Batalla perdida
La Federación de Asociaciones de Vecinos de Valencia ha pedido al concejal de Actividades la elaboración de un mapa en el que figuren los puntos de la ciudad más acústicamente contaminados como consecuencia del consumo incontrolado de alcohol en la vía pública. Es lo que sinópticamente se ha descrito como el "mapa de copas" o "ruta del botellón". En el mismo envite, la federación reitera el habitual memorial de peticiones pertinentes, cual es que los locales de ocio observen las ordenanzas en lo relativo a la insonorización y horario de cierre. En esta ocasión se pone también el acento en las terrazas por la frecuencia con que conculcan el límite de la licencia, aumentando abusivamente sillas y mesas.
Aplaudimos y nos adherimos a esta iniciativa vecinal siquiera sea con la remota esperanza de que algún día suene la flauta y la cartografía del ruido propuesta sirva para algo más que engordar el atlas municipal del desmadre acústico. Que recordemos, en 1993 el laboratorio de Acústica Industrial de la Universidad Politécnica ya confeccionó un mapa de ruidos de la ciudad con el propósito de acabar con el problema y con el blasón que luce Valencia como capital europea del estrépito. En el año 2000, otro mapa, ya desfasado, midió el ruido causado por el tráfico rodado, y hace sólo unos pocos meses que el consistorio dio luz verde con sello de urgencia a un Plan Acústico Municipal. Seguro que, de escudriñar la hemeroteca, alumbraríamos otros mapas acústicos inútiles o inéditos.
La autoridad competente alega que sin tales documentos no se puede acometer la lucha contra esta maldición. Así será. Recordamos, sin embargo, que antes de que se procediese a ubicar el exceso decibélico y su naturaleza sobre la trama urbana, dando lugar a esos mapas que imaginamos muy coloristas y detallados, los munícipes pretextaban que había un vacío legal para perseguir eficazmente los ruidos y a los ruidosos. Pues bien, se acabaron las excusas. Hoy, la santabárbara legal contra el ruido dispone de una ordenanza municipal, una ley autonómica, otra estatal y una directiva europea. Además, y en contrapunto a la laxitud judicial que se venía observando, ya hay jurisprudencia sobrada para confiar en que los fallos sienten la mano a los desmadres acústicos.
Mapas y leyes, incluso la buena disposición de los gobernantes, no garantizan que el problema vaya a abordarse con el rigor que exige. Cierto es que algo se hace, en el sentido de que el caos se alivia, o eso queremos creer. Se inspeccionan y se sancionan bares, se instala en unas pocas vías pavimento fonoabsorbente y hasta hay camiones de basura que han cambiado sus horarios para respetar el descanso nocturno. No son las únicas contribuciones plausibles. Pero, por desgracia, en una plaza como Valencia, tan estruendosa y explosiva, la batalla contra el ruido la presentimos perdida por ingente y huera de voluntad política para afrontarla sin remolonear.
Aquí, en buena parte del País Valenciano, el ruido, por desgracia, no se tiene por un signo de subdesarrollo e insensibilidad cívica, sino, y muy a menudo, por todo lo contrario. Y no nos referimos exclusivamente a los festejos, numerosos y pródigos de pólvora, con frecuencia abusivos en este sentido. Nos referimos a la cultura que alienta este folklore y se alimenta del mismo convirtiendo los días y hábitos sociales en una interminable barahúnda. ¿Quién tendrá arrojo para, al menos, moderarla?
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