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Columna
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Alhambra

Ayer subí a la Alhambra con mis dos hijas. Las visitas de los granadinos a la Alhambra son un acontecimiento literario familiar, porque el paseo por el monumento se mezcla con antiguas anécdotas de los abuelos, recuerdos de juventud y, si hay niños por medio, leyendas que transforman la historia en asunto de hechicería y los estanques o las bóvedas en territorios mágicos. Habíamos pedido hora en el BBV hace varios días, así que tomamos un microbús en Plaza Nueva, llegamos al punto de venta que hay en el Generalife, canjeamos el recibo bancario por las entradas y nos presentamos en los Palacios Nazaríes entre las 14.00 y las 14.30. No era un momento del día muy propicio, por el calor y por las ganas de comer, pero me había sido imposible encontrar un horario mejor y la Alhambra bien merece un esfuerzo. Les conté a mis hijas muchas leyendas, con sultanas, caballeros degollados, profecías árabes y tesoros ocultos en el fondo de los estanques, pero ninguna resultó más extraña que mis propios recuerdos de hace apenas 20 años. Les conté que yo subía en mi coche hasta el Palacio de Carlos V, que yo había visto cómo los grandes autobuses de turistas arañaban al pasar las paredes de los arcos históricos y que me había hecho fotos cabalgando sobre las fieras de piedra en el Patio de los Leones. Recuerdo incluso haber estado en un bautizo o en una boda, cuando era niño, en el Patio de los Arrayanes. Parece mentira, pero ha sido así durante muchos años, porque la Alhambra era una cosa de lujo y de andar por casa, algo así como la criada guapa de la alta burguesía granadina, vestida de mora en las fiestas para quedar bien con los amigos.

Cuando la Junta nombró a Mateo Revilla comisario, la Alhambra empezó a hablarnos de usted para ponernos a todos en nuestro sitio. Llegó el cacique de turno, le pegó un pellizco en la Alcazaba y soltó dos gracias, pero la Alhambra se había hecho independiente y exigió que le hablaran de usted, que su dignidad no cabía en una caja de zapatos. Llegó el amigo de siempre, utilizó el apodo de la pandilla, pero la Alhambra dijo que prefería que la llamaran por su nombre. Y no ha sido fácil, pero finalmente se ha hecho respetar, con su peatonalización, con sus aparcamientos, con sus zonas reservadas, con la regularización de los usos y los horarios. Mateo Revilla asumió el cargo con las ideas claras, y ha sido terco, minucioso en su claridad. No podía actuar de otra manera quien tenía encima, mirando con lupa y dando gritos, a toda una legión indignada de caballeros reaccionarios, sabios provincianos, costumbristas orgullosos, amigos chapuceros y negociantes sin visión de futuro. Democratizar la Alhambra fue un acto de terquedad y de paciencia, un esfuerzo profesional, una decisión fría, un deseo de imponer la solvencia donde antes había pintoresquismo romántico y excesos de confianza. Mateo es terco y reservado, vaya si es terco, reservado y meditador, con un carácter que parece una rueda secreta de molino. Pero ha conseguido que su carácter sea de utilidad pública a la hora de cambiarle a la Alhambra su manera de ser y de pensar. ¿En qué piensas?, me pregunta mi hija pequeña, mientras salimos del Generalife. En un amigo, respondo. Acaba de terminar un trabajo y quiero escribirle una carta.

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