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Columna
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El horror al trabajo

Septiembre no es un mes pernicioso. Todo lo contrario: la temperatura se atenúa, las tardes se dulcifican y las lluvias se presentan muy benéficas. Los escaparates cambian y la ciudad anuncia una nueva temporada de actividades y espectáculos, plazas y calles rehabilitadas, estrenos y oleada de novelas recién impresas. El talante fluido y andrógino de septiembre coincidiría con la naturaleza de un tiempo propenso al bienestar. Y sin embargo se comporta como uno de los meses más adversos o desgraciados. Pregúntesele a los niños que vuelven al cole, a los empleados que se incorporan a la oficina, a los trabajadores que deben volcarse en un cometido que redescubren con odio: su trabajo.

El consumo nos compone, mientras la actividad laboral nos descompone

Curiosa paradoja: lo que ocupa el mayor tiempo de nuestras vidas (y cada vez en mayor cantidad) es lo que nos resulta repetidamente mortal. Hace falta mucho coraje para reincorporarse de la vacación a la tarea y, de hecho, las víctimas deprimidas, desconcertadas, mareadas o con dolores de cabeza, se anotan por cientos de miles. Esta alta de septiembre en el trabajo provoca, significativamente, el máximo número de bajas.

El trauma, en fin, del regreso laboral alcanza consecuencias físicas y psíquicas tan sustanciales que por unos días la realidad padece una suerte de pandemia de la que sólo se cura, provisionalmente, tras haber asumido la tortura asalariada como una fatalidad, equiparable a la catástrofe o la muerte.

En la última mitad del XIX el trabajo fue considerado un elemento crucial para determinar el valor de las mercancías y también, obviamente, de las personas. El trabajo constituía el fuste central del sujeto, procuraba su identidad y lo conformaba como elemento de densidad social. Sin trabajo, el ser humano iría desvaneciéndose hasta el cero. Hoy, no obstante, el gasto y la formidable movilidad en el periodo de ocio coopera decisivamente a crearnos tanto en cuanto individuos como en cuanto clase (clases de vida). No somos ya proletarios o capitalistas marcados a fuego por el emplazamiento en las relaciones de producción, sino que cada vez más nos definimos como fríos consumidores de un tipo u otro según el rango que se logra al salir de compras. El consumo, lejos de consumirnos nos compone, gastar pone buen cuerpo, mientras la ocupación laboral nos descompone, abre las carnes. Nos desintegra. Por todo, si la actual organización merece una supercrítica radical la razón es: el trabajo mata. Las variadas contorsiones del alma resistiéndose a las torturas laborales de la rentrée, reproducen las convulsas resistencias del reo de camino al patíbulo. El estrecho pasillo de la muerte evoca al angosto comienzo de este mes. Un mes muy sutil en su interior pero cuya cruda realidad devora.

Preferiríamos no vivir esta tesitura, no confrontarnos con este martirio. Es decir, desearíamos nuestra liquidación provisional o metafórica hasta las últimas rebajas veraniegas del año próximo. Pero ¿puede, en definitiva, sentirse satisfecha una sociedad si fomenta el deseo de la desaparición? ¿Pueden los gobernantes, los políticos socialistas, la sociedad civil, sentirse satisfechos de lo que hay si la vuelta al trabajo crea este horror? ¿Calidad de vida? He aquí un asunto que reclama urgente atención cualitativa. He aquí, en suma, la manifestación de que si el trabajo duele o produce daño, a despecho de los avances científicos (médicos, aeronáuticos, electrónicos, bioquímicos) no se ha hallado la fórmula democrática de la felicidad. ¿Enorme horror a la rentrée? Cierto. Pero ¿cómo no suponer, además, que a partir de esta fuerte aversión aumente el crimen, la tasa de suicidios, la violencia integral, las abstenciones electorales, el ateísmo, la obesidad?

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