Vuelos
1Hay viajes que probablemente nunca hubiera realizado de no ser por mis lecturas de cuando era chico. El impulso viajero se origina a esa edad y las áreas geográficas que más me siguen atrayendo -las orillas africana y asiática del Índico, además del Mediterráneo- coinciden con el escenario habitual de aquellas lecturas. Así pues, viajes como el que ahora emprendo, realizados a lugares que ya conozco, tienen algo de relectura: saber si lo que en otro tiempo nos atrajo nos atrae todavía. Tanto en lo que se refiere a viajar como a leer las sorpresas son frecuentes, sea porque el lugar al que viajamos ha cambiado o porque descubrimos que la novela en cuestión no nos interesa, sea porque quienes hemos cambiado somos nosotros y por eso, precisamente, el lugar o la novela no nos interesan.
Viajes como el que ahora emprendo, a lugares que conozco, tienen algo de relectura
El crecimiento urbano de Nairobi se hace patente al abandonar la ciudad hacia el parque de los Aberdare
Desde la ventanilla del avión se divisa el Nilo cortando de norte a sur una vasta extensión color ladrillo
El balance final, fruto de la suma de balances parciales que siguen a cada etapa del viaje, sólo podrá ser establecido cuando, ya de regreso, volemos rumbo al norte sobre un valle del Nilo sumido en las tinieblas, evocando los comienzos, los momentos previos al primer vuelo, cuando el aspecto y el comportamiento de tres pasajeros árabes despertaron las suspicacias de cuantos aguardaban bostezando ante la puerta de embarque. Contribuía a tal recelo la búsqueda de algo con que matar el tiempo en un aeropuerto como el de Barajas de madrugada, con gente durmiendo en los bancos o en el suelo, los más, deambulando aburridamente a la espera de que abrieran algo, los bares, las tiendas, los kioscos de prensa. De ahí las conjeturas, las divagaciones: aquellos tres hombres habían pasado el control de pasaportes por separado, pero de vez en cuando conversaban brevemente, y uno de ellos, de piel negra y aspecto de islamista norteamericano, llevaba unos zapatos de suela tan gruesa que podían contener cualquier cosa. A fin de cuentas, semanas antes, un avión lleno de turistas franceses había explotado al despegar de Sharm-el-Sheik y se acababan de hacer públicas las amenazas de voladura que pesaban sobre dos hoteles de Nairobi, el Hilton y el New Stanley, éste último, el hotel que iba a ser el nuestro. Al llegar a Amsterdam nadie en el pasaje se acordaba ya de los tres sospechosos, pendientes todos de abandonar el aeropuerto cuanto antes o de conectar con otro vuelo, el Amsterdam-Nairobi, en nuestro caso.
Así son las cosas: los viajes empiezan a veces antes de que uno salga y bien pueden continuar después de que uno los dé por concluidos. Aquel vuelo nocturno Bombay-Zúrich cuando, a punto ya de que se apagaran las luces, unos súbitos gritos en el fondo del avión tuvieron el efecto de interrumpir lo que cada pasajero estuviese haciendo. Arrebujarse en la manta, ajustar los auriculares y ponerse cómodo, ponderar ante cuál de los servicios la cola era más corta. ¡Pedófilo!, proclamaba una voz estentórea. ¡Este hombre es un pedófilo! Los gritos procedían de un joven puesto de pie ante su asiento que, apuntando con el dedo como quien lanza una piedra, señalaba a alguien sentado unas cuantas filas más adelante. Lo gritaba en francés, luego en inglés y luego en alemán, señalando con el dedo una y otra vez. ¡Pedófilo! ¡Pedófilo! ¡Este hombre es un pedófilo! ¡Este portugués es un pedófilo! El amplio espacio interior pareció convertirse de pronto en el patio de butacas de un teatro alternativo en el que los actores irrumpieran por detrás de los espectadores en lugar de hacerlo en el escenario, filas y más filas de cabezas giradas sobre el asiento, tan silenciosas como atemorizadas; hasta los motores del avión parecieron dejar de oírse. Sólo justo delante, una pareja de look gay californiano pareció sumirse en lo más profundo de su espacio vital, aunque ninguno de ellos fuera el acusado, el portugués presuntamente pedófilo. El sobresalto de los primeros momentos se trocó en desconcierto cuando la denuncia, inicialmente muy precisa, empezó a diluirse y el "este portugués es un pedófilo" se convirtió en un juicio más general, en "todos los portugueses son pedófilos" y alguien, tal vez portugués, se aproximó lo que pudo al denunciante, es decir, lo que los cuerpos y la resistencia de los vecinos de asiento le permitían, y le atizó en la cara. Para entonces ya habían acudido una azafata y un joven de paisano, el policía de a bordo, y con la distante firmeza con que el maestro se dirige al colegial, le conminaron a reportarse, a situarse en la otra banda del avión, sentado entre una ventanilla y el joven de paisano. Con todo, el alborotador siguió emitiendo su mensaje de vez en cuando en tono ensimismado y especulativo. "Todos somos unos pedófilos". "Yo mismo soy un pedófilo", iba diciendo como abrumado por la culpa, los pasajeros cuchicheando ya con alivio, algunos hasta divertidos. Los motores del avión volvían a sonar con firmeza.
