_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Género

Enrique Gil Calvo

Cumpliendo su promesa electoral, que fijaba la prioridad en la lucha contra la discriminación femenina, el Gobierno ha aprobado el anteproyecto de ley sobre la violencia de género, y lo ha hecho incluso antes de que se cumplan los 100 días rituales de su toma de posesión. Tanta prisa puede ser tomada como precipitación, ya que se desoyeron los consejos legales que sugerían corregir en el texto del proyecto ciertas irregularidades jurídicas, en las que no soy competente para entrar. Pero esta decisión puede interpretarse también como un claro mensaje político (aunque también electoral), un gesto simbólico destinado a subrayar no sólo la urgencia del problema sino sobre todo la voluntad del Gobierno de desafiar la resistencia de las instituciones masculinistas. Como la Real Academia, que pretendió censurar el concepto de género, o el Consejo General del Poder Judicial, que también ha intentado obstruir la soberanía del legislador con pretextos legalistas.

Respecto a la decisión de usar el término violencia de género, en lugar de las otras alternativas propuestas (violencia doméstica, familiar, machista, etcétera), no puedo menos que apoyarla, para lo que me siento académicamente autorizado tras 15 años impartiendo sociología del género en mis cursos de doctorado. Si la Real Academia acoge sin censura los anglicismos técnicos, ¿por qué se resiste a aceptar los humanísticos? Parece mentira que a estas alturas todavía haya que repetir lo obvio. Las diferencias de sexo son naturales porque están genéticamente determinadas, pero sólo afectan a la función reproductora, pues en el resto de capacidades ambos sexos somos idénticos; mientras que las diferencias de género son artificiales porque están socialmente construidas, abarcando todas las esferas en que la dominación masculina excluye, segrega o discrimina a las mujeres.

Así, puestos a criticar el proyecto, se le podría reprochar no haber sido del todo fiel al concepto de género. Ésta es la objeción que la feminista Elisabeth Badinter ha formulado contra las leyes que penalizan la violencia machista: "La condena colectiva de un sexo es una injusticia que denota sexismo" (Por mal camino, página 69, Alianza, 2004). Pues condenar a los varones por el sólo hecho de serlo significa caer en el esencialismo, sustituyendo la perspectiva de género por el prejuicio sexista que parte como a priori de la presunción de culpabilidad masculina. Y proteger a las mujeres por la sola razón de su sexo implica perpetuar el tradicional prejuicio misógino que las reduce a la condición de sexo débil, necesitado de tutela como si fuera una eterna minoría de edad: vulnerable, dependiente y pasiva víctima inocente del acoso masculino. El hombre sujeto y la mujer objeto: tanto del deseo como del crimen. De aquí a la inquisitorial caza de brujos (sic) no hay más que un paso, que esta futura ley no debería dar.

Por lo demás, no hay que abrigar demasiadas esperanzas sobre la eficacia de las leyes penales para la represión de la violencia de género. El derecho penal sólo es eficaz contra los delitos instrumentales, como el robo o el fraude, elásticos a su penalización, pero no tanto contra los delitos expresivos, como la violación o la pedofilia, que son intratables penalmente porque son inmunes a su penalización. Esto explica que la mayor prevalencia de la violencia de género se dé en los países más avanzados e igualitarios, como son los anglosajones y escandinavos. En consecuencia, lo que debería hacer una ley como ésta es insistir sobre todo en los factores preventivos, mucho más que en los represores o punitivos. Pero para prevenir la violencia machista los tribunales penales resultan ineficaces, pues lo que hace falta sobre todo son servicios sociales de mediación en conflictos familiares. En efecto, la violencia doméstica no se reduce al crimen machista, pues también los mayores y los menores caen víctimas del abuso familiar, cuya autoría ya no es de la exclusiva responsabilidad masculina. Y para prevenir esta violencia de puertas adentro los jueces y policías de poco sirven, pues lo único que funciona es la mediación familiar.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_