El reto de Bolonia
Uno de los ámbitos donde más se ha dejado notar en los últimos tiempos el creciente ritmo del proceso de integración de Europa es el de la educación superior. El intercambio de alumnos, en número cada vez mayor, entre universidades de diversos países, ha obligado a plantearse de forma sistemática la existencia de un espacio de educación europeo en cuyo seno puedan convalidarse, de manera transparente y rigurosa, los estudios cursados en las instituciones educativas de naciones cuyos modelos universitarios estaban hasta la fecha muy poco armonizados. Aunque no tenemos nada claro si la iniciativa y tutela del proceso ha surgido del propio mundo universitario, o ha sido consecuencia de las directrices marcadas por los poderes públicos (especialmente a través de la declaración de Bolonia de 1999), lo cierto es que en la actualidad es mucho lo avanzado en este camino, en el que ya se ha conseguido la definición y aplicación de unos créditos de transferencia europeos (ECTS), que permiten que aunque en la actualidad las carreras sigan siendo muy diferentes, se pueda convalidar la cantidad de trabajo que los alumnos han realizado en los diversos centros.
Es precisamente esta unidad teórica desarrollada para poder convalidar los estudios que se realizan en distintos países, la que se ha convertido en el modelo al que habrán de adaptarse en el futuro todos los sistemas educativos. La principal novedad que para nuestro país supone la adopción de los créditos ECTS es que hasta la fecha nuestros créditos hacían referencia al número de horas que el alumno permanecía en el aula, mientras que los créditos ECTS contemplan también el tiempo que el alumno necesita para preparar las clases y realizar las lecturas y trabajos que se le encomienden. Ello obliga a determinar no sólo el número de semanas que debe durar un curso (cuarenta), sino también el número de horas semanales que se considera debe trabajar un alumno (cuarenta) y dividir el resultado, entre los sesenta créditos que se ha considerado deben sumar las diversas asignaturas impartidas en un curso. Por tanto, y dependiendo de cómo se barajen algunos de los parámetros antes señalados, el contenido de los nuevos créditos implicará entre veinticinco y treinta horas de trabajo del alumno universitario.
Ahora bien, el cambio del parámetro seguido para valorar el esfuerzo que un alumno ha de realizar para superar una asignatura, que ya no estará en relación con el número de horas de clase recibidas, sino con el de las que haya de dedicar a superar la materia, hace necesario realizar una revisión de la figura del profesor, cuya labor no puede ya centrarse tan sólo en la tan denostada lección magistral (que dicho sea de paso, hay que reconocer que cuando era magistral era magnífica, y que está mucho menos en boga de lo que algunos se piensan), pues se hace necesario prestar una especial atención a las prácticas y trabajos que los alumnos han de realizar en cada materia. Cierto es que ya de antiguo existía un horario destinado a tutorías, pero no lo es menos que aún en el caso de las universidades privadas, que en este aspecto llevan una indudable ventaja a las públicas, son muchas las cosas que pueden y deber ser mejoradas. Consciente de esta realidad, el CEU envía la próxima semana veinticinco de sus profesores a la Universidad de Harvard, que tanto se ha distinguido en la investigación y la práctica docente, para profundizar en varios de los problemas que ahora se plantean.
Bolonia nos da un pretexto para repensar la Universidad, lo que siempre es positivo y Bolonia incide también en la necesidad de que la Universidad no se dedique a mirarse tan sólo a si misma, sino que forme profesionales capaces de desenvolverse en la vida real. No obstante, y aunque esta última faceta la estimamos conveniente (hace años que nuestra institución se esmera en formar buenos profesionales), consideramos oportuno hacer hincapié en que la Universidad está también obligada a formar personas. Ortega lo planteó con toda claridad en Misión de la Universidad, donde puso en evidencia que fue precisamente en la época en que las Universidades habían adquirido el nivel científico más alto que habían tenido hasta entonces, cuando se produjeron las guerras más desoladoras, lo que evidenciaba que habían formado excelentes técnicos, pero no habían sabido educar. Esperemos que ante reformas tan importantes como las que se avecinan no se olvide que la formación integral del hombre ha de ser la auténtica meta a la que ha de dirigirse el mundo educativo.
Alfonso Bullón de Mendoza y Gómez de Valugera es rector de la Universidad Cardenal Herrera-CEU
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