En el presente vuelo Amsterdam-Nairobi, cuatro policías escoltaron en todo momento a un pasajero negro situado también junto a una ventanilla; al parecer se trataba de un ciudadano congoleño que ya había sido expulsado en otras ocasiones. O, al menos eso es lo que nos dijeron, si bien no aclararon el motivo de que, siendo congoleño, lo llevaran a Kenia. Fue Elvira quien, a partir del aspecto de ser lo que eran de aquellos policías, les había preguntado directamente; el resto del pasaje ni siquiera llegó a enterarse. Un pasaje formado fundamentalmente por jubilados alemanes y norteamericanos, más alguna pareja de recién casados y una joven que era la viva imagen de Nicole Kidman, con la misma resuelta expresión de quien tiene muy claro lo que se propone hacer.
Desde la ventanilla, a la derecha del avión, se divisaba el curso del Nilo como un bronce a la cera fundida, cortando de norte a sur una vasta extensión color ladrillo que un sol tangencial enrojecía más y más; al otro lado, en la distancia, la orilla del mar Rojo progresivamente oscurecida, emborronada por las brumas vespertinas. Al aterrizar en Nairobi, ya de noche cerrada, los trámites de pasaporte y aduana fueron mucho más sencillos de lo que solían ser hace unos años: puro formulismo. Fuera, nos esperaban Joseph y Peter o Pedro, el que iba a ser nuestro chófer en los próximos días. Nos llevó al New Stanley, en cuya terraza cenamos algo ligero, que nos hiciera olvidar las porquerías que dan en los aviones. El árbol-espino, que desde siempre venía presidiendo esa terraza, ha sido sustituido por otro más joven en cuyos pinchos la gente sigue ensartando mensajes. Más que de cazadores o guías como en sus orígenes, o de mensajes de gente que se había conocido sobre la marcha, predominan ahora los mensajes sin destinatario concreto, de contenido vagamente ecologista o multicultural, con frecuencia algo cursis. Por lo demás, la terraza del New Stanley viene a ser un equivalente del Flore o del Lipp parisinos, un lugar en el que una clientela de toda raza y condición se entremezcla con la mayor naturalidad: turistas, hombres de negocios, familias con críos, prostitutas de hotel, políticos, etc., cada uno metido de lleno en sus propios asuntos. Quede claro, eso sí, que equivalente no significa parecido.
2 El crecimiento urbano de Nairobi se hace patente según abandonamos el centro de la ciudad para dirigirnos hacia el norte por la carretera que conduce al Parque Nacional de los Aberdare: donde hará unos años se extendían vastas plantaciones de piña se suceden ahora barrios residenciales y naves y más naves de tipo industrial. Y entre esos suburbios y donde ahora comienzan las plantaciones de piña, una serie de invernaderos en los que se cultivan verduras y, sobre todo, flores; invernaderos que, en este caso, protegen no del frío, sino de la violencia del agua en la estación de las lluvias.
