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Tribuna
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La huella del luto (del 11-S al 11-M)

Josep Ramoneda

1. ¿Por qué, dos años y medio después, Nueva York sigue marcada por el 11-S, mientras que Madrid (y España en general) parecen haber elaborado el duelo por el 11-M en tres meses? La pregunta surgió en una conversación con Margarita Gutman y Michael Cohen, dos profesores de la New School de Nueva York. La zona cero no ha dejado de ser lugar de peregrinaje. Los proyectos para tan sacralizado espacio han sido objeto de intenso debate ciudadano. La espesa nube de polvo que aquel día cubrió la punta de Manhattan todavía no se ha disipado: el 11-S está presente prolongándose, además, en la densa atmósfera de la guerra. Nueva York vive permanentemente en el post 11-S.

En Madrid, los trabajadores de Renfe han pedido que se quitara el túmulo de homenaje a las víctimas porque trabajar con su presencia -el recuerdo permanente del horror- se les hacía insoportable. Los heridos que quedan en los hospitales han dejado de ser noticia. El debate político ha derivado hacia la bronca de una Comisión de Investigación que no está a la altura que la tragedia debería exigir. El 11-M empezó a desaparecer con la derrota del Partido Popular. La mayoría de libros de urgencia que han sido publicados tienen más que ver con los tres días que siguieron al 11-M que con el trágico acontecimiento en sí. Fueron los tres días que encauzaron los efectos políticos, culturales y sentimentales del trauma.

2. La magnitud del acontecimiento no era la misma. La significación de los dos países, de las dos ciudades, tampoco. En palabras de René Girard, el 11-S fue "el retorno con fuerza de lo real, la explosión en un cielo sereno, un aviso que sorprendió al mundo entero". La irrupción de lo real pone en evidencia la enorme dificultad de aceptar nuestra humanidad. Y el recurso es elevarse por encima de ella con el discurso de lo humano y lo inhumano, obviando que nada inhumano es ajeno a la especie. El 11-M tenía precedente. Mientras el 11-S estaba en el terreno de lo impensable, el 11-M ya entraba dentro de lo posible.

Nueva York -su poder simbólico es tal que los atentados de Washington quedaron enseguida en segundo plano- fue atacada desde el aire. Los invasores vinieron desde el cielo, que es de donde caen las peores amenazas: aquellas que llegan sin rostro y sin origen. Estados Unidos descubrió que era vulnerable, algo impensable para un pueblo que, al haber entrado tarde en la historia pero con mucha fuerza, se siente excepcional, portador de un encargo especial de redención del mundo. Hasta Vietnam, nunca habían perdido una guerra, y la crisis moral que esta derrota produjo fue enorme. Recuperadas las ambiciones imperiales, el más invulnerable de los países, el que había dominado el siglo XX sin un solo ataque exterior a su territorio continental, se encontró de pronto al enemigo atacando el centro de su universo. El Imperio estaba minado: los terroristas habían preparado el golpe durante años, sus armas eran aviones norteamericanos. Las Torres Gemelas, doblemente atacadas con toda impunidad, eran como una metáfora del american way of life bajo el fuego: toda una cultura -una manera de estar en el mundo- en llamas. Los terroristas murieron en los atentados. Nadie pudo detenerlos y entregarlos a la justicia en lo que de reparadora tiene siempre esta imagen. Y se tuvo que buscar una figura en la que concentrar todas las iras: Osama Bin Laden. Una figura lejana que no hacía sino aumentar la sensación de vulnerabilidad y desasosiego. ¿Cómo la principal nación del mundo podía ser desafiada desde las agrestes montañas de una de las naciones más atrasadas?

Madrid es la capital de un país que lleva 40 años en lucha con el terrorismo. Antes de la masacre del 11-M, mil personas habían muerto en España por la violencia terrorista. Desconcertó la dimensión y la autoría, pero lo demás era desgraciadamente muy cotidiano. Este país ha llorado muchos muertos. Al no ser ETA, creció el miedo: a la natural inquietud que provoca encontrarse con un enemigo nuevo se sumó la agobiante constatación de que los terroristas se habían mezclado entre la gente para hacer el atentado y podían seguir entre nosotros. Muy pronto empezaron las detenciones. Pero la inmolación del núcleo duro del comando en un apartamento de Leganés aumentó el desconcierto. Ante el peor de los enemigos, siempre cabe pensar que hay un valor compartido que puede hacer posible la comunicación: el sentido de supervivencia. Cuando el otro renuncia a sobrevivir se convierte en un extraño, a nuestros ojos deja de ser hombre en la medida en que no podemos compartir siquiera la más elemental referencia común de la realidad: la voluntad de vivir, como individuos y como especie.

3. El 11-S, la prensa americana practicó una radical autocensura: no se mostró una sola imagen de las víctimas. El 11-M, la prensa española publicó duras imágenes de muertos y heridos. ¿Tiene que ver aquella censura con la prolongación del duelo? ¿Tiene que ver esta exhibición del horror con la rapidez con que ha sido despedido el duelo? Sin imágenes de los cuerpos calcinados de los conciudadanos, el imaginario del dolor se concentraba en el emblema: las Torres Gemelas en llamas. El símbolo creaba espacio de dolor compartido. La ausencia de imágenes despersonalizó las víctimas, convirtiéndolas en una sola gran víctima. En la sociedad individualista por excelencia, el duelo se hizo comunitario. El patriotismo americano fue una vez más el punto de encuentro de los individuos perdidos en la jungla. Pero también el punto de apoyo para la huida hacia la guerra de un Bush convencido de que tenía derecho a una respuesta sin límites.

La visión del terror en la carne de los conciudadanos provocó una explosión de solidaridad en una ciudad, Madrid, que quedó anonadada. La televisión trae a menudo estas imágenes del horror, pero, generalmente, envueltas en un halo de lejanía. Pero la visión se hace insoportable cuando se trata del vecino con el que puedes haber compartido el tren. Aparece esta rara culpabilidad que siente el superviviente por el alivio de haberse salvado. Instintivamente, se quiere apartar cualquier señal que abra el cáliz de la rememoración. Quizás porque en el universo europeo los lazos de proximidad son más estrechos, los rituales del dolor pertenecen mayormente a lo privado y los rituales públicos son más políticos. No fue en una catedral -como Estados Unidos-, sino en la calle -en una manifestación convocada desde el poder (que la ciudadanía hizo suya)-, que tuvo lugar el primer gran acto colectivo para compartir el sufrimiento y expresar el rechazo. Los ritos religiosos colectivos apelan a una verdad consoladora, los ritos políticos generan división cuando cunde la idea de que la verdad se ha extraviado. Y fue el voto masivo -el compromiso con la democracia- la respuesta pública que dieron los ciudadanos, mientras luchaban con el dolor y el desasosiego. Las imágenes de algunos heridos yendo a votar expresan perfectamente este doble registro propio del laicismo político europeo.

El equilibrio entre el deber de reconocimiento a las víctimas y el olvido necesario para retomar la senda de la vida (y encontrar después la verdadera posibilidad de la memoria) es muy precario. Los pueblos -como las personas- reaccionan a la tragedia y sobreviven como pueden.

4. Estados Unidos, ante la imposibilidad de juzgar a los terroristas, optó por la guerra como respuesta. Y se fue a Afganistán, primero; a Irak, después. La guerra pudo satisfacer a los que necesitaban que su país recordara su condición de potencia. Y algunos, al ver que el Estado ponía en marcha a su enorme potencial bélico, se sintieron más amparados. Pero produjo división. Especialmente cuando de Afganistán se saltó a Irak. Y la división generó culpabilidades. La difusión de los malos tratos a prisioneros iraquíes dio una vuelta de tuerca más al desconcierto: la víctima, de pronto, se sentía convertida en verdugo. La estela del 11-S parece no detenerse nunca. La sobreactuación del Estado con medidas de seguridad excepcionales hizo crecer en algunos sectores sentimiento de bunkerización. La pesadilla continúa. La crisis que se abrió el 11-S no quiere cerrarse.

En España hubo elecciones tres días después del atentado. Fue una circunstancia del calendario que unos consideran fortuita y otros, calculada por los terroristas. La ciudadanía reaccionó con un voto masivo. Y se produjo un acto de exorcismo que alivió a la colectividad. La muerte política de Aznar tuvo algo de ejercicio ritual por el que el pueblo transfirió su profundo malestar a un chivo expiatorio. Fue, paradójicamente, el último servicio de Aznar. La gente de España tenía necesidad de creer que entraba en un tiempo nuevo. La retirada de las tropas de Irak acabó de simbolizar que se había pasado página. Y la ciudadanía se sintió confortada. Quiso creer que empezaba un tiempo nuevo. Y precisamente porque el 11-M ha sido vivido a la vez como estruendo del pasado y tragedia fundacional del futuro, hay una cierta voluntad de dar el trance por acabado.

Sin embargo, todo luto debe elaborarse. Los que se elaboran con precipitación acostumbran a dejar marcas ocultas que aparecen más tarde; los que se elaboran con excesiva lentitud provocan conductas de riesgo de consecuencias incalculables.

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