena de humo, el ruido de las costillas contra el respaldo de un sillón se han perdido: queda la abundancia de explicitud, estos arroyos de sangre, esta foto luctuosa, demasiado expuesta.

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