Ese desarrollo urbano, con sus aspectos positivos y sus aspectos negativos, es fiel reflejo, diría yo, del desarrollo experimentado por Kenia durante los últimos catorce años. Siempre me ha gustado complementar el diagnóstico de las cifras económicas con el de la percepción directa de la realidad del país. Ambas pueden ser engañosas, pero, aunque las cifras económicas tengan sin duda mayor repercusión en la Bolsa, la percepción directa me parece más fiable en lo que se refiere al rumbo emprendido por el país más allá de determinados episodios. En el caso de Kenia, esos episodios son fundamentalmente dos: la amenaza islamista y la corrupción.
La amenaza islamista se ha concretado hasta la fecha en dos atentados de repercusión mundial -la voladura de la embajada norteamericana y la de un hotel de la costa frecuentado por judíos- que en su día afectaron muy seriamente la afluencia turística. Sin embargo, debido tal vez a que los objetivos potenciales del terrorismo son cada vez más numerosos en el mundo entero, el sector turístico parece haberse recuperado: más de un ochenta por cien del pasaje llegado de Amsterdam tenía como destino los hoteles de la costa. El problema, además, no reside en la población musulmana del país -un 15% del total-, sino en las organizaciones terroristas que, al igual que en Kenia, existen en Inglaterra, España o Estados Unidos. Las medidas de seguridad, por otra parte, se caracterizan por la discreción que suele acompañar a la eficacia; en el caso del aeropuerto, los controles comienzan bastante antes de acceder a las terminales.
En cuanto a la corrupción, una realidad más determinante y de mayor calado que la del terrorismo, todo parece indicar que, tras la derrota electoral del gobierno de Arap Moi, la situación ha cambiado, aunque existe el temor de que así como la corrupción era rara en los primeros tiempos de Moi, también el gobierno actual puede terminar sucumbiendo a unos hábitos que estaban convirtiéndose en consustanciales al ejercicio del poder. La autopista Nairobi-Mombasa, de la que sólo se han construido 80 kilómetros debido a la volatilización de los fondos destinados a construir el resto, es uno de los ejemplos más visibles de esa corrupción, aunque seguramente no el peor. La esperanza reside en el hecho de que tales hábitos no parecen instalados en la totalidad del cuerpo social y una regeneración del Gobierno permitiría ver de nuevo a Kenia, junto a Suráfrica, como los dos motores del desarrollo del África Oriental y Meridional.
En definitiva, Jomo Keniata fue el antecedente más inmediato de Nelson Mandela. A su llegada al poder, contrariamente a lo que podía esperarse de un líder que además de estudiar en Inglaterra lo hizo también en la Unión Soviética, Jomo Keniata implantó un socialismo africano, es decir: lejos de plantearse lisa y llanamente una revolución socialista, al estilo de otros líderes de la época -Lumumba, Castro, Seku Ture, N'Kruma, Nierere-, se propuso que el Gobierno de Kenia quedase bajo el control del pueblo keniata en todos los niveles, sin privar por ello a la población de origen europeo e indio de sus propiedades, a fin de garantizar su colaboración en el desarrollo del país. Lo que hoy día sería acogido en Europa y en el mundo con un aplauso unánime, lo fue en su tiempo con bastante sordina en los medios intelectuales, ideológica, o mejor éticamente, muy proclives a aceptar la revolución comunista, aunque sólo fuese como paso obligado para la instauración de una sociedad realmente justa. Quienes más discrepaban de semejante planteamiento eran los intelectuales de los países comunistas, y a ellos se debe tal vez la convicción de Jomo Keniata de que la revolución pura y simple hubiera sido un desastre para Kenia. Y es que no se trata sólo del éxodo de la población de origen europeo o indio que tal planteamiento hubiera supuesto, con el consiguiente colapso económico. La dialéctica propia de la Revolución hubiera forzado a una solución maximalista, con un alto precio en sangre del principal problema de la sociedad keniata: las tribus. Y Jomo Keniata supo diluir la existencia de esas tribus bajo una estructura superior -la nación keniata- sin forzar la voluntad de nadie. Las rivalidades de los primeros tiempos -sobre todo entre kikuyus y lúos- se han resuelto con un mínimo de fricciones y, hoy, el origen étnico cuenta poco más que el ser oriundo de una u otra región en los países europeos. Quienes han quedado al margen de tal proceso -fundamentalmente las tribus nilóticas, masai, samburu, turkana- lo han hecho de forma voluntaria. Hablar hoy en Kenia de las tribus es referirse a ellas como conjunto, lo que da una idea de hasta qué punto la concepción tribal ha dejado de ser válida para el resto de la población.
Todo parece indicar que el destino de los parques nacionales de Kenia será muy similar al de sus antiguas tribus, víctimas unos y otras del desarrollo social y económico del país. Se trata, más que de un reclamo turístico directo, de la sugestión que acompaña al simple nombre de Kenia cuando el turista hace sus reservas en la agencia de viajes. Luego, la mayor parte de su estancia transcurrirá en la playa y sólo ocasionalmente se apuntará en algún tipo de safari, casi como por cumplir. En realidad, el procedimiento más extendido de cumplir con la idea de haber estado en Kenia es comprar artesanía, algo que uno se lleva a modo de testimonio; de ahí esos locales que se suceden a lo largo de las carreteras dedicados a la venta de artesanía a precios disparatados. En uno de ellos pedí una imagen de Ngai o Mogai, la deidad creadora de los kikuyu cuya residencia terrenal es el monte Kenia. El vendedor, como desorientado, me trajo una pequeña talla de una mujer desnuda. "Antes Mogai no tenía tetas", le dije. Y el vendedor me explicó que la idea del dios era muy personal y que cada artista la interpretaba a su modo; hablaba balanceando la cabeza y el aliento le apestaba a alcohol. Ya en el coche, pregunté a Pedro por qué nos había llevado a semejante lugar, donde los precios eran treinta o cuarenta veces superiores a los de las tiendas especializadas de Nairobi. "A los turistas les gusta", dijo con la pesadumbre del que no hace más que cumplir con su deber.
El Parque Nacional de los Aberdare tiene una extensión de casi 800 km2. Pero, más que la amplitud, lo que preserva la fauna del parque es la orografía del territorio, con alturas próximas a los 4.000 metros. Por lo demás, los cultivos -cafetales, invernaderos- se extienden hasta la entrada misma del pre-parque. La vegetación es tupida aunque, por razones de altitud, probablemente tiene poco que ver con lo que el turista espera encontrarse. En mi anterior visita al hotel, una manada de elefantes obligó al coche a detenerse, ya que un enorme ejemplar de aspecto severo se plantó ante nosotros hasta que la última de las crías hubo cruzado la carretera. Esta vez no tuvimos tanta suerte y en todo el trayecto no vimos más que búfalos, monos y gacelas; aparte de pájaros, claro, numerosos y llamativos como flores llevadas por el viento.
En el hotel, los únicos turistas extranjeros propiamente dichos éramos nosotros. El resto, turismo interior: la propietaria de unos cafetales situados en las proximidades, acompañada de su hija, ambas de rasgos inequívocamente kikuyu. Dos indios que no paraban de jugar con sus móviles, probablemente, comerciantes de Nairobi. Y una keniata blanca, acompañada de su padre, también keniata aunque nacido en Croacia, así como de un novio español que acudía por primera vez a Kenia para ser presentado a la familia.
De noche, el hotel se convertía en epicentro de un safari estático: mientras los huéspedes permanecían en silencio en los diversos miradores, donde estaba prohibido fumar y sacar fotografías con flash, el exterior iluminado -las orillas de una laguna- se poblaba de animales que acudían a beber o a gustar la sal desparramada bajo los focos. Aparecían desde cualquier punto -ciervos, búfalos, hienas, rinocerontes- y, tras deambular un rato, desaparecían en dirección opuesta. Los indios, con sus móviles, no paraban de mandar imágenes a sus familiares o a quien fuera. Una actividad a la que parecían especialmente proclives, debido tal vez a unos seriales televisivos en los que las diversas deidades -Shiva, Krisna, Cali- irrumpen en la realidad cotidiana con la mayor naturalidad del mundo.
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