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Columna
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Futuro

Los bosques han empezado a moverse, como en la profecía fatídica que las brujas de Birnam le anunciaron a Macbeth. Las hayas ya han subido 70 metros hacia la cima de las montañas huyendo del calor y franjas enteras de paisaje han iniciado su desplazamiento hacia el Norte. Las mariposas que llevan en las alas el sueño de las constelaciones han decidido adelantar su ciclo biológico. Quizá también lo hagan las golondrinas que cabalgan todos los años sobre los vientos alisios del Ártico a la Antártida y los bisontes de las praderas americanas cuya ruta permaneció durante siglos tan inalterable que el ferrocarril dibujó su costura de hierro sobre el rastro de sus pezuñas. Hasta las criaturas subacuáticas, ajenas a la inconsistencia de la tierra, se están viendo afectadas. El verano pasado apenas se detectaron larvas de anchoa en toda la costa mediterránea y en su lugar han aparecido especies tropicales nunca vistas por estas latitudes.

Aquellos ríos incontaminados de nuestra infancia que reventaban contra las rocas su lámina purísima de agua helada son hoy una corriente espesa de aceite y detergentes donde naufraga cada día el antiguo humanismo planetario. En el lugar de la utopía hay ahora una costra de CO2 y vapor de agua que sobrealimenta el efecto invernadero. Según los biólogos, si la emisión de gases continúa igual, muchos organismos no tendrán tiempo de emigrar ni van a ser capaces de adaptarse. El año pasado, sin ir más lejos, la ola de calor se llevó por delante a los más débiles e indefensos o resignados.

Puede que un día todo el planeta se convierta en un secarral absoluto donde no aliente un soplo de vida y quizá, bajo esa costra quemada de dióxido de carbono, algún extraterrestre de orejas puntiagudas, como aquel inolvidable oficial Spok de Viaje a las estrellas, se afane melancólicamente por encontrar el rastro de los océanos perdidos. Para entonces el tiempo se habrá reducido a un punto mínimo donde estarán condensados todos los desastres que la humanidad no supo evitar. Pero en el interior de ese vacío metafísico se hallará también el momento aún esperanzado en el que alguien regresaba de noche silbando por un camino de herradura y olivos.

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