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Tribuna:LA COMISIÓN DEL 11-M
Tribuna
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La verdad y la realidad

El autor, tras proclamar que la verdad política y la judicial tienen distintos rostros, sostiene que la comisión debería corregir las posibles deficiencias del pasado.

José Antonio Martín Pallín

La verdad y la realidad casi nunca van de la mano. La búsqueda de la "verdad política" es una tarea casi siempre inalcanzable. El debate sobre la verdad pertenece al mundo de la filosofía. Cuando parece que la hemos alcanzado comienzan las dudas y se abren espacios de incertidumbre. Como nos recuerda Habermas interpretando a Kant, la realidad es, la más de las veces, decepcionante y nos advierte de que no podemos tener un acceso inmediato a una realidad que no haya sido previamente interpretada o desnudada.

Nuestra Constitución, enlazando con la mas sólida cultura democrática, autoriza al Congreso y al Senado a poner en marcha comisiones para investigar cualquier asunto de interés público.

Sus objetivos se habrán cumplido si consigue establecer conclusiones eficaces
Se han agotado hasta el hastío las preguntas y se han vertido opiniones interesadas

Cuando el objeto de la investigación coincide con hechos inequívocamente delictivos, la andadura judicial y la parlamentaria pueden perturbarse mutuamente. No soy partidario de llamar a la sede parlamentaria a los principales actores del proceso penal: jueces, fiscales y, por supuesto, a los imputados. Si exponen lo que conocen por razón de su cargo, pueden poner en peligro la validez de las pruebas. Si se escudan en el secreto de las actuaciones, su comparecencia es inútil.

La "verdad política" y la verdad judicial tienen distintos rostros. A los órganos judiciales les corresponde la difícil tarea de reconstruir el pasado, aun siendo conscientes de que sólo pueden verlo como en un espejo, con los destellos que les proporcionan las diferentes versiones que van recopilando.

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En todo caso, nunca podremos descifrar los oscuros y profundos motivos que están detrás de cada ser humano, cuando comete un hecho delictivo. Para llegar al fondo de la conciencia no son suficientes los psicólogos, ni los más profundos conocedores de las ciencias del espíritu.

La verdad se compone de diversos retazos, inevitablemente subjetivos. Cualquier pretensión de estar en su posesión resulta insostenible y pretenciosa. Desde el punto de vista de la inteligencia y la razón, los factores psicológicos, intuitivos, ideológicos, analíticos, educativos, formativos y sociales son unas variables que sólo nos permiten, con mayor o menor capacidad de convicción, transmitir a los otros cual es nuestra percepción de la realidad y por qué la consideramos ajustada a la verdad de lo sucedido.

La realidad, por el contrario es tenaz y tozudamente objetiva. Es la que es y no caben maquillajes o adaptaciones que difuminen el cuadro inmodificable de los hechos. Podemos llegar a establecer nuestras conclusiones sobre los hechos, pero nunca podremos afirmar que se ajustan mimética y milimétricamente a los componentes reales que los han configurado.

La objetividad no es la suma de realidades más o menos homogéneas o coincidentes. Resulta paradójico comprobar que la objetividad es el resultado de un pleno y profundo ejercicio de subjetividad. La conclusión obtenida configura una realidad disecada después de eliminar, en un proceso selectivo de posibilidades, aquellas que personalmente no nos parecen racionales.

Desconocer estas limitaciones y afirmar soberanamente que la conclusión establecida es la única verdad, alumbrada por mágicas y sabias intuiciones, constituye un acto de soberbia y de arbitrariedad, inadmisible en una sociedad democrática

Al fin y al cabo, la legitimidad de las conclusiones obtenidas y el respeto a estas decisiones sólo cala en la sociedad si efectivamente comprende el esfuerzo realizado para desentrañar la realidad y admite las dificultades para llegar a la verdad. Por supuesto, la verdad absoluta sólo está en manos de los dioses o de sus representantes en la tierra.

Los sucesos del 11 de marzo conmocionaron a la totalidad de la población española y sus ecos se escucharon en todos los rincones del mundo. El suceso fue de tal envergadura que exige un análisis desde las más diversas perspectivas. Está en marcha una investigación judicial para averiguar la identidad de los autores restantes y la ideación y preparación de la masacre.

Esperemos que la actividad judicial nos permita descifrar cuál es la realidad y cuál la verdad subyacente, sobre sus orígenes, planificación y desarrollo.

La Comisión de Investigación parlamentaria profundiza sobre el antes y el momento que llevó a un grupo de fanáticos, a realizar una masacre de consecuencias inconmensurables. Su perfil se refleja de forma nítida en su comportamiento posterior. Cuando iban a ser detenidos entonaron cantos de muerte y se inmolaron.

Alentar un debate sobre posiciones apriorísticas, sin concesión o resquicio alguno para las tesis contrarias, sin matizar ni analizar los hechos que se van conociendo, es un ejercicio estéril que ofende la sensibilidad y el sentido común de los ciudadanos.

Los hechos son los que son. Han sido masivamente difundidos y desmenuzados. En las hemerotecas existe una exhaustiva información sobre la evolución de los acontecimientos. Las horas, los minutos y los segundos, han sido reproducidos de manera rigurosa por los medios de comunicación. Los datos derivados de las percepciones personales de los que estuvieron en contacto más directo con los escenarios de la tragedia también han sido difundidos. Se han agotado hasta el hastío las preguntas y se han vertido opiniones interesadas, que cada uno recoge según sus posicionamientos personales. Nadie puede dudar de la autoría de grupos que forman parte de la población de países árabes o magrebíes, cuyos fines o propósitos todavía no estamos en condiciones de descifrar.

Tenemos información suficiente para que cada uno, en su madurez de criterio o con sus condicionamientos personales, absolutamente respetables, saque las consecuencias que estime más ajustadas a la realidad. Si su juicio crítico les ha servido o no para variar el voto, a pocas horas de unas elecciones generales, es algo que sólo el votante puede valorar. Me parece una falta de respeto a la cultura democrática de los ciudadanos, intentar explicarles la verdad y reprocharles frivolidad, inconsistencia mental o simple reacción acomplejada por el temor, al determinar el sentido de su elección política el día 14 de marzo.

A la vista de la experiencia acumulada en sucesivas comisiones de investigación es aconsejable introducir variaciones en el formato y en el desarrollo de las sesiones. El escenario parece puramente simbólico, pero tiene su significado. Ninguna comisión parlamentaria coloca a los comparecientes en un plano más elevado que los comisionados. La tradición norteamericana que vemos en televisión, nos muestra a los declarantes, aunque sean ex presidentes de la nación, bajo el estrado de la comisión. Nunca se debe confundir el interrogatorio con una intervención que tiene su verdadero sentido en el hemiciclo. Los interrogatorios tienen que ser más precisos y sin largos discursos previos. El presidente debe llamar al orden y pedir concreción, sin admitir preguntas capciosas o impertinentes. Recabar opiniones es más propio de una interpelación parlamentaria que de una investigación.

Estos cambios de configuración harán sus sesiones más interesantes y facilitarán su seguimiento por los ciudadanos.

En definitiva conviene advertir que, sus objetivos se habrán cumplido si consigue establecer conclusiones válidas y eficaces para afrontar la cuestión sometida a investigación y propone soluciones eficaces para corregir las posibles deficiencias del pasado.

Sin duda habrá futuras oportunidades para recabar la voluntad de los electores. Si alguien considera que fue a las urnas con un criterio equivocado, podrá fácilmente rectificar. Para ello le basta con recordar el pasado y reflexionar sobre el futuro que tiene en su manos.

José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo.

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