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Lenguas de fuego

En todos los proyectos lo que más cuesta es echar a andar. Al principio se amontonan los problemas. No hay más que ver cómo empezó el cristianismo, en el caos total: la crucifixión del líder tuvo que ser un golpe muy duro para sus discípulos. Cierto que luego resucitó, pero solo para volver a irse enseguida dejándolos como vaca sin cencerro, sin instrucciones claras y con un encargo de aquí te espero: "Dispersaos" -les dijo en el último momento, con la mano ya en la pasarela- "y salid al mundo a vender el producto". Misión imposible. Pero cuando más bajos estaban los ánimos, reunidos los apóstoles en un local de Galilea, sucedió el milagro: se hizo un ruido como de viento de tormenta (Hechos 2, 1-6), el Espíritu Santo llenó la estancia y de repente cada apóstol sintió cómo se le instalaba en el cerebro un traductor automático que le permitía entender y hablar cualquier lengua del mundo. No bien el divino software acabó de descargarse, sobre la frente de cada apóstol apareció el icono del programa: una lengua de fuego.

Casi nadie defiende la idea de que la tendencia correcta es utilizar cada vez menos idiomas

La escena es conocida de todos y representa el punto de partida, el pistoletazo inicial de la expansión del cristianismo por el mundo. La escena, además, es de rabiosa actualidad, especialmente para los europeos, ya que en toda empresa supranacional, como la nuestra, se plantea más temprano que tarde la cuestión de las lenguas; es decir, cómo resolver el desagradable problema de que los hombres, en cuanto salimos del pueblo, no nos entendemos los unos a los otros. Si se es Dios, la cosa se arregla, como acabo de contar, a golpe de varita mágica. Si no, cuesta bastante más; bastante más dinero, sobre todo.

Vean, para muestra, la particular versión de las lenguas de fuego que estamos organizando los europeos en esta cuestión: el Parlamento Europeo dedica el 35 % de su presupuesto a traducción e interpretación. Y esta cifra se queda corta porque se refiere a cuando la Unión tenía diez miembros. Al aumentar a quince, y aún más al aumentar a veinticinco, y puesto que los recién llegados no querrán ser menos y tampoco ellos cederán un milímetro en sus derechos lingüísticos, es de suponer que los gastos de traducción habrán subido espectacularmente. Porque tengan en cuenta además que cada nuevo idioma oficial hace crecer exponencialmente, no proporcionalmente, los pares posibles de idiomas y por tanto el gasto. Quiero decir que las combinaciones en los dos sentidos entre, por ejemplo, cuatro idiomas, no son el doble que las que pueden darse entre dos, sino varias veces más. Y cuando en un futuro cercano consigamos que se reconozca oficialidad a nuestras lenguas autonómicas ("esta vez no ha podido ser pero a la siguiente lo conseguiremos", decía el ministro Moratinos a la vuelta de Bruselas, creo que con la boca muy pequeña), el porcentaje de presupuesto dedicado al yo te traduzco-tú me traduces subirá aún más.

Todo esto, naturalmente, lo podemos hacer los europeos porque somos muy ricos: a nadie con problemas reales de subsistencia se le ocurriría gastarse el dinero así. Pero uno se pregunta si aun pudiendo, como digo, realmente deberíamos despilfarrar así nuestros recursos. En primer lugar por la profunda inmoralidad que en un mundo arrasado por la pobreza supone este gasto enorme y perfectamente prescindible. Y en segundo lugar por la torpeza e ineficacia que derivan de este desaforado linguarama que es hoy la Unión Europea. ¿No habría alguna forma más barata y eficaz de entendernos, usando por ejemplo todos un solo idioma, a lo sumo dos, y haciendo que solo quien los conozca pueda presentarse a un cargo en Europa? Así, el esfuerzo que ahora hace nuestro bolsillo lo harían nuestros políticos. Vistos los sueldos astronómicos que perciben los parlamentarios europeos, no parece que fuera mucho pedirles.

Sin embargo, no sé por qué, me da la sensación de que las cosas no van por ahí. Parece que casi nadie defiende, al menos públicamente, la idea de que la tendencia correcta es utilizar cada vez menos idiomas y no cada vez más, como sucede ahora. No son de esta opinión, desde luego, los políticos, por razones evidentes (les exigiría más capacidad), pero tampoco parece que lo sean los ciudadanos en general, que quizás piensan que así se protege nuestra identidad y eso es bueno; hay incluso más de una coalición cuyo lema principal en estas elecciones ha sido reclamar que el euskera, el catalán y el gallego tengan uso oficial en Europa.

La pregunta es si la UE puede llegar a ser en esta condiciones una estructura política realmente eficaz con el peso que por su población y por el tamaño de su economía le corresponde en los asuntos mundiales. Sin renunciar a este delirio del multilingüismo, ¿podría por ejemplo Europa desarrollar una política de defensa y un ejército comunes, condición indispensable para pintar algo en el mundo? La respuesta es no. Europa, en estos términos, seguirá siendo por los restos una Babel inoperante, contemplada con risa por las verdaderas potencias. Y la próxima vez que en su interior o en sus cercanías toquen a degollar, como en la antigua Yugoslavia, los europeos volveremos a hacer el ridículo, empantanados en nuestra inoperancia, mientras los inocentes son asesinados de mil en mil hasta que la OTAN o algún otro país u organismo menos pintoresco e identitario que nosotros intervenga para evitar una hecatombe.

¿Se puede construir algo en común sin una lengua común, sin que nadie ceda un milímetro de lo suyo? Y si nadie está dispuesto a hacerlo, entonces ¿hasta qué punto puede decirse que hay voluntad de construir algo? La pregunta es importante en Europa como lo es también en España en estos momentos. Mientras lo fundamental para tanta gente sean el español, el holandés, el griego, el checo y sus esencias e identidades (y, paralelamente, el catalán, el euskera, el gallego, etc.), Europa seguirá siendo Babel, es decir, un desastre, y España correrá también el riesgo de acabar por serlo.

Y hay que recordar que aquello que Dios nos hizo a los hombres en la famosa torre fue, si la Biblia no miente, una maldición y no un gran favor. Hay que recordarlo porque a algunos se les ha olvidado del todo.

Matías Múgica es traductor.

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