_
_
_
_
Reportaje:

Cuatro calles sin ley

Unos 1.000 vecinos de Latina malviven en una colonia de cuatro bloques de pisos llena de basura e infestada de delincuencia

Antonio Jiménez Barca

El repartidor de Telepizza se niega a entrar a la colonia Los Olivos (Latina). No porque le roben el dinero, sino porque le quitan hasta la moto. A esa colonia, enclavada cerca del paseo de Extremadura, acuden yonquis que preguntan a los niños por los traficantes: "Oye, niña, ¿que dónde se vende?". Y la niña no se extraña y señala con el dedo. El martes pasado, la policía recibió un aviso de que acababa de producirse un tiroteo nocturno. Tampoco se extrañaron demasiado porque eso ocurre muy a menudo. Hay mujeres que no se atreven a tender la ropa porque desaparece a los cinco minutos. Y nadie abandona su casa y se va de vacaciones más de dos tardes porque corre un riesgo cierto de que a la vuelta se encuentre con el piso ocupado por una banda de cacos apostados allí tras revender todos los muebles, la televisión y la nevera. Y a esos no hay alma humana que los eche.

"Mi hija de seis años se fue a casa de los abuelos. Y no quiere volver", dice una vecina
Más información
Una denuncia de los lunes

La colonia Los Olivos la componen cuatro bloques de pisos construidos a principios de los años cincuenta con materiales de derribo, donde malviven cerca de 1.000 personas. Los edificios se asientan sobre cimientos viejos, "que ya se han vuelto arcilla", según un vecino, y las paredes son casi de papel. Las cuatro calles que separan los edificios tienen nombre de santo: San Canuto, San Fulgencio, San Timoteo y San Benigno. Tan sólo 100 metros más allá, todo es normal, como en casi cualquier otro punto de Madrid: no hay atracos, ni droga, la gente entra y sale de sus casas, va a sus trabajos, sin miedo a que lo asalten... Pero dentro de estas cuatro calles la vida es una habitación del infierno donde atan a los perros a los canalones con cuerdas de persianas, y donde los niños se roban los juguetes unos a otros. "Mi hija la mayor, que tiene seis años, está en Barcelona, en casa de sus abuelos. Se fue hace un mes. Y no quiere volver. Dice que le da miedo. Que le pegan", cuenta Teresa, de 22 años. Teresa no se llama Teresa. Pero también tiene miedo y no da su nombre. "Prefiero no darlo, porque luego ellos vendrán aquí, y se pondrán a preguntarme que qué he dicho, que qué he contado...". "Ellos" son algunos vecinos que dentro de estas cuatro calles mandan más que la policía, que los jueces y que el alcalde. Otra vecina, que lleva más de 25 años en la colonia, y que tampoco quiere identificarse ("ya sabe, ellos..."), añade: "A mi hija, cuando volvió del trabajo el otro día le apuntaron en el cuello con una pistola para robarla el walk-man. Fíjese, el walk-man. Y para eso una pistola. Ahora casi no se atreve a salir de casa".

Fue Evita Perón la que donó a principios de los años cincuenta el dinero necesario para levantar los edificios, de tres plantas, con tejado a dos aguas y color amarillo, según cuentan los más viejos del lugar. "A mi padre le dijeron que era provisional", comenta Julio Salinero, de 74 años, con un mohín de viejo resabiado y descreído. Tenía tres cuando llegó a la colonia. Y jamás ha salido de allí. En los tiempos en que Salinero era un crío, a estos edificios les llamaron "albergues para pobres". Ahora tampoco les cuadra demasiado la palabra "casa". A menos que por casa se entienda un agujero de 25 metros cuadrados, cuajado de humedades del tamaño de armarios, en el que a golpe de ingenio y desesperación se aprietan familias enteras. Siempre han sido viviendas de titularidad pública.

Tras depender de un buen número de instituciones, han ido a caer en las manos de la Empresa Municipal de la Vivienda (EMV), que, según denuncia el PSOE, no se ocupa para nada de ellas. "No hay más que ver las casas, las calles, los secarrales que las rodean", explica la concejal socialista Noelia Martínez, que ha denunciado el asunto varias veces "sin éxito".

Los secarrales son descampados en los que no crecen sino malas hierbas, ahora ya muertas, y una ringlera de arbustos tras los que se agachan los drogadictos para pincharse.

"Alguna vez he salido con un pedazo de palo para darles de hostias y mandarles a que se pinchen lejos de allí, que yo tengo tres criaturas", exclama Antonio, un guardia de seguridad de etnia gitana que está deseando "que alguien llegue y arregle esto".

No entra el de Telepizza, ni hasta hace poco el cartero, ni muchas veces los médicos, ni los camiones de reparto a domicilio. Todos tienen miedo a que les atraquen. Pero tampoco entran, sin que nadie sepa por qué, los barrenderos, ni los operarios del gas, ni los de la electricidad. Hace unos días unos yonquis que se pinchaban en un cuarto de contadores causaron un incendio. Desde entonces ningún portal tiene luz. Por cierto: los bomberos tampoco encontraron agua en los hidrantes, cegados hace meses. Así que se toparon con más problemas de los debidos para sofocar el incendio.

Como faltan los barrenderos las esquinas son verdaderos vertederos de muebles viejos, colchones y restos de comida. Las ratas han encontrado en esta esquina miserable de la ciudad un auténtico filón y ya no hay quien las contenga en la calle y se cuelan en las casas. Las cucarachas prefieren descolgarse desde el patio. El arquitecto que diseñó estos bloques de viviendas dotó a cada piso de un minipatio de dos metros cuadrados. Pero diseñó el inmueble de tal manera que no hay forma de limpiar la parte alta de las paredes de dicho patio. Así que acumula suciedad y polvo de decenas de años. A las paredes les ha salido una barba blanca: nubes de polvo del tamaño de tuberías grandes que sirven de nido a las cucarachas.

Sonia tiene 23 años, un marido que trabaja de pintor de coches y tres hijos de un mes, de tres años y de siete. Naturalmente, ella no se llama Sonia. Y naturalmente, sólo logra concebir un sueño noche tras noche: largarse de allí. Lo va a conseguir cuando el Ayuntamiento la realoje, junto a su familia, en el nuevo barrio de Carabanchel. Se lo han prometido, asegura. Ha entrado en una lista. Cuando dice eso -"Carabanchel", "lista"- se le iluminan los ojos como si pronunciara El Dorado, Bali o Malibú. Desde aquí dentro, cualquier sitio es un paraíso. Incluso la calle que está a 100 metros.

Hace unos meses, los vecinos pidieron al Ayuntamiento que les colocara badenes, porque los yonquis pasaban a toda velocidad con los coches. Nadie les hizo caso. Han acabado poniéndolos ellos mismos, con ladrillos de obra.

Hay quien vive aquí desde los tiempos de Eva Perón y paga a la EMV un alquiler de céntimos de euro. Hay quien ha heredado la casucha y paga un poco más, pero puede acreditar que la vivienda está arrendada a su nombre. Hay quien vive de forma completamente ilegal, sin pagar alquiler al Ayuntamiento, con la luz pinchada ilegalmente, después de haber comprado el piso a un tercero. "Me costó tres millones. Ya sé que es ilegal, pero qué podía hacer...", dice una chica de 25 años con un niño en brazos. Y hay quien ha echado a su inquilino, o se ha colado y regenta la casucha como expendeduría de papelinas.

"Esto empezó a ponerse mal hace dos años. Pero ahora no hay quien lo aguante. No te atreves ni a salir de casa", explica una mujer de más de 70 años que hace unos días discutió con una vecina porque su hijo se había llevado la pelota de su nieto. "Hace años, aquí éramos todos pobres, pero nos tratábamos unos a otros como hermanos. Ahora no conozco a la gente que vive aquí. Y tengo miedo de mi propio barrio", añade. "Esto es como si Las Barranqillas hubieran venido a posarse encima de nosotros", añade otra vecina. "Y todo esto no es nada. De noche es mucho peor", relata una tercera.

De noche es cuando llega el pelotón de drogadictos que acude a comprar y que se pinchan después en el secarral cercano o en los portales sin luz. De noche es cuando los coches de no se sabe quién pasan por las calles que aún no tienen badenes a toda velocidad. De noche el ruido de los casetes y de las radios colocadas en los maleteros de los automóviles suena a todo trapo hasta el amanecer. "Un día le dije a uno que bajara la radio, que tenía una niña de un mes, y me contestó que así se acostumbraba", dice Sonia. Añade que se echó a dormir, tratando de olvidarse del estruendo del radiocasete y de las risas y de los gritos de las reyertas. Y que se puso a soñar con Carabanchel.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_