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Reportaje:HISTORIA

Si la bomba hubiera matado a Hitler...

Qué habría pasado si esa bomba hubiera cumplido su propósito, nada menos que matar al mayor de los asesinos de la historia, a Adolf Hitler, un austriaco mediocremente intelectualizado que adoraba al judío Gustav Mahler dirigiendo en la por lo general antisemita Viena al más rancio genio del odio al judío de la música que era Richard Wagner, y que después se dispuso a matar a todos los europeos y casi lo consiguió? ¿Qué habría sido de Europa si el 20 de julio de 1944 una élite social alemana hubiera acabado con la vida y la obra del más siniestro lumpen político jamás habido, que, abrazado al gran timonel del comunismo, otro delincuente común ensalzado por la miserable historia de cobardías europeas, puso los cimientos y después completó la dinamitación de este continente tan autocondescendiente y cuasi onanista en sus miradas al espejo moral? Nadie lo sabrá nunca -eso ya está claro-, y siempre habremos de pensar, quienes estamos presos por la memoria histórica, sobre el valor, el mensaje y el efecto de un acto como aquel, cuyo objetivo era, ni más ni menos, que matar a Hitler con una bomba de 975 gramos de dinamita escondida en un maletín de Claus Schenk, conde Von Stauffenberg.

Desde 1938, había en el Ejército y en la diplomacia fuerzas convencidas de que Hitler podría conducir a la desaparición de Alemania como Estado civilizado y de cultura
Si Hitler hubiese muerto ese 20 de julio, quizá millones de soldados y judíos no habrían muerto, quizá Dresde, Kiel, Colonia y otras ciudades no habrían sido destruidas
De haber estallado las dos bombas preparadas por los conspiradores, las posibilidades de que el Führer hubiese sobrevivido al atentado habrían sido muy escasas
Cada vez son más los alemanes que ven en Von Stauffenberg y otros ejecutados tras el atentado de julio de 1944 a los auténticos guardianes del honor cívico de su país
Fueron la aristocracia y los católicos del círculo de Kresilau los únicos que tuvieron coraje necesario para arriesgar su vida por el honor y la libertad de Alemania
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Héroe de guerra

Era un héroe de guerra mutilado y vástago de una de esas familias prusianas de Junkers -nadie olvide nunca la célebre novela Der Stechlin, de Theodor Fontane- que con el después tan denostado Otto von Bismarck hicieron de Alemania un país unido y serio, digno, sin las veleidades de patio de Monipodio heredadas de la Paz de Westfalia, buena porque frenó el flujo de la sangre en una Europa siempre cruel, pero siempre perversa, sin que el Congreso de Viena, que volvió a repartir carnaza en Europa, lograra subsanarlo. El atentado en Sarajevo contra el archiduque Francisco Ferdinando el día de San Vito, 28 de octubre de 1914, lanzó a Europa otra vez a los infiernos. Y los Acuerdos de Versalles, Trianon, Neully, Saint-Germain y Sevres cuando acabó la Gran Guerra que arrebató a Europa un par de generaciones de varones sembraron todas las simientes para la gran catástrofe europea. La ayuda norteamericana de aquel patético presbiteriano bienintencionado que era Woodrow Wilson, y que con sus Catorce Puntos quiso hacer felices a los europeos sin saber dónde estaba cada uno de ellos, sólo magnificó el desastre.

Desde Theodor Adorno hasta Golo Mann, desde la lucidez casi sobrehumana de Winston Churchill hasta los análisis de los grandes historiadores actuales, todos saben y reconocen que la gran catástrofe de la II Guerra Mundial y el Holocausto sólo pudieron darse por aquella miserable componenda de los arrabales de París y que tanto gustaron a la máxima representación de la mezquindad política europea, cuyo símbolo supremo era el primer ministro francés George Clemenceau, un sepulturero de la paz tan eficaz como el idiotizado emperador Guillermo de Alemania fue en su momento.

Si Adolf Hitler hubiera muerto aquel 20 de julio en su cuartel de la Wolfschanze (Bastión del Lobo) quizá -sólo quizá- dos millones de soldados alemanes, rusos, polacos, rumanos, italianos y españoles irregulares habrían salvado su vida. Cientos de miles de judíos en campos de exterminio estarían quizá, quizá, con nosotros aún, contando sus vivencias como un ejército de repetidores de la historia del dolor y del amor que Imre Kretesz, premio Nobel de Literatura, nos cuenta en sus libros. Dresde no habría sido bombardeada, quizá, y 40.000 habitantes de esa joya de Sajonia junto al Elba habrían sobrevivido con sus tesoros artísticos y su inabarcable armonía y emoción arquitectónica y paisajística.

La bella ciudad hanseática de Kiel conservaría hoy toda su magnífica riqueza artística, y muchas otras ciudades, véase Colonia o Konisgsberg, o pueblos remotos y otrora idílicos en Prusia Oriental o Brandeburgo, en Turingia o Magdeburgo, no habrían desaparecido bajo el odio, la limpieza étnica, el espíritu de revancha y el mero ejercicio de la monstruosidad de que es capaz el ser humano.

Dortmund, ciudad industrial y militar, ya llevaba años siendo castigada por los bombardeos, pero no habría sido borrada prácticamente del mapa si aquel 20 de julio allí, en el extremo noreste de la Alemania imperial, la bomba hubiera funcionado mejor. Viena no tendría hoy esos parches de casas de los años cincuenta, construidas sobre solares desescombrados, que violan la excelencia de esa ciudad tan protagonista como sagrada en este drama del siglo XX.

Y miles de chiquillos alemanes no habrían sido ahorcados en los postes de telégrafos y en las farolas por negarse a combatir hasta el final en un gran drama épico escenificado por Joseph Goebbels, ministro de propaganda de Hitler, que preparaba a todos los alemanes para el gran ocaso que él y su mujer escenificaron poco después envenenándose ellos y a sus tres hijos. Morían telefonistas porque se les escapaba un leider cuando supieron del fracaso del atentado.

Un año solo de guerra se habría ahorrado Europa. Un año. Pero nadie podrá jamás calcular cuánto dolor y cuánta muerte acumuló el fracaso de la explosión de aquella mala bomba, y cuantas vidas, ilusiones y gozo humano podían haberse salvado si Von Stauffenberg no se hubiera visto agobiado por un militar sin rango y no hubiese dejado detrás -sin entrar a la reunión con el Führer- a su ayudante de campo que llevaba la segunda bomba. Si hubieran estallado las dos, las probabilidades de que Hitler sobreviviera eran realmente escasas.

Una Alemania exhausta

¿Qué habría pasado en una Alemania así tras cinco años de guerra y exhausta? Nadie lo sabe. Pero hay cartas de aquellos días en las que ancianos creen que la supervivencia de Hitler es una señal divina y de castigo total a sus enemigos, y otras que, prudentes por supuesto, sugieren reflexiones sobre lo que pudiera ser mejor para Alemania. Claro está que esos alemanes y austriacos, en gran parte aristócratas y muy elitistas, para nada demócratas en el sentido actual, estaban dispuestos a dar su vida por una Alemania digna que respondiera a los valores que les fueron inculcados cuando las miserias de las ideologías redentoras, nazismo y comunismo, nada sino desprecio suponían en las mentes de aquellos que habían sido educados para dirigir un país que pronto dejaría de existir.

Decenas de miles de alemanes no habrían muerto, quizá, sólo quizá, en la mayor operación de limpieza étnica, tolerada y acallada durante décadas por democracias occidentales y dictaduras comunistas; millones de violaciones de mujeres y niñas, niños ahogados en estanques por los vecinos, viejos mutilados para que declararan dónde dejaban su último objeto de valor, lactantes arrebatados a sus madres y lanzados dentro de hornos de panadería. Jamás hubo tal frenesí de odio en lo que tan cómodamente llamamos el mundo civilizado. Eso es Europa, donde tanto presumimos de buen carácter.

Cuando el conde Kerstenbröck, el conde Galen y otro preso, éste nacido en 1906 en Trieste, aún aquel orgulloso puerto de Austro-Hungría, fueron detenidos a finales de abril de 1945, días antes de la rendición nazi en Europa, por unos norteamericanos, estuvieron varios días explicando a sus interrogadores que ellos, en Alemania y Austria, educados, sofisticados, cultos y en su íntimo sentido piadosos, habían sido nazis en los años treinta y se condenaban a sí mismos por no haber dejado de serlo hasta que la guerra hitleriana dejó de ser un paseo militar como el que Francia les ofreció. A ninguno de ellos le abandonó nunca, hasta la muerte, la vergüenza duplicada por no haber sido ejecutados como sus compañeros y no haber sido lo suficientemente valientes y lúcidos para hacer frente a aquella barbarie desde el principio. Las élites habían fracasado en el país de los Dichter und Denker (los poetas y pensadores) porque hasta aquel 20 de julio de 1944, cuando el régimen nazi estaba ya en pleno naufragio tras las debacles de Stalingrado, Kursk y Normandía, no se habían levantado contra el régimen más miserable y asesino de la historia. Las élites alemanas nunca se han recuperado de aquello, y hoy, sesenta años más tarde, se percibe en la política de Berlín lo que fue el hundimiento de la credibilidad que sufrió en Alemania lo mejor de su sociedad para abatimiento de todo el resto. Fueron la aristocracia alemana y los católicos del círculo de Kreislau los únicos que realmente tuvieron coraje para arriesgar su vida por el honor y la libertad del país. Pero muy tarde y muy mal. Los comunistas, cómplices declarados de Hitler entre 1939 y 1941, nunca se recuperaron de su incursión en la miseria moral de colaborar con el gran genocida. Los socialdemócratas sucumbieron entre héroes como Julios Leber y pequeños peleles que nunca sabían si estaban en el SPD o en el NSDAP, es decir, el partido nazi.

Hubo varios intentos de acabar con Hitler antes del 20 de julio. Desde su llegada al poder, fuerzas importantes en el Estado alemán habían visto en aquel miserable alférez austriaco, tan patético en su palabrería, un insulto a las esencias alemanas y a la propia dignidad de esa unidad que forman identidad, cultura y respeto propio. Desde 1938 había en el ejército y gran parte del Cuerpo Diplomático fuerzas medianamente coordinadas, pero convencidas de que el Führer sería la maldición cuando no la desaparición de Alemania como Estado civilizado y de cultura. Pero una percepción de patriotismo decimonónico, el culto a la obediencia y la mera cobardía, la insoportable cobardía de esa pasión por la jerarquía y la sumisión impidieron un frente común contra el vandalismo moderno y sus fiebres de experimentación social que en una Rusia soviética bajo Lenin y Stalin eran casi lógicos, pero en la Alemania de Weimar eran impensables.

La historia pudo ser otra

El 20 de julio, hace 60 años, unos alemanes que habían sido cómplices de la creación de un régimen criminal optaron por dar sus vidas para acabar con el mismo. Nadie sabe qué habría sucedido en caso de que aquella bomba, tan débil ella, según se vio, quizá reforzada por la del ayudante de campo de Von Stauffenberg, hubiera acabado con la vida de aquel monstruo que sumió a Europa en sangre y a Alemania en sangre e ignominia. La historia podría haber sido otra. Los comunistas que aplastaron durante cuatro décadas Europa central y oriental se habrían visto desprovistos de su enemigo circunstancial y habrían tenido menos argumentos para pactar la esclavitud de naciones enteras con su aliado circunstancial que eran las democracias.

Von Stauffenberg, un aristócrata prusiano, no queda bien para algunos que, como los comunistas durante décadas, veían en él el símbolo de una clase traicionada por quien se avino a servirles. Pero cada vez son más los alemanes y los europeos que saben ver en Von Stauffenberg y tantos otros ejecutados en Plötzensee o en el Bendlerblock en aquellos días de julio de 1944, o los muchos que murieron y sufrieron a partir de estos días estivales en decenas de prisiones y campos de concentración y exterminio, a los auténticos guardianes del honor cívico alemán.

El mariscal Goering, acompañado de su séquito, visita el lugar del atentado.
El mariscal Goering, acompañado de su séquito, visita el lugar del atentado.ULLSTEIL

Miles de detenidos y ejecutados

EL 20 DE JULIO DE 1944, el coronel Klaus Schenk, conde de Stauffenberg, mutilado de guerra -el año anterior había perdido el ojo izquierdo, la mano derecha y dos dedos de la mano izquierda-, colocó una cartera con una bomba bajo la mesa del cuartel general de Hitler en Prusia Oriental.

A la reunión, además del Führer, asistía

una veintena de altos oficiales. La bomba mató

a cuatro de ellos e hirió gravemente a ocho, pero Adolf Hitler tan sólo sufrió heridas leves.

El atentado que pudo cambiar la historia

del final de la II Guerra Mundial y tal vez ahorrar millones de vidas había fracasado.

La represión desencadenada por el aparato represivo nazi contra los conspiradores llevó

a la horca o al suicidio a destacados militares. Miles de sospechosos fueron detenidos, y muchos de ellos, ejecutados.

El papel en la conspiración del prestigioso

mariscal Erwin Rommel, El Zorro del Desierto, no ha estado claramente establecido. Herido gravemente en Francia unos días antes del atentado,

al parecer por un ataque de la aviación aliada, murió en circunstancias misteriosas, oficialmente como consecuencia de sus heridas, y recibió

un funeral de Estado.

El almirante Canaris, jefe del espionaje militar, no estaba en condiciones de participar directamente en esta conspiración porque ya se encontraba bajo arresto domiciliario.

Von Stauffenberg, el principal conspirador, formaba parte del grupo aristocrático del conde Helmut Jamen von Molke y del conde Von Wartenburg, formado por personas horrorizadas por la tragedia que acechaba a Alemania tras la victoria soviética en Stalingrado y el desembarco aliado en Normandía del 6 de junio de 1944. Entre

los jefes de la conjura destacaron el general

Von Stülpnagel y el barón Von Tresckow.

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