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El sinvivir de los vecinos que pierden la casa por la dana y tienen que pagar su demolición

Los dueños de las primeras viviendas en Valencia que serán engullidas por las máquinas sufragan las obras de derribo y desconocen cuándo cobrarán del seguro

Adosados que serán demolidos en la calle Tribunal de las Aguas, en Catarroja (Valencia), este jueves.
Adosados que serán demolidos en la calle Tribunal de las Aguas, en Catarroja (Valencia), este jueves.Mònica Torres
Joaquín Gil

Juan Ángel Belenguer es un nómada de 51 años. Tras la dana que el pasado 29 de octubre arrasó su adosado en la valenciana Catarroja (30.000 habitantes), este operario de una fábrica de pinturas ha vivido de prestado con su esposa y dos hijos ―7 y 12 años― en tres emplazamientos diferentes. “Primero nos acogieron amigos y ahora estamos en un piso de mi empresa. Es lo que hay”, contemporiza tras vallas plásticas y una desgastada cinta que advierte del peligro.

Juan Ángel residía en una de las cinco viviendas condenadas al derribo de un conjunto de 40 adosados de la calle Tribunal de las Aguas de Catarroja. Cinco casas ―100 metros cuadrados cada una y con un valor antes de dana de 270.000 euros― de esta apacible vía de clase media serán de las primeras en sucumbir a las excavadoras tras la catástrofe que dejó 224 muertos. Su demolición está prevista en dos semanas. Y, en los próximos meses, las máquinas engullirán otros 300 inmuebles en localidades valencianas como Massanassa, Picanya, Paiporta, Sedaví o Chiva, según el Instituto Valenciano de Edificación (IVIE), que ha inspeccionado 9.500 propiedades en 54 municipios asolados.

Adosados que serán demolidos en la calle Tribunal de las Aguas, en Catarroja (Valencia), este jueves.
Adosados que serán demolidos en la calle Tribunal de las Aguas, en Catarroja (Valencia), este jueves.Mònica Torres

Las dudas de los vecinos de las viviendas que no se derruirán de momento se acumulan como el polvo de los escombros. El trabajador social Aarón, de 39 años, o la empresaria de estética Reme, de 69, se preguntan si podrán regresar a su hogar con seguridad, quién pagará la demolición en el caso de que sea necesaria o cuándo cobrarán del seguro. Su comunidad de vecinos ya ha tenido que adelantar 120.000 euros para el derribo de los cinco inmuebles condenados.

Para entender esta historia hay que remontarse a la génesis de la tragedia. Tres días después de la catástrofe, los pilares de las viviendas de esta vía de adosados blancos construidos a finales de los 90 comenzaron a hacer ruido. Las grietas florecieron en los muros, como si de una telaraña se tratara, y las estructuras empezaron a menguar en silencio.

Los técnicos fijaron entonces testigos ―una suerte de pegatinas― en las paredes para detectar movimientos. Y en cuatro días sentenciaron el peor de los escenarios: el desalojo y demolición de, inicialmente, cinco de estos inmuebles situados a 100 metros del célebre barranco del Poyo, epicentro del desbordamiento que originó la riada.

Juan Roche relata que la situación de su casa en Catarroja (pueblo donde se registraron 25 muertos) es lo más parecido a un accidente de tráfico de siniestro total, cuando el vehículo queda sentenciado para el desguace. “La vivienda está hecha polvo”, describe sobre el adosado que adquirió hace 35 años y que tenía alquilado por 800 euros a una familia para complementar su pensión de jubilado de la metalurgia. “Todavía no me han peritado los daños”, critica en una calle que evoca al perímetro acordonado de un crimen.

Juan, al menos, tiene pagada su casa. Su tocayo, Juan Ángel Belenguer, el operario de una fábrica de pinturas de la valenciana Alginet y que ya ha vivido en tres lugares diferentes tras la dana, todavía adeuda al banco 85.000 euros de la unifamiliar que compró hace 10 años. “Se acabó nuestra vida apacible. Primero la dana, luego el shock y ahora esto... No me puedo meter en otro piso de 250.000 euros”, explica.

Adosados que serán demolidos en la calle Tribunal de las Aguas, en Catarroja (Valencia), este jueves.
Adosados que serán demolidos en la calle Tribunal de las Aguas, en Catarroja (Valencia), este jueves.Mònica Torres

Remedios San Macario se siente una privilegiada en medio de la oscuridad. En primer lugar porque sobrevivió a la gran ola. Al contrario que un septuagenario vecino de su complejo que vivía solo y que fue engullido al no poder subir con su andador al primer piso de la unifamiliar. Y, en segundo, porque su vivienda no será derribada. En principio. La empresaria jubilada lamenta, sin embargo, que la inundación frustrara un negocio ya apalabrado de vender por 270.000 euros la unifamiliar que acogía desde hace 30 años su centro de estética. Y que al chasco inmobiliario tiene que sumar la incertidumbre de desconocer cuándo cobrará del seguro. “Me dijeron que me pagarían 29.000 euros por los daños [perdió camillas, máquinas de depilar y mobiliario], pero como las grietas no paran de crecer por las paredes, el expediente está paralizado”, critica esta mujer, que ha cobrado 6.000 euros de ayudas de la Generalitat y 1.800 del empresario Amancio Ortega. “Mira las grietas, cada vez son más grandes”, insiste señalando con el dedo el muro de un bajo en el que se consumieron las guitarras de su marido, José, músico aficionado de 71 años.

Su vecino Aarón Murillo es pesimista sobre el horizonte que encaran los residentes de la calle sentenciada por los derribos, donde él vivía con su madre, Jara, una jubilada que se cierra en banda cuando se le pregunta por la edad. “Han venido los mismos peritos que valoraron los daños del terremoto de Lorca (Murcia) de 2011. Y esto es muy significativo”, clama expresivo su hijo, en referencia al seísmo que causó nueve muertos y más de 300 heridos y cuyas víctimas todavía no habían cobrado las ayudas el pasado año.

Aarón, que ha tenido que alquilar por 700 euros un piso en la valenciana Alcàsser para su madre, su hermana, sus sobrinos y un cuñado, teme que las advertencias de los peritos que ya han visitado sus inmuebles, y que les han trasladado que el origen de las grietas es previo a la dana, se traduzca en demoras. E incluso impagos.

Él dice haberlo visto ya todo. Y por eso no pierde la media sonrisa del rostro. La misma que esgrimía cuando se colaba disfrazado con un traje de militar en las viviendas hoy sentenciadas al derribo para llevar víveres y bidones de agua a su familia. “Pasaba todos los controles con un traje oficial, pero sin insignia de ningún cuerpo. Así no cometía ningún delito”, relata pícaro. En dos semanas, las excavadoras tomarán la calle donde perpetró el engaño.

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Sobre la firma

Joaquín Gil
Periodista de la sección de Investigación. Licenciado en Periodismo por el CEU y máster de EL PAÍS por la Universidad Autónoma de Madrid. Tiene dos décadas de experiencia en prensa, radio y televisión. Escribe desde 2011 en EL PAÍS, donde pasó por la sección de España y ha participado en investigaciones internacionales.
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