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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Puertas abiertas

El retorno de la política resume lo que han sido los primeros cien días del Gobierno de Zapatero. Durante su mandato, Aznar había ido imponiendo a su partido, al Parlamento y a la sociedad en general una idea restrictiva, cuando no sospechosa, de la política. El mensaje era: no se preocupen de la política, que ya me ocupo yo. Y el objetivo: una sociedad desmovilizada, que se limitara a votar cada cuatro años. Con la llegada de Zapatero, la atmósfera ha cambiado radicalmente. Su primera y principal decisión, el retorno de las tropas de Irak -tomada, como quien dice, al cruzar el umbral de La Moncloa-, tenía un objetivo muy concreto: demostrar que el voto servía para algo. Y era al mismo tiempo un compromiso con la voz de la calle.

Desde entonces, Zapatero ha ido abriendo las puertas que Aznar había cerrado: ha reconstruido las relaciones con Cataluña y el País Vasco; con la vieja Europa, representada por Francia y Alemania, y con Marruecos, en un reconocimiento de que la política actual tiene una complejidad incompatible con la lógica simplista de buenos y malos. Y ha hecho del Parlamento un lugar donde el Gobierno debe explicar sus iniciativas y someterse a la crítica de la oposición.

La celeridad con que cerró la cuestión de las tropas en Irak puso al presidente Zapatero desde el primer momento en el centro del debate internacional, y también de algunas iras. Justo cuando el fracaso estadounidense allí conducía a cierta reconstrucción del multilateralismo. La disposición de Zapatero ha permitido desencallar la Constitución europea y contribuido a recuperar complicidades en la Europa ampliada. El refuerzo de la concertación con Francia y Alemania debería dar resultados, por ejemplo, en la lucha antiterrorista sin caer en sumisiones alternativas a la que Aznar practicó con EE UU. La distensión con Marruecos permite afrontar con mayor serenidad los problemas del Magreb, pero nos coloca ante la asignatura casi imposible del Sáhara. Sin sueños de grandeza, pero con realismo y voluntad de diálogo, Zapatero ha ido resituando la política exterior en el marco tradicional de centralidad y lealtad europea del que Aznar la sacó. Entre las tareas pendientes está la de engrasar la relación con EE UU, que rechina en exceso.

En política interior se han primado las acciones de reafirmación y protección de los derechos de los ciudadanos, conforme a la idea de la libertad como ausencia de dominación, de la que Zapatero ha hecho bandera ideológica. Las políticas por la igualdad de la mujer con un Gobierno por primera vez paritario, la ley contra la violencia de género o el reconocimiento de derechos de los homosexuales forman parte de esta apuesta por una sociedad abierta, en que los ciudadanos sean lo más dueños posible de sus proyectos vitales. La consagración de la laicidad del Estado, con el fin de determinados privilegios religiosos, debería ser la culminación de este proceso.

Zapatero, convencido de que fuera del capitalismo no hay salvación, ha optado por un continuismo básico en la política económica, aunque colocando las urgencias del gasto social por encima del déficit cero que Aznar convirtió en su horizonte ideológico supremo. El aumento del salario mínimo o actuaciones en materia de pensiones y de sanidad tienen que ver con esta política de modelo ortodoxo con correcciones.

En su discurso de investidura, respondiendo a la realidad de una mayoría parlamentaria muy expresiva de la pluralidad de España, Zapatero abrió la puerta a las reformas estatutarias y constitucionales. Por primera vez en la transición se ha aceptado la revisión del Estado autonómico y su adecuación a los cambios habidos en estos 25 años. Es un desafío de envergadura que requerirá una gran lealtad entre Gobierno y nacionalismos periféricos para que pueda culminarse con éxito. De momento ha servido para crear una cierta distensión. Se está empezando a hablar sin restricciones de partida. Cada cual debe asumir sus responsabilidades para evitar frustraciones innecesarias. La España plural, que empezó como consigna, parece concretarse en un segundo proceso de descentralización.

Los cien primeros días muestran sobre todo un nuevo estilo, que tiene algo de cambio cultural, en la manera de hacer y entender la política. En este marco, las discrepancias producidas en el seno del Gobierno forman parte de un concepto de la política que nada tiene que ver con "el que se mueve no sale en la foto", propio de los Gobiernos precedentes. Una de las novedades de estos cien días la ha aportado precisamente la oposición. Por primera vez no se ha respetado la tregua inicial que siempre se da al que llega. Frustrada y resentida por una derrota inesperada, la oposición ha elevado el tono contra el Gobierno desde el primer día. La entrada en escena de la comisión de investigación ha hecho perder el oremus al PP, empeñado en inventar delirantes relatos para intentar esconder sus errores. Han sido cien días sin gracia. Pero el Gobierno ha entrado bien. El clima político es más respirable. Ahora queda por ver qué ocurrirá a la hora de la verdad: cuando detrás de cada puerta abierta en estos cien días aparezca una tensión, un conflicto, una necesidad de decir que "no". Pero esto es precisamente la política democrática: la negociación de los conflictos que se dan en una sociedad compleja.

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