El otro rapto de Europa
Cuando María Guerrero intentó actuar en el Teatro Romano de Mérida, en los años veinte, José Ramón Mélida, responsable de su excavación y de la de Numancia, se lo impidió: no quería decorados ni instalaciones eléctricas sobre la skene. Como si la actriz pudiera dañar el edificio más que 1.500 años de expolio y de abandono. Este arqueólogo de apellido predestinado también se negó a que actuara Margarita Xirgu, hasta que ella le informó de que su intención era representar Medea, de Séneca, a pelo y con luz natural (la idea se la había brindado Fernando de los Ríos). La recuperación del Teatro Romano, inaugurado el año 15 antes de Cristo, reformado en el 334, enterrado y usado como campo de labranza tras la caída del Imperio, obligó a los historiadores de teatro españoles a formularse un par de preguntas que rondaban desde hacía tiempo a sus colegas griegos e italianos: "¿Hay que aprovechar este patrimonio para dar a conocer únicamente a los autores grecolatinos o cabe programar también obras de otras edades del teatro? Y, en caso de dar por buena la segunda opción, ¿cuáles serían estas obras?". La historia contemporánea de las representaciones en el Teatro Romano, que arranca en 1933 con Medea, protagonizada por la Xirgu y traducida por Unamuno, es la del intento de dar respuesta a esas preguntas.
Desde su primera edición, la
mayoría de las del festival han tenido el tema romano como pie forzado. Junto a Plauto y a Eurípides, en Mérida se ha representado la práctica totalidad del ciclo romano de Shakespeare (Coriolano, Julio César, Titus Andronicus
...), dos versiones de la comedia musical Golfus de Roma, de Stephen Sondheim; dramas de Bernard Shaw, Camus y Von Kleist sobre mitos clásicos, una ópera china que vestía a Medea con las ropas y las plumas de pavo real de La serpiente blanca... También se escenificaron obras en las que autores vivos reelaboran temas clásicos: una de Fernando Savater sobre el enfrentamiento entre César y Catón; ¡Oh Penélope!, de Torrente Ballester (en 1986), varias de Martínez Mediero...
Convertido lo clásico en tabú, pocos directores se arriesgaron a romperlo, y en ocasiones contadas. Entre ellos, José Tamayo, que en 1957 consideró que Otelo era tan adecuado o más para aquel espacio que Antonio y Cleopatra o que cualquier otro shakespeare. Probablemente es así: en el Teatro Romano bien podrían haber entrado otros dioses (por ejemplo, los del Mahabharata, en el montaje de Brook), igual que en iglesias desconsagradas como la de San Nicolás, en Segovia, no se representan necesariamente misterios medievales, sino cualquier función que requiera recogimiento y energía concentrada. Curiosamente, lo que en Mérida ha sido norma para el teatro, no ha regido para la danza: se ha bailado desde El sombrero de tres picos hasta Na floresta, de Duato, pasando por Los tarantos.
Proserpina, el montaje que
Robert Wilson presenta en Mérida hoy y mañana, responde a ese pie forzado temático, y por eso el festival lo ha escogido. Wilson representa el rapto de la ninfa, arrastrada por Plutón, y llorada por Ceres, su madre (la Deméter griega): son las tres divinidades con las que José Ramón Mélida identificó las principales estatuas que decoran la skene del teatro. La de Ceres la preside. El montaje, plásticamente impecable, tiene un problema narrativo. En la primera parte, un poeta (Emma Suárez) cuenta la historia que el resto de los actores miman y danzan, como en el teatro primitivo. Después, los intérpretes masculinos toman la palabra (en vivo o a través de voces grabadas, entre ellas la de Wilson); la imagen del narrador, que sigue poniendo voz a las actrices, distrae, un código interfiere en el otro, y el espectáculo pierde legibilidad.
Con motivo del cincuentenario del festival (hasta los años ochenta hubo muchas ediciones en blanco, y otras en las que el título le viene grande a lo que fue una programación estival), el Museo Nacional de Arte Romano acoge una exposición en la que repasa su historia a través de fotografías, documentos y paneles explicativos.
Proserpina. Festival de Mérida. 31 de julio y 1 de agosto. Exposición El festival en dos siglos. Museo Nacional de Arte Romano. Hasta el 29 de agosto.
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