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Columna
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25 años después

El pasado 19 de julio se cumplieron 25 años desde la entrada de los sandinistas en Managua. Habían pasado sólo cinco años desde que esta ciudad saltara a las primeras páginas de todos los periódicos del mundo, como consecuencia del terremoto que la devastó y que marcó sin duda el declive de la dictadura somocista que, como tantas otras, aprovechó en beneficio propio el dinero que llegó desde muchos lugares para auxiliar a una población que se debatía entre la tragedia y la secular miseria. Con la llegada al poder de los sandinistas, seguida posteriormente por el auge de los movimientos insurgentes en El Salvador y Guatemala, Centroamérica se convirtió de pronto, involuntariamente, en la esperanza emancipadora destrozada años atrás con el derrocamiento de Salvador Allende en Chile y, también, en el escenario en que habrían de desarrollarse las últimas escaramuzas de la guerra fría.

Los sandinistas acabaron con Somoza, pero no lograron llevar adelante el cambio social anunciado
En Centroamérica se desarrollaron las últimas escaramuzas de la guerra fría

La esperanza de que fuera por fin posible una revolución humanista, alejada de tentaciones doctrinarias y de prácticas abusivas en el control del poder, concitó en la primera parte de los años ochenta la simpatía de miles de personas en diversas partes del mundo, muchas de las cuales llegaron hasta aquel pequeño país para colaborar en tareas tan diversas como alfabetizar, organizar cooperativas, prestar atención sanitaria, o construir redes de agua potable, al tiempo que trataban de ayudar, con su presencia, a mitigar las consecuencias de la dura oposición de los EE UU al proceso político en marcha. Gabriel Jackson, el historiador de la guerra civil española, me comentaba en 1984 en Managua que, desde el 36, nunca había visto tantos brigadistas llegados desde lugares tan diferentes, con el único objetivo de defender un proceso político que se enfrentaba a la potencia más poderosa de la tierra. Y es que, en efecto, en la Nicaragua de los años 80 uno podía conocer ciudadanos de Islandia, Angola, Venezuela, Suiza, Sri Lanka, Grecia o Uruguay, que arribaban al país para participar, de muy diversas maneras, en un proceso revolucionario que parecía distinto a todos los anteriores. Y sobre todo, estadounidenses, miles de estadounidenses, la mayoría cristianos de base, atraídos por la mística del cambio humanista, o la misa campesina y las canciones de Carlos Mejía Godoy.

De todo aquello apenas quedan hoy vestigios de lo que fue la última revolución de la guerra fría, sacrificada en el altar de los intereses geoestratégicos norteamericanos y de los abusos de poder cometidos por los dirigentes sandinistas, cuando la guerra y la militarización del proceso llevaron a un segundo plano las pequeñas transformaciones que en la salud, en la educación, en la agricultura, o en las infraestructuras, habían comenzado a producirse. El "todo para la guerra" se llevó como un vendaval las ilusiones y los proyectos de cientos de miles de nicaragüenses y, con ellas, la viabilidad del proyecto emancipatorio puesto en marcha. Afortunadamente, el militarismo de la última época no cegó lo suficiente a los gobernantes sandinistas como para intentar perpetuarse en el poder una vez perdidas las elecciones, lo que no les impidió aprovecharse de su situación para obtener todo tipo de prebendas antes de pasar a la oposición, iniciando un proceso de degeneración partidaria que no ha cesado desde entonces.

Los sandinistas acabaron con Somoza y lograron que hoy en Nicaragua, las libertades públicas y los derechos políticos estén más protegidos que en muchos países del mundo. Pero no lograron, en parte por errores propios, y en parte por intereses ajenos, llevar adelante el cambio social anunciado. Como señala quien fuera vicepresidente del país, Sergio Ramírez (EL PAÍS, 18 julio), nunca antes la riqueza había estado peor repartida, mientras el territorio nicaraguense se asemeja a un enorme campamento de damnificados. Hoy, los ciudadanos de todo el mundo que compartieron aquel esfuerzo recuerdan con nostalgia el proceso vivido, la revolución que pudo ser y no fue. A la inmensa mayoría de los nicaragüenses, dedicados a la dura tarea de la supervivencia, no les queda ni eso.

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