Fiestas rojiblancas
Las fiestas de este año vienen recorridas por una tensión añadida, una tensión que, dado su carácter electoral, se manifiesta en plena calle y se expande entre el gentío. Sí, sufrido peatón de la Aste Nagusia: estamos hablando de las elecciones a presidente del Athletic.
Las diferentes candidaturas colonizan los periódicos, instalan céntricas oficinas informativas, contratan camiones y altavoces, y plantan a pie de calle, por último, a agentes de agitación electoral.
Anteayer, en la calle, me asaltó una muchacha.
-¿Usted es socio del Athletic?- preguntó.
Y yo puse la mejor de mis sonrisas, dije que no de forma muy amable y me escabullí sin requerir más datos.
Ignoro si iban a pedirme la firma para respaldar una candidatura, o a informarme sobre un programa electoral. Descarto que fueran a ofrecerme el puesto de tesorero en alguna parrilla. Lo cierto es que salí de la experiencia francamente mejorado. Sí, lector: este plumilla tiene aspecto de socio del Athletic, lo cual dice mucho de mí, y no lo dice en sentido negativo, al menos si nos circunscribimos a las pequeñas fronteras de Bilbao, ciudad-Estado. Hice un ignaciano examen de conciencia. ¿Cómo esa señorita me confundió con un miembro de la legendaria entidad? ¿Sería por mi edad, que irreparablemente encara la década de los cuarenta? ¿Sería por mi estómago, que apunta ya a inexistentes aficiones cerveceras? ¿Sería por mi aspecto de próspero burgués, un aspecto que pide -casi reclama- el carnet rojiblanco en la cartera? ¿Sería por esa mirada vaga, como de tonto, que me sale a veces y que sin duda comparten muchos de los que acuden a los estadios de fútbol?
Nadie debería verse obligado a declarar sobre sus inclinaciones futbolísticas
Lo ignoro por completo. Pero ahí me vi, cumpliendo con naturalidad, y sin ninguna intención por mi parte, el requisito antropológico que define a los mejores de la villa: ser socio del Athletic. Reconozco que mi corazón es rojiblanco, pero eso del corazón nunca dice mucho del estatus de uno. Que una chica me confundiera con un socio del club se me hizo más honroso que si me hubiera reconocido por mi obra literaria, cosa que no suele pasarme con ella ni con nadie, sin duda porque tal obra desmerece.
Claro que después, mientras seguía caminando por Indautxu (Indautxu: ciudad-Estado) sentí que mis sentimientos se alteraban. Consideré la anécdota desde otra perspectiva: lo invasivo que resulta (en terminología médica) el sentimiento atlético en Bilbao. Alteran el ritmo ciudadano con sus inminentes elecciones e incluso se toman la libertad de inquirir a los peatones sobre sus preferencias. Lamenté entonces no haber hecho, ante la chica, una constitucional defensa de mis derechos. Como se sabe, nadie puede ser obligado a declarar acerca de sus creencias religiosas o políticas, o sobre su orientación sexual. Del mismo modo, nadie debería verse obligado a declarar sobre sus inclinaciones futbolísticas, aspecto que aquí resulta mucho más relevante que cualquiera de los otros.
En contra de lo que opinan algunos columnistas de la Hispania Ulterior, en este paisito no es tabú hablar de sexo o de política: en este país lo que es tabú es hablar de fútbol, al menos si uno no habla de fútbol como exige el totémico club de mis amores.
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