El héroe patoso
Creado a comienzos de los sesenta por el gran Stanley Lieber (Stan Lee), Spiderman sería no sólo una de las criaturas más rentables del gran innovador de la historieta internacional, sino que haría de oro a su casa madre, la Marvel Comics y, tras su pase por la gran pantalla y el éxito tanto de la primera como de esta segunda entrega, amenaza larga vida en movimiento y entre nosotros. Superhéroe a quien un accidente fortuito dota de poderes extraordinarios, Spiderman presenta, no obstante, algunas características inquietantes que, convenientemente puestas en manos del guionista de esta segunda parte, el veterano Alvin Sargent, dan lugar a un personaje a contracorriente.
No es que en el fecundo universo del cómic para adultos de las últimas décadas falten criaturas digamos raritas, héroes objetables o incluso nada compartibles; es más, en la producción del propio Stan Lee hay varios, de Hulk a X Men, sin ir más lejos. Pero la peculiaridad de Spiderman, lo que le hace un héroe a pie de obra, no es otra cosa que su origen humilde, su apego a esa tía May que aquí desempeña un papel nada despreciable; las dudas que le plantea su propio carácter heroico, perfectamente compartibles por todo hijo de vecino: ¿es que un joven en la flor de la edad debe renunciar al rendido amor de una bella condiscípula (Dunst) sólo porque tenga, de vez en cuando, que salvar al mundo de su destrucción total?
SPIDER-MAN 2
Dirección: Sam Raimi. Intérpretes: Tobey Maguire, Kirsten Dunst, James Franco, Alfred Molina, Rosemary Harris, J. K. Simmons. Género: fantástico. EE UU, 2004. Duración: 127 minutos.
Con estas dudas, Sargent reconstruye el personaje hasta hacerlo sencillamente un héroe patoso e irresoluto, atrapado entre sus dos fidelidades. Alguien que, en su envoltura cotidiana, es tomado casi por una fregona (la película acumula momentos hilarantes en que el pobre Peter Parker, su otro yo, es sometido a pública humillación por cualquiera), pero a quien no le va mejor cuando viste el estridente disfraz que lo identifica. Alguien, en fin, al que sus dudas metafísicas lo convierten en una herramienta del todo ineficaz: los trompazos que se da cuando sus dudas hacen que le fallan sus poderes dejan pequeño cualquier esfuerzo heroico anterior.
Así, esta segunda parte, en la que los responsables se inventan un supervillano involuntario, otra vez un científico que se mete en camisa de once varas (el aparatoso, nunca mejor dicho, Alfred Molina), quedará en los anales más que por las acrobacias y los efectos especiales (una gentileza del hombre más en forma en este terreno, John Dykstra), por las cavilaciones, inquietudes y (relativos) fracasos del héroe.
Babelia